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viernes, 23 de enero de 2009

Jesús, buena noticia de Dios - III Domingo del T.O. - Ciclo B: (Mc 1,14-20)

Por Fernando Torres Pérez
Publicado por Ciudad Redonda

El Evangelio de estos domingos nos va metiendo poco a poco en faena. Hoy, como un gran pórtico, nos pone ante el mensaje que sintetiza todo su contenido: “Está cerca el Reino de Dios, convertíos y creed en el Evangelio”. O sería mejor decir, “creed en la buena noticia”, que suena muy diferente.
Sucede que con el paso del tiempo el término “Evangelio” se ha convertido en una palabra en sí misma con significado propio. Se refiere al mensaje de Jesús o a cada uno de los cuatro textos que, formando parte del Nuevo Testamento, contienen la historia de Jesús de Nazaret. Pero al principio no fue así. “Evangelio” es un término de origen griego que para los que escuchaban sólo significa “buena noticia”. El matiz es importante. Para Jesús lo que anuncia no es en principio un código normativo ni nada parecido sino una buena noticia.

Convertirse a la buena noticia

Es importante saber que lo que anuncia Jesús es una buena noticia porque la otra palabra que está cerca es “convertíos” y eso no nos termina de sonar bien. “Convertirse” nos suena a arrepentirse de los pecados, a asumir que somos malos, que no hacemos bien las cosas. “Convertirse” nos habla de esfuerzo, de sacrificio. Es un término que tiene connotaciones negativas. Nada que ver, pues, con la buena noticia. En principio, convertirse no es algo que nos apetezca.
Pero el Reino de Dios no debía tener ese aspecto negativo. En boca de Jesús su anuncio debía ser realmente atractivo. Aquellos pescadores, gente sencilla, sin pretensiones especiales, al encontrarse con Jesús se sienten motivados a dejarlo todo y seguirle. Siempre puede haber alguno que se ría de ese “dejarlo todo” y comente que no eran más que unas redes agujereadas y unas barcas quizá también agujereadas y seguramente más que desvencijadas. Pero era lo suyo, sus redes y su barca, su familia (la única seguridad social de la época). Y lo dejaron.
Se debieron sentir profundamente atraídos por el mensaje de Jesús. Para ellos fue realmente una buena nueva, algo tremendamente positivo. En el lenguaje de los ejecutivos de empresa actuales, algo que contenía un enorme valor añadido para su vida, tanto que valía la pena dejar atrás todo.
Quizá aquella “buena noticia” no era otra cosa que haber encontrado en Jesús el testimonio vivo y andante de la presencia de Dios, aquel Dios del que en el salmo responsorial se dice que “tu ternura y tu misericordia son eternas”, un Dios del que se puede invocar su misericordia y su bondad. De aquel Dios les habían hablado a aquellos pescadores muchas veces pero en la práctica su vida era muy dura y difícil. Era un Dios que sólo parecía imponer normas y leyes de difícil cumplimiento y de casi más difícil memorización.

Jesús, el rostro misericordioso de Dios

Quizá en las palabras y en el rostro de Jesús vieron reflejado el rostro de la misericordia y la ternura infinitas de Dios y eso fue lo que les animó a dejarlo todo. ¡Valía la pena! Era como pasar de la muerte a la vida. Lo que dejaban no valía nada frente a lo que se encontraban. Con Jesús el mundo en que vivían perdía su sentido, desaparecía, destruido por aquella presencia nueva y diferente. Es lo que Pablo les dice a los corintios: “el momento es apremiante... porque la representación de este mundo se termina”.
Santiago y Juan sintieron precisamente eso: que su mundo se caía, se terminaba, que con Jesús comenzaba algo nuevo, tan nuevo que nada de lo anterior valía la pena. Y se lanzaron en pos de Jesús.
Para nosotros queda el preguntarnos si el Evangelio, seguir a Jesús, es una auténtica buena noticia o un código de pesadas normas que cumplimos aterrorizados por la posibilidad de un castigo eterno. Si es lo segundo, es que posiblemente todavía no hemos descubierto en Jesús el rostro misericordioso y lleno de ternura del Dios que es amor y que no puede ser otra cosa que amor.

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