Publicado por El Blog de X. Pikaza
He sido feliz muchos años como religioso mercedario. Por circunstancias personales de diverso tipo (por amor) he dejado una forma de vida religiosa, me he casado y soy muy feliz. Los amigos de la CONFER (Revista de la Conferencia Española de Religiosos) me han pedido que escriba un trabajo titulado BEBER EN LA FUENTE DE LA PALABRA. La Palabra en los carismas fundacionales de la Vida Religiosa y así lo he hecho. El trabajo ha sido publicado en un número monográfico titulado La Vida en la Palabra. La Palabra en la Vida Religiosa de Hoy e incluye colaboraciones de Fidel Aizpurúa, Fabio Ciardi, Elisa Estévez, Teresa Forcades etc. Es un número que recomiendo a todos los lectores de mi blog. Para ellos he querido ofrecer hoy (y en los dos días que siguen) el texto de mi colaboración. Quiero elevar desde aquí mi homenaje de admiración y gratitud a la vida religiosa. Hay compañeros de este blog y de otros lugares que parecen enemigos de ella, condenándola a veces de un modo sistemática. Quisiera decirles que la vida religiosa sigue viva, anclada en Jesús, abierta al evangelio.
Introducción
La vida religiosa cristiana deriva de Cristo, a quien los religiosos/as entienden, acogen y siguen, como Fuente de la Palabra, Palabra encarnada, de la que beben (cf. Jn 4, 13; 7, 37). Muchas formas externas pueden cambiar, pero la vida religiosa se renueva desde el seguimiento emocionado de Jesús, cuya Palabra se acoge y despliega en los carismas fundacionales.
1. Seguir a Jesús. Un camino a la luz de la Palabra
El Vaticano II ha interpretado la vida religiosa como señal preclara del Reino de los cielos (PC 1), diciendo que ella pertenece a la vida y santidad de la Iglesia, pues “imita más de cerca y representa perpetuamente aquella forma de vida que el Hijo de Dios escogió al venir al mundo para cumplir la voluntad del Padre” (LG 44). Esa es la forma de vida de Jesús, cuya Palabra sigue llamando de manera misteriosa: “Ven y sígueme”.
Seguir a Jesús significan escuchar su llamada (Palabra), para seguirle en la búsqueda e instauración del Reino. Seguidores de Jesús fueron sus primeros discípulos (Mc 1, 16-20 par), muchos publicanos y pecadores (Mc 2, 13-17 par) y/o las mujeres que le acompañaron hasta la cruz (cf. Mc 15, 41). Todos ellos quisieron escuchar su palabra y compartir su camino (cf. Mc 8, 34; Jn 10, 3-4); en esa línea siguen los religiosos cristianos.
Otras religiones (hinduismo, budismo, taoísmo) han creado formas de experiencia y compromiso semejantes a la vida religiosa, partiendo para ello de otros principios espirituales (búsqueda contemplativa, superación de los deseos, ascetismo…). Pero los cristianos entienden su vida religiosa como un modo concreto y fuerte de seguimiento y escucha de la Palabra de Jesús.
(1) Seguir a Jesús significa escuchar su Palabra y responderle con la vida. Es acoger su voz cuando dice ¡ven! e iniciar con él un camino mesiánico marcado por el descubrimiento compartido de la voluntad de Dios, pues él instituye con su palabra una familia o comunión de hermanos que obedecen a Dios (=escuchan su palabra), al escucharse o ayudarse mutuamente, formando así un corro fraterno (cf. Mc 3, 31-35).
(2) Seguir a Jesús dialogar con él, bebiendo de la fuente de su Palabra, que es Palabra de Dios para cumplirla (cf. Mt 7, 24). Se ha dicho que importa el ser, no el hacer, y en algún aspecto es cierto. Pero los religiosos escuchan la llamada de Jesús para ser-con-él (en clave esponsal o contemplativo) y para haces, es decir, para dejarse enviar por él y realizar su obra (cf. Mc 3, 14;). Según eso, ser y hacer, vivir con-él y realizar su obra, resultan inseparables.
