Por Fray Nelson Medina op
Queridos Amigos en la Fe,
Si preguntamos a los diarios, a