Amigas, amigos:
La semana pasada, en las consideraciones “homiléticas” en torno al bautismo de Jesús, quedó pendiente una enrevesada cuestión: el pecado original. ¿Lograré aclarar algo en unas pocas líneas? Debo intentarlo, aunque me temo que en algunos aumente la confusión.
“Pecado original”: lo que tradicionalmente se ha entendido por tal, lo que la inmensa mayoría -sean creyentes o no lo sean- siguen entendiendo con esa expresión es bastante descabellado e imposible de “creer”. (Y diré de entrada, o de paso: ningún creyente ha de “creer” nada que le parezca contrario a la razón y no pasa nada por ello, pues la fe no se juega en creencias; tan sólo, a veces se traduce en ellas o a veces se apoya en ellas). Al oír “pecado original”, casi todos piensan aún en una “caída” culpable de la primera pareja o de los primeros ancestros de la humanidad (pero ¿de cuál de las especies humanas?), una caída cuya culpa seguiríamos “heredando” al nacer todos los descendientes (¿cómo se hereda una culpa?), y no sólo seguiríamos heredando la culpa, sino también padeciendo en nuestra carne su atroz castigo (¡qué dios más monstruoso, por Dios!): la “pérdida” del paraíso, es decir, de la “inmortalidad” humana en la tierra y de la “integridad” o armonía de todos nuestros deseos personales y colectivos (¿puede alguien imaginar al homo habilis, o al antecesor de Atapuerca, o a los primeros sapiens inmortales y felices, en medio de terribles fieras y fríos).
No tiene sentido. O tal vez sí tiene sentido, pero no ese sentido literal e histórico, sino otro muy distinto. De modo que nos vemos abocados a una doble alternativa: o bien seguimos utilizando la expresión “pecado original” para decir algo distinto de lo que a todos sugiere, o bien simplemente abandonamos la expresión sin dejar por ello de considerar de cerca la condición humana, esta nuestra condición trágica y sufriente. Yo sería partidario de esta segunda opción.
Releamos Génesis 3. Es un mito genial que describe -no explica- un drama tan universal como impenetrable. Lo que en él se narra nunca sucedió así, pero ha sido y sigue siendo real, tristemente real. Eso es un mito: lo que nunca sucedió, pero siempre sigue teniendo lugar. Ahí les tenemos, eso somos: una pareja humana, él Adán (”ser humano”) y ella Eva (”viviente”), es decir, cualquier ser humano, siempre a la vez individuo-pareja-grupo (yo, tú, él; nosotros, vosotros, ellos); un ser humano que malogra lo que es y posee mientras aspira a lo que no es ni posee; un ser humano que anhela un paraíso pero lo hace imposible; un ser humano que no acierta a saber lo que desea, que no alcanza a hacer el bien que querría hacer ni a evitar el daño que querría evitar; un ser humano que por un trágico error se empeña en ser Dios a la inversa, conquistando en vez da acogiendo; un ser humano que no consigue hacer las paces consigo y se esfuerza vanamente en liberarse de su mala conciencia, de su profunda inseguridad y de su íntima “vergüenza” acusando a su compañero/a; un ser humano, en suma, demasiado débil y desamparado, habitado por el miedo. El miedo, el miedo, el miedo.
Tú eres Adán y Eva. Miras en ti, y reconoces la codicia desmesurada, el deseo de erigirte en único centro caiga quien caiga, la disimulada tendencia a dictar el bien y el mal, la indisimulada tentación de la inocencia, el miedo disfrazado de culpabilidad, de acusación y de vergüenza, la armonía siempre rota, la relación imposible. Miras el mundo y reconoces la historia desgarrada por muchos Caínes que siguen asesinando a innumerables Abeles, te espantas de tantos diluvios universales de bombas y de hambre, te sientes inmerso en Babeles planetarios de desinformación, en torres de mentira que llegan hasta el cielo. Y te preguntas quién es el culpable, y te aturde un coro de ecos discordantes: “Yo no he sido, ha sido él”. Todo el mundo se exculpa y todo el mundo acusa y busca culpables.