(3) Seguir a Jesús es mantenerse itinerantes, escuchando la Palabra para hacer con ella el camino. El religioso no tiene casa ni empresa duradera (cf Mc 11, 15-19 par). Otros estados de vida acentúan quizá más el aspecto de “arraigo en el mundo”; los religiosos han de estar siempre a la escucha para abrir con Jesús nuevos caminos (caminos de Dios), en línea de evangelio.
No siguen a Jesús por victimismo, ni por ansia de triunfo exterior, sino para escuchar mejor su Palabra y para dar testimonio de ella en el mundo. De esa manera, los religiosos son testigos del Cristo que ha muerto y está resucitado: ciertamente, viven con los demás creyentes y humanos: sufren con los que sufren, se alegran con los que gozan; pero, al mismo tiempo, son ya ciudadanos de la “ciudad futura”, como ha puesto de relieve Juan Pablo II en su exhortación apostólica Vita Consecrata (1966).
2. El Cristo de la vida religiosa, Palabra encarnada.
La vida religiosa se funda en la experiencia de Jesús, Palabra Encarnada (Jn 1, 14). Por eso, escuchar la Palabra es beber de la fuente de Jesús, como han visto los diversos tipos de religiosos:
(1) Jesús, maestro de eremitas. Han sido muchos los cristianos que desde el siglo III y IV le han visto como gran Solitario y así han querido buscarle en el desierto, allí donde él estuvo con Juan Bautista, allí donde fue tentado por el Diablo (cf. Mc 1, 1-13 par). Estos eremitas, atletas de Jesús, como Antonio Abad y los solitarios de Egipto o de Siria quisieron ofrecer un contrapunto de desierto en el espacio más extenso de la Iglesia, que podía correr el riesgo de dejarse dominar por valores imperiales. Ellos escucharon la Palabra que decía “Anda, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres; y tendrás tesoro en el cielo. Y ven; sígueme’’ (Mc 10, 21) y quisieron cumplirla al pie de la letra, marchándose al desierto.
(2) Jesús, primer monje. Muchos le han visto como hombre de comunidad, creador de una pequeña iglesia de hermanos (monasterio), según la tradición basiliana (Oriente) o benedictina (Occidente). Ya no pide a sus seguidores que vayan al desierto para allí encontrarle, sino que les cita en sus comunidades en oración y vida común, conforme a la palabra de Hch 2, 44 (lo tenían todo en común…). Los monjes escuchan así la Palabra de Jesús, escuchándose entre sí y formando monasterios, son pequeñas iglesias donde la Palabra se vuelve experiencia de comunión con Jesús y se expresa, de un modo especial, en la liturgia de alabanza compartida. El monacato ha sido y sigue siendo fuente de “escucha de la Palabra”, en trabajo y alabanza.
(3) Jesús, guía de penitentes. Muchos seguidores han venerado a Jesús como Mesías crucificado, de forma que, a partir del siglo XIII, los cristos que antes aparecían como reyes que triunfan y pacifican el mundo desde una cruz gloriosa, se muestran como hombre de dolor, signo de angustia y abandono. Desde entonces, en una piedad que ha culminado en el siglo XIX, los religiosos han entendido a veces su vida como seguimiento del Cristo que dice “el que quiere seguirme tome su cruz” (Mc 8, 34), en gesto de expiación (reparación), que les permite encarnarse mejor en los sufrimientos y cruces de la historia. Beber la palabra de Jesús es “beber su cáliz”, compartir su cruz (cf. Mc 10, 39).
(4) Jesús, amigo fiel. Él ha sido para muchos cristianos/as el Esposo interior, que ama y enseña a amar. Así, seguirle en la vida religiosa es aprender a quererle, como han puesto de relieve los contemplativos del medioevo (sobre todo en la tradición benedictina: Santa Hildegarda o San Bernardo) y luego los místicos de la tradición carmelitana del siglo XVI (Teresa, Juan de la Cruz). Estos religiosos responden con amor al amor de Jesús que les mira y les dice: “Ven y sígueme” (Mc 10, 21). De esa forma escuchan e interpretan con su vida las palabras del Cantar, de los profetas (Oseas, Jeremías, Segundo Isaías…) y el evangelio de Juan (cf. 15, 15).
(5) Jesús, amor caritativo. Al lado de las líneas anteriores, desde el comienzo de la Iglesia, pero de un modo especial, con el surgimiento de las órdenes y congregaciones activas del siglo XIII y, en especial, del siglo XIX, miles de religiosos han visto a Jesús como aquel que acompaña a los enfermos, que da de comer a los hambrientos, que acoge a los encarcelados, que enseña a los que no saben. Han surgido así las órdenes y congregaciones hospitalarias y de la caridad, dedicadas a los enfermos y niños abandonados, a los excluidos de la vida. Los religiosos quieren así escuchar al Jesús que “cura a los enfermos y da de comer a los hambrientos” (cf. Mt 11, 2-4) y que dice: “tuve hambre, estuve enfermo, estuve encarcelado…” (Mt 25, 31-45).
(6) Jesús, Rey divino. Son muchos los religiosos y religiosas que han escuchado la palabra de Jesús que les llama para instaurar su Reino, como lo oyó en el siglo XVI Ignacio de Loyola: «Mi voluntad es de conquistar todo el mundo y todos los enemigos, y así entrar en la gloria de mi Padre; por tanto, quien quisiere venir conmigo, ha de trabajar conmigo, porque siguiéndome en la pena, también me siga en la gloria» (Ejercicios Espirituales 95). Ésta es la Palabra de Jesús que quiere conquistar (salvar) el mundo con su entrega al servicio de los demás. Toda la vida de los religiosos cristianos de la Edad Moderna ha venido a configurarse, de alguna manera, a partir de esa Palabra de llamada y seguimiento.
3. Jesús, fuente de Palabra: sabiduría, salud, fraternidad.
Las imágenes anteriores (y otras que podrían recordarse: Jesús como Testigo Fiel, Sagrado Corazón, Sacerdote....) son valiosas y siguen siendo imprescindibles, pues nos sitúan ante rasgos importantes de Jesús. Pero todas han de fundarse en la Palabra, para que los religiosos puedan beber, con la Samaritana, el agua del pozo de Jesús (Jn 4, 14), que dijo: «Si alguno tiene sed, que venga a mí; y el que beba el que cree en mí; porque, como dice la Escritura, ríos de agua viva brotarán de su seno” (Jn 7, 37). Del “seno” de Cristo brota la Palabra que sacia y enamora, que impulsa y nos pone en camino.
En esa línea, la vida religiosa ha visto a Jesús como Biblia encarnada, siguiendo a san Ignacio de Antioquía, cuando responde a los que apelan a los sentidos más profundos de la Biblia (¡eso está en la Biblia, aquello no está..!), diciendo que su verdadera Biblia es Cristo: «He oído algunos que decían: si no lo encuentro en los archivos (arjéia), no lo creo… Pues bien, para mi mis archivos son Jesucristo; mis archivos invencibles son la cruz, su muerte, su resurrección y la fe que viene de él» (Filadelfios 8, 2). Conforme a este principio, retomado una y otra vez por la vida religiosa, la Palabra es el mismo Jesús (cf. Jn 1, 14). Por eso, beber de la Escritura es beber de Jesús, en quien (como dice Col 2, 3), «están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento», porque él es Palabra, siendo sabiduría, salud, fraternidad.
1. Sabiduría de Dios, Jesús contemplativo. Fue, ciertamente, hombre de oración, de intenso encuentro con Dos. La gustaba dialogar sobre la verdad. Había dejado casa y familia, para caminar con todos compartiendo conversación y pan. No quiso cambiar externamente el mundo de un modo militar, como los celotas de su tiempo, sino que buscó algo mucho más sencillo y mucho más profundo: que hombres y mujeres descubrieran el sentido de su propia verdad y fueran sinceros sobre el mundo, dando gracias a Dios. Fue hombre de sabiduría, comprensivo y radical: acogió a publicanos y prostitutas, puso ante todos el ideal supremo de la contemplación amorosa de Dios. No fue contemplativo en un cenobio aislado (como el Qumrán, a un tiro de piedra de Jericó por donde solía pasa), sino en la misma calle, con los hombres y mujeres de pueblo que le seguían, pues estaba convencido de que las gentes del pueblo podían descubrir una luz más alta, viviendo de manera auténtica, pacificada.