De todo eso nos habla Génesis 3, pero no lo llama “pecado original”. De eso nos habla también Pablo, y en Romanos 5,12-14 insiste en que tal es la condición humana universal “desde el principio”, pero tampoco él habla nunca de “pecado original”, y en ningún lugar afirma que “heredemos” la culpa y el castigo de Adán; Pablo afirma más bien que todos cargamos con la culpa y el castigo de nuestros propios actos, puesto que todos pecamos (v. 12), en una historia extraviada desde el principio por “Adán”, es decir, el ser humano o la humanidad.
Fue San Agustín (354-430), en debate con el monje teólogo Pelagio, el que creó la expresión “pecado original” con las connotaciones tradicionales que he señalado arriba, y su autoridad y prestigio se impusieron en el concilio de Cartago (año 418). Agustín echa mano de un razonamiento pintoresco: la Iglesia bautiza a los niños (una práctica que venía de muy atrás, pero que no se generalizó hasta el s. V); es así que el bautismo es para el perdón, luego los niños nacen en pecado; es así que no puede ser un pecado personal, luego es el pecado de Adán. Y el obispo de Hipona pretendió hallar el fundamento bíblico de esa postura en el texto de Romanos 5,12; sólo que lo entendió mal por saber poco griego (él que sabía tantas cosas): donde Pablo afirma “puesto que (o como) todos hemos pecado”, Agustín -siguiendo a Jerónimo y contradiciendo a Pelagio, cuya traducción del texto era la correcta- tradujo “en él (en Adán) hemos pecado”, y entendió en consecuencia que heredamos la culpa y el castigo de Adán y Eva. Una idea que a Pablo nunca se le pasó por la cabeza. Alguien escribió con razón que el pecado original tiene su origen en un “pecado gramatical”.
En conclusión, la construcción que elaboró San Agustín y sigue enseñando el dogma no hay por dónde agarrarla; sin embargo, lo que narra Génesis 3 en forma de mito es terriblemente actual y verdadero, más actual y verdadero que el último teletipo de las agencias de noticias. Y la pregunta más pertinente ante el daño que nos habita y nos envuelve no es: “¿Quién es el culpable?” No es ésa la pregunta. Tú y yo, todos y cada uno, hemos nacido en esta historia doliente, uno de cuyos últimos episodios crueles ha sido el exterminio de palestinos por parte de aquellos mismos cuyos padres fueron exterminados por otros; así transcurre la historia como una inmensa rueda, de venganza en venganza, de desventura en desventura. Nadie es el culpable último, lo buscarás en balde. El peor asesino también ha sido víctima. Pero de poco nos sirve quedarnos ahí, excusando o acusando. Hemos de mirar adelante, y denunciar como el profeta hasta el amanecer, y plantarnos ante las fuerzas que invaden, pero mirando adelante, creyendo en el futuro y confiando en la bondad. ¡Ojalá nunca te sientas culpable, pero siempre estés dispuesto a ser responsable, es decir: a cargar con el pasado, a responder por el presente, a crear otro futuro! ¡Y ojalá, cada día, puedas también disfrutar y descansar! El debate de la culpa no tiene sentido ni salida. Somos una especie inacabada, no hemos evolucionado aún lo bastante; algún día el azar o la ciencia o la espiritualidad (las tres) permitirán a nuestra especie o a otra especie dar un gran salto que permita convivir, cuidarse, disfrutar unos con otros sin miedo y sin codicia. Entonces, también Dios descansará, gozará, será.
Mientras tanto, Dios camina y busca, sufre y goza con nosotros. No “perdona” -el perdón es una categoría tan deforme como la culpa y el castigo-, sino que nos acompaña; es ternura y bondad en la entraña del ser. Alienta en nosotros y, con nuestro aliento, crea futuro. Amiga, amigo, mira al pasado, pero mira más al futuro. Dios guarda el pasado en su memoria dolida y tierna, pero sin cesar va abriendo futuro, un futuro para la bondad dichosa. Es el futuro que susurran las aguas del bautismo.
Para orar
No desistas, Señor, sigue insistiendo
en venir a nosotros, en hacerte
vecino del dolor y de la lágrima.
Ven más cada mañana, nunca dejes
de acercarte.
Sucede
que la arcilla es así,
que está rajada
de añoranza y de amor
y nuestro cántaro
se nos queda sin sol, se cuela el agua
hacia Ti.
Sigue empeñado,
a pesar de nosotros y la aurora,
viniendo a nuestra sed.
Llegará un día
en que todo estará
como Tú quieras.