Así lo han descubierto los grandes fundadores de la vida religiosa, contemplativos de la Palabra, desde Basilio, Agustín y Benito, hasta Santa Teresa, los hermanitos de Jesús (de Ch. de Foucault) y los nuevos monjes/as de la comunidad de Jerusalén, de Saint Gervais de Paris. También le han visto en esa línea aquellos religiosos que interpretan la contemplación como experiencia de la palabra proclamada y dialogada, desde la pobreza, como Santo Domingo de Guzmán. Ellos saben que beber de la fuente de la Palabra es beber de Jesús, de quien da testimonio la Escritura.
2. Salud de Dios, Jesús sanador. Jesús fue un terapeuta, amigo de enfermos. Más que las ideas de una contemplación separada de la vida, le importaba la misma vida de los enfermos de su entorno, que se hallaban abandonados, arrojados, angustiados, sobre el mundo. De esta forma vino a situarse en el lugar donde abundaban los pobres y enfermos, los “posesos” e impuros, apareciendo como un “heterodoxo”, pues el judaísmo “oficial” insistía en el cumplimiento de la ley, mientras que Jesús ponía la curación de los endemoniados y enfermos antes de de todas las posibles leyes. No buscó, sin más, la provocación, pero su forma de comportarse resultó provocativa (en aquel contexto); no quiso ser sin más un trasgresor, pero su forma de acercarse a los rechazados sociales le hizo parecer trasgresor. No fue médico de la medicina oficial, pero curaba desde la fe, creando fe, abriendo con su vida y su compromiso un camino de reconciliación.
Así lo han visto muchos fundadores de la vida religiosa, sabiendo que la Palabra es sanación, y así le han seguido, desde Pedro Nolasco y Juan de Mata (siglo XII/XIII), por Vicente de Paul y Luisa de Marillac (siglo XVI) hasta Juan Bosco y Teresa de Calcuta. Todos ellos y otros muchos han bebido de la fuente de la Escritura, del costado abierto de Jesús, que cura desde su cruz hecha amor (cf. Jn 19, 34), como destacaremos más adelante.
3. Reino de Dios, hermano universal. Ciertamente, supo hablar y enseñó doctrina buena, ofreciendo salud a los enfermos, pero él fue sobre todo un profeta mesiánico, que anunciaba con su vida la llegada de la nueva humanidad. Así apareció ante todo como un “hijo de hombre”, un explorador de Reino, poniéndose al lado de todos, de publicanos y prostitutas, de fariseos y campesinos, desde los más pobres… Puso así su casa en medio de la calle, sin nada para sí (¡el hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza!: Mt 8,20), haciéndose hermano de todos, superando las barreras que tendían a separar a unos de otros, a justos de injustos, a puros de impuros, a enfermos de sanos, a ricos de pobres… Desde los últimos, desde los más pobres, quiso hacerse y fue simplemente hermano universal o, si se prefiere, amigo, desde la cercanía radical de Dios. De esa forma habló del Reino de Dios y, quiso adelantarlo con su vida, transformando la vida de los hombres, como semilla de trigo en el campo, como levadura en la masa.
En ese fondo pueden entenderse algunas de las figuras más sublimes de la vida religiosa, como Isaac de Nínive y Serafín de Sarov, pues la Palabra es fraternidad y escucharla es ser hermanos, como hizo Francisco de Asís, seguidor de Jesús, hermano universal, que pidió a los suyos que cumplieran el evangelio “sin glosa”, al pie de la letra: «Guardemos, pues, las palabras, vida y doctrina y el santo Evangelio de Aquel que...» (Regla 1 22); «La regla y vida de los hermanos menores es ésta: observar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo...» (Regla 2, 1). «Nadie me enseñaba lo que debía hacer, sino que el mismo Altísimo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio».
Resumiendo lo anterior, decimos que Jesús que es principio de vida religiosa como contemplativo, iluminado por la Palabra. Es médico integral (de almas y cuerpos), curando así por la Palabra que dice: “sanad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, echad fuera demonios. ” (cf. Mt 10, 8). Es hermano universal, palabra que a todos vincula, haciéndoles “hermanos/as” (fray/sor; cf. Mt 23, 8-9).
Introducción
La vida religiosa cristiana deriva de Cristo, a quien los religiosos/as entienden, acogen y siguen, como Fuente de la Palabra, Palabra encarnada, de la que beben (cf. Jn 4, 13; 7, 37). Muchas formas externas pueden cambiar, pero la vida religiosa se renueva desde el seguimiento emocionado de Jesús, cuya Palabra se acoge y despliega en los carismas fundacionales.
1. Seguir a Jesús. Un camino a la luz de la Palabra
El Vaticano II ha interpretado la vida religiosa como señal preclara del Reino de los cielos (PC 1), diciendo que ella pertenece a la vida y santidad de la Iglesia, pues “imita más de cerca y representa perpetuamente aquella forma de vida que el Hijo de Dios escogió al venir al mundo para cumplir la voluntad del Padre” (LG 44). Esa es la forma de vida de Jesús, cuya Palabra sigue llamando de manera misteriosa: “Ven y sígueme”.
Seguir a Jesús significan escuchar su llamada (Palabra), para seguirle en la búsqueda e instauración del Reino. Seguidores de Jesús fueron sus primeros discípulos (Mc 1, 16-20 par), muchos publicanos y pecadores (Mc 2, 13-17 par) y/o las mujeres que le acompañaron hasta la cruz (cf. Mc 15, 41). Todos ellos quisieron escuchar su palabra y compartir su camino (cf. Mc 8, 34; Jn 10, 3-4); en esa línea siguen los religiosos cristianos.
Otras religiones (hinduismo, budismo, taoísmo) han creado formas de experiencia y compromiso semejantes a la vida religiosa, partiendo para ello de otros principios espirituales (búsqueda contemplativa, superación de los deseos, ascetismo…). Pero los cristianos entienden su vida religiosa como un modo concreto y fuerte de seguimiento y escucha de la Palabra de Jesús.
(1) Seguir a Jesús significa escuchar su Palabra y responderle con la vida. Es acoger su voz cuando dice ¡ven! e iniciar con él un camino mesiánico marcado por el descubrimiento compartido de la voluntad de Dios, pues él instituye con su palabra una familia o comunión de hermanos que obedecen a Dios (=escuchan su palabra), al escucharse o ayudarse mutuamente, formando así un corro fraterno (cf. Mc 3, 31-35).
(2) Seguir a Jesús dialogar con él, bebiendo de la fuente de su Palabra, que es Palabra de Dios para cumplirla (cf. Mt 7, 24). Se ha dicho que importa el ser, no el hacer, y en algún aspecto es cierto. Pero los religiosos escuchan la llamada de Jesús para ser-con-él (en clave esponsal o contemplativo) y para haces, es decir, para dejarse enviar por él y realizar su obra (cf. Mc 3, 14;). Según eso, ser y hacer, vivir con-él y realizar su obra, resultan inseparables.
(3) Seguir a Jesús es mantenerse itinerantes, escuchando la Palabra para hacer con ella el camino. El religioso no tiene casa ni empresa duradera (cf Mc 11, 15-19 par). Otros estados de vida acentúan quizá más el aspecto de “arraigo en el mundo”; los religiosos han de estar siempre a la escucha para abrir con Jesús nuevos caminos (caminos de Dios), en línea de evangelio.