(Anónimo)
La semana pasada, en las consideraciones “homiléticas” en torno al bautismo de Jesús, quedó pendiente una enrevesada cuestión: el pecado original. ¿Lograré aclarar algo en unas pocas líneas? Debo intentarlo, aunque me temo que en algunos aumente la confusión.
“Pecado original”: lo que tradicionalmente se ha entendido por tal, lo que la inmensa mayoría -sean creyentes o no lo sean- siguen entendiendo con esa expresión es bastante descabellado e imposible de “creer”. (Y diré de entrada, o de paso: ningún creyente ha de “creer” nada que le parezca contrario a la razón y no pasa nada por ello, pues la fe no se juega en creencias; tan sólo, a veces se traduce en ellas o a veces se apoya en ellas). Al oír “pecado original”, casi todos piensan aún en una “caída” culpable de la primera pareja o de los primeros ancestros de la humanidad (pero ¿de cuál de las especies humanas?), una caída cuya culpa seguiríamos “heredando” al nacer todos los descendientes (¿cómo se hereda una culpa?), y no sólo seguiríamos heredando la culpa, sino también padeciendo en nuestra carne su atroz castigo (¡qué dios más monstruoso, por Dios!): la “pérdida” del paraíso, es decir, de la “inmortalidad” humana en la tierra y de la “integridad” o armonía de todos nuestros deseos personales y colectivos (¿puede alguien imaginar al homo habilis, o al antecesor de Atapuerca, o a los primeros sapiens inmortales y felices, en medio de terribles fieras y fríos).
No tiene sentido. O tal vez sí tiene sentido, pero no ese sentido literal e histórico, sino otro muy distinto. De modo que nos vemos abocados a una doble alternativa: o bien seguimos utilizando la expresión “pecado original” para decir algo distinto de lo que a todos sugiere, o bien simplemente abandonamos la expresión sin dejar por ello de considerar de cerca la condición humana, esta nuestra condición trágica y sufriente. Yo sería partidario de esta segunda opción.
Releamos Génesis 3. Es un mito genial que describe -no explica- un drama tan universal como impenetrable. Lo que en él se narra nunca sucedió así, pero ha sido y sigue siendo real, tristemente real. Eso es un mito: lo que nunca sucedió, pero siempre sigue teniendo lugar. Ahí les tenemos, eso somos: una pareja humana, él Adán (”ser humano”) y ella Eva (”viviente”), es decir, cualquier ser humano, siempre a la vez individuo-pareja-grupo (yo, tú, él; nosotros, vosotros, ellos); un ser humano que malogra lo que es y posee mientras aspira a lo que no es ni posee; un ser humano que anhela un paraíso pero lo hace imposible; un ser humano que no acierta a saber lo que desea, que no alcanza a hacer el bien que querría hacer ni a evitar el daño que querría evitar; un ser humano que por un trágico error se empeña en ser Dios a la inversa, conquistando en vez da acogiendo; un ser humano que no consigue hacer las paces consigo y se esfuerza vanamente en liberarse de su mala conciencia, de su profunda inseguridad y de su íntima “vergüenza” acusando a su compañero/a; un ser humano, en suma, demasiado débil y desamparado, habitado por el miedo. El miedo, el miedo, el miedo.
Tú eres Adán y Eva. Miras en ti, y reconoces la codicia desmesurada, el deseo de erigirte en único centro caiga quien caiga, la disimulada tendencia a dictar el bien y el mal, la indisimulada tentación de la inocencia, el miedo disfrazado de culpabilidad, de acusación y de vergüenza, la armonía siempre rota, la relación imposible. Miras el mundo y reconoces la historia desgarrada por muchos Caínes que siguen asesinando a innumerables Abeles, te espantas de tantos diluvios universales de bombas y de hambre, te sientes inmerso en Babeles planetarios de desinformación, en torres de mentira que llegan hasta el cielo. Y te preguntas quién es el culpable, y te aturde un coro de ecos discordantes: “Yo no he sido, ha sido él”. Todo el mundo se exculpa y todo el mundo acusa y busca culpables.
De todo eso nos habla Génesis 3, pero no lo llama “pecado original”. De eso nos habla también Pablo, y en Romanos 5,12-14 insiste en que tal es la condición humana universal “desde el principio”, pero tampoco él habla nunca de “pecado original”, y en ningún lugar afirma que “heredemos” la culpa y el castigo de Adán; Pablo afirma más bien que todos cargamos con la culpa y el castigo de nuestros propios actos, puesto que todos pecamos (v. 12), en una historia extraviada desde el principio por “Adán”, es decir, el ser humano o la humanidad.
Fue San Agustín (354-430), en debate con el monje teólogo Pelagio, el que creó la expresión “pecado original” con las connotaciones tradicionales que he señalado arriba, y su autoridad y prestigio se impusieron en el concilio de Cartago (año 418). Agustín echa mano de un razonamiento pintoresco: la Iglesia bautiza a los niños (una práctica que venía de muy atrás, pero que no se generalizó hasta el s. V); es así que el bautismo es para el perdón, luego los niños nacen en pecado; es así que no puede ser un pecado personal, luego es el pecado de Adán. Y el obispo de Hipona pretendió hallar el fundamento bíblico de esa postura en el texto de Romanos 5,12; sólo que lo entendió mal por saber poco griego (él que sabía tantas cosas): donde Pablo afirma “puesto que (o como) todos hemos pecado”, Agustín -siguiendo a Jerónimo y contradiciendo a Pelagio, cuya traducción del texto era la correcta- tradujo “en él (en Adán) hemos pecado”, y entendió en consecuencia que heredamos la culpa y el castigo de Adán y Eva. Una idea que a Pablo nunca se le pasó por la cabeza. Alguien escribió con razón que el pecado original tiene su origen en un “pecado gramatical”.
En conclusión, la construcción que elaboró San Agustín y sigue enseñando el dogma no hay por dónde agarrarla; sin embargo, lo que narra Génesis 3 en forma de mito es terriblemente actual y verdadero, más actual y verdadero que el último teletipo de las agencias de noticias. Y la pregunta más pertinente ante el daño que nos habita y nos envuelve no es: “¿Quién es el culpable?” No es ésa la pregunta. Tú y yo, todos y cada uno, hemos nacido en esta historia doliente, uno de cuyos últimos episodios crueles ha sido el exterminio de palestinos por parte de aquellos mismos cuyos padres fueron exterminados por otros; así transcurre la historia como una inmensa rueda, de venganza en venganza, de desventura en desventura. Nadie es el culpable último, lo buscarás en balde. El peor asesino también ha sido víctima. Pero de poco nos sirve quedarnos ahí, excusando o acusando. Hemos de mirar adelante, y denunciar como el profeta hasta el amanecer, y plantarnos ante las fuerzas que invaden, pero mirando adelante, creyendo en el futuro y confiando en la bondad. ¡Ojalá nunca te sientas culpable, pero siempre estés dispuesto a ser responsable, es decir: a cargar con el pasado, a responder por el presente, a crear otro futuro! ¡Y ojalá, cada día, puedas también disfrutar y descansar! El debate de la culpa no tiene sentido ni salida. Somos una especie inacabada, no hemos evolucionado aún lo bastante; algún día el azar o la ciencia o la espiritualidad (las tres) permitirán a nuestra especie o a otra especie dar un gran salto que permita convivir, cuidarse, disfrutar unos con otros sin miedo y sin codicia. Entonces, también Dios descansará, gozará, será.
Mientras tanto, Dios camina y busca, sufre y goza con nosotros. No “perdona” -el perdón es una categoría tan deforme como la culpa y el castigo-, sino que nos acompaña; es ternura y bondad en la entraña del ser. Alienta en nosotros y, con nuestro aliento, crea futuro. Amiga, amigo, mira al pasado, pero mira más al futuro. Dios guarda el pasado en su memoria dolida y tierna, pero sin cesar va abriendo futuro, un futuro para la bondad dichosa. Es el futuro que susurran las aguas del bautismo.
Para orar
No desistas, Señor, sigue insistiendo
en venir a nosotros, en hacerte
vecino del dolor y de la lágrima.
Ven más cada mañana, nunca dejes
de acercarte.
Sucede
que la arcilla es así,
que está rajada
de añoranza y de amor
y nuestro cántaro
se nos queda sin sol, se cuela el agua
hacia Ti.
Sigue empeñado,
a pesar de nosotros y la aurora,
viniendo a nuestra sed.
Llegará un día
en que todo estará
como Tú quieras.
(Anónimo)
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