No siguen a Jesús por victimismo, ni por ansia de triunfo exterior, sino para escuchar mejor su Palabra y para dar testimonio de ella en el mundo. De esa manera, los religiosos son testigos del Cristo que ha muerto y está resucitado: ciertamente, viven con los demás creyentes y humanos: sufren con los que sufren, se alegran con los que gozan; pero, al mismo tiempo, son ya ciudadanos de la “ciudad futura”, como ha puesto de relieve Juan Pablo II en su exhortación apostólica Vita Consecrata (1966).
2. El Cristo de la vida religiosa, Palabra encarnada.
La vida religiosa se funda en la experiencia de Jesús, Palabra Encarnada (Jn 1, 14). Por eso, escuchar la Palabra es beber de la fuente de Jesús, como han visto los diversos tipos de religiosos:
(1) Jesús, maestro de eremitas. Han sido muchos los cristianos que desde el siglo III y IV le han visto como gran Solitario y así han querido buscarle en el desierto, allí donde él estuvo con Juan Bautista, allí donde fue tentado por el Diablo (cf. Mc 1, 1-13 par). Estos eremitas, atletas de Jesús, como Antonio Abad y los solitarios de Egipto o de Siria quisieron ofrecer un contrapunto de desierto en el espacio más extenso de la Iglesia, que podía correr el riesgo de dejarse dominar por valores imperiales. Ellos escucharon la Palabra que decía “Anda, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres; y tendrás tesoro en el cielo. Y ven; sígueme’’ (Mc 10, 21) y quisieron cumplirla al pie de la letra, marchándose al desierto.
(2) Jesús, primer monje. Muchos le han visto como hombre de comunidad, creador de una pequeña iglesia de hermanos (monasterio), según la tradición basiliana (Oriente) o benedictina (Occidente). Ya no pide a sus seguidores que vayan al desierto para allí encontrarle, sino que les cita en sus comunidades en oración y vida común, conforme a la palabra de Hch 2, 44 (lo tenían todo en común…). Los monjes escuchan así la Palabra de Jesús, escuchándose entre sí y formando monasterios, son pequeñas iglesias donde la Palabra se vuelve experiencia de comunión con Jesús y se expresa, de un modo especial, en la liturgia de alabanza compartida. El monacato ha sido y sigue siendo fuente de “escucha de la Palabra”, en trabajo y alabanza.
(3) Jesús, guía de penitentes. Muchos seguidores han venerado a Jesús como Mesías crucificado, de forma que, a partir del siglo XIII, los cristos que antes aparecían como reyes que triunfan y pacifican el mundo desde una cruz gloriosa, se muestran como hombre de dolor, signo de angustia y abandono. Desde entonces, en una piedad que ha culminado en el siglo XIX, los religiosos han entendido a veces su vida como seguimiento del Cristo que dice “el que quiere seguirme tome su cruz” (Mc 8, 34), en gesto de expiación (reparación), que les permite encarnarse mejor en los sufrimientos y cruces de la historia. Beber la palabra de Jesús es “beber su cáliz”, compartir su cruz (cf. Mc 10, 39).
(4) Jesús, amigo fiel. Él ha sido para muchos cristianos/as el Esposo interior, que ama y enseña a amar. Así, seguirle en la vida religiosa es aprender a quererle, como han puesto de relieve los contemplativos del medioevo (sobre todo en la tradición benedictina: Santa Hildegarda o San Bernardo) y luego los místicos de la tradición carmelitana del siglo XVI (Teresa, Juan de la Cruz). Estos religiosos responden con amor al amor de Jesús que les mira y les dice: “Ven y sígueme” (Mc 10, 21). De esa forma escuchan e interpretan con su vida las palabras del Cantar, de los profetas (Oseas, Jeremías, Segundo Isaías…) y el evangelio de Juan (cf. 15, 15).
(5) Jesús, amor caritativo. Al lado de las líneas anteriores, desde el comienzo de la Iglesia, pero de un modo especial, con el surgimiento de las órdenes y congregaciones activas del siglo XIII y, en especial, del siglo XIX, miles de religiosos han visto a Jesús como aquel que acompaña a los enfermos, que da de comer a los hambrientos, que acoge a los encarcelados, que enseña a los que no saben. Han surgido así las órdenes y congregaciones hospitalarias y de la caridad, dedicadas a los enfermos y niños abandonados, a los excluidos de la vida. Los religiosos quieren así escuchar al Jesús que “cura a los enfermos y da de comer a los hambrientos” (cf. Mt 11, 2-4) y que dice: “tuve hambre, estuve enfermo, estuve encarcelado…” (Mt 25, 31-45).
(6) Jesús, Rey divino. Son muchos los religiosos y religiosas que han escuchado la palabra de Jesús que les llama para instaurar su Reino, como lo oyó en el siglo XVI Ignacio de Loyola: «Mi voluntad es de conquistar todo el mundo y todos los enemigos, y así entrar en la gloria de mi Padre; por tanto, quien quisiere venir conmigo, ha de trabajar conmigo, porque siguiéndome en la pena, también me siga en la gloria» (Ejercicios Espirituales 95). Ésta es la Palabra de Jesús que quiere conquistar (salvar) el mundo con su entrega al servicio de los demás. Toda la vida de los religiosos cristianos de la Edad Moderna ha venido a configurarse, de alguna manera, a partir de esa Palabra de llamada y seguimiento.
3. Jesús, fuente de Palabra: sabiduría, salud, fraternidad.
Las imágenes anteriores (y otras que podrían recordarse: Jesús como Testigo Fiel, Sagrado Corazón, Sacerdote....) son valiosas y siguen siendo imprescindibles, pues nos sitúan ante rasgos importantes de Jesús. Pero todas han de fundarse en la Palabra, para que los religiosos puedan beber, con la Samaritana, el agua del pozo de Jesús (Jn 4, 14), que dijo: «Si alguno tiene sed, que venga a mí; y el que beba el que cree en mí; porque, como dice la Escritura, ríos de agua viva brotarán de su seno” (Jn 7, 37). Del “seno” de Cristo brota la Palabra que sacia y enamora, que impulsa y nos pone en camino.
En esa línea, la vida religiosa ha visto a Jesús como Biblia encarnada, siguiendo a san Ignacio de Antioquía, cuando responde a los que apelan a los sentidos más profundos de la Biblia (¡eso está en la Biblia, aquello no está..!), diciendo que su verdadera Biblia es Cristo: «He oído algunos que decían: si no lo encuentro en los archivos (arjéia), no lo creo… Pues bien, para mi mis archivos son Jesucristo; mis archivos invencibles son la cruz, su muerte, su resurrección y la fe que viene de él» (Filadelfios 8, 2). Conforme a este principio, retomado una y otra vez por la vida religiosa, la Palabra es el mismo Jesús (cf. Jn 1, 14). Por eso, beber de la Escritura es beber de Jesús, en quien (como dice Col 2, 3), «están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento», porque él es Palabra, siendo sabiduría, salud, fraternidad.
1. Sabiduría de Dios, Jesús contemplativo. Fue, ciertamente, hombre de oración, de intenso encuentro con Dos. La gustaba dialogar sobre la verdad. Había dejado casa y familia, para caminar con todos compartiendo conversación y pan. No quiso cambiar externamente el mundo de un modo militar, como los celotas de su tiempo, sino que buscó algo mucho más sencillo y mucho más profundo: que hombres y mujeres descubrieran el sentido de su propia verdad y fueran sinceros sobre el mundo, dando gracias a Dios. Fue hombre de sabiduría, comprensivo y radical: acogió a publicanos y prostitutas, puso ante todos el ideal supremo de la contemplación amorosa de Dios. No fue contemplativo en un cenobio aislado (como el Qumrán, a un tiro de piedra de Jericó por donde solía pasa), sino en la misma calle, con los hombres y mujeres de pueblo que le seguían, pues estaba convencido de que las gentes del pueblo podían descubrir una luz más alta, viviendo de manera auténtica, pacificada.
Así lo han descubierto los grandes fundadores de la vida religiosa, contemplativos de la Palabra, desde Basilio, Agustín y Benito, hasta Santa Teresa, los hermanitos de Jesús (de Ch. de Foucault) y los nuevos monjes/as de la comunidad de Jerusalén, de Saint Gervais de Paris. También le han visto en esa línea aquellos religiosos que interpretan la contemplación como experiencia de la palabra proclamada y dialogada, desde la pobreza, como Santo Domingo de Guzmán. Ellos saben que beber de la fuente de la Palabra es beber de Jesús, de quien da testimonio la Escritura.
2. Salud de Dios, Jesús sanador. Jesús fue un terapeuta, amigo de enfermos. Más que las ideas de una contemplación separada de la vida, le importaba la misma vida de los enfermos de su entorno, que se hallaban abandonados, arrojados, angustiados, sobre el mundo. De esta forma vino a situarse en el lugar donde abundaban los pobres y enfermos, los “posesos” e impuros, apareciendo como un “heterodoxo”, pues el judaísmo “oficial” insistía en el cumplimiento de la ley, mientras que Jesús ponía la curación de los endemoniados y enfermos antes de de todas las posibles leyes. No buscó, sin más, la provocación, pero su forma de comportarse resultó provocativa (en aquel contexto); no quiso ser sin más un trasgresor, pero su forma de acercarse a los rechazados sociales le hizo parecer trasgresor. No fue médico de la medicina oficial, pero curaba desde la fe, creando fe, abriendo con su vida y su compromiso un camino de reconciliación.
Así lo han visto muchos fundadores de la vida religiosa, sabiendo que la Palabra es sanación, y así le han seguido, desde Pedro Nolasco y Juan de Mata (siglo XII/XIII), por Vicente de Paul y Luisa de Marillac (siglo XVI) hasta Juan Bosco y Teresa de Calcuta. Todos ellos y otros muchos han bebido de la fuente de la Escritura, del costado abierto de Jesús, que cura desde su cruz hecha amor (cf. Jn 19, 34), como destacaremos más adelante.
3. Reino de Dios, hermano universal. Ciertamente, supo hablar y enseñó doctrina buena, ofreciendo salud a los enfermos, pero él fue sobre todo un profeta mesiánico, que anunciaba con su vida la llegada de la nueva humanidad. Así apareció ante todo como un “hijo de hombre”, un explorador de Reino, poniéndose al lado de todos, de publicanos y prostitutas, de fariseos y campesinos, desde los más pobres… Puso así su casa en medio de la calle, sin nada para sí (¡el hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza!: Mt 8,20), haciéndose hermano de todos, superando las barreras que tendían a separar a unos de otros, a justos de injustos, a puros de impuros, a enfermos de sanos, a ricos de pobres… Desde los últimos, desde los más pobres, quiso hacerse y fue simplemente hermano universal o, si se prefiere, amigo, desde la cercanía radical de Dios. De esa forma habló del Reino de Dios y, quiso adelantarlo con su vida, transformando la vida de los hombres, como semilla de trigo en el campo, como levadura en la masa.
En ese fondo pueden entenderse algunas de las figuras más sublimes de la vida religiosa, como Isaac de Nínive y Serafín de Sarov, pues la Palabra es fraternidad y escucharla es ser hermanos, como hizo Francisco de Asís, seguidor de Jesús, hermano universal, que pidió a los suyos que cumplieran el evangelio “sin glosa”, al pie de la letra: «Guardemos, pues, las palabras, vida y doctrina y el santo Evangelio de Aquel que...» (Regla 1 22); «La regla y vida de los hermanos menores es ésta: observar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo...» (Regla 2, 1). «Nadie me enseñaba lo que debía hacer, sino que el mismo Altísimo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio».
Resumiendo lo anterior, decimos que Jesús que es principio de vida religiosa como contemplativo, iluminado por la Palabra. Es médico integral (de almas y cuerpos), curando así por la Palabra que dice: “sanad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, echad fuera demonios. ” (cf. Mt 10, 8). Es hermano universal, palabra que a todos vincula, haciéndoles “hermanos/as” (fray/sor; cf. Mt 23, 8-9).
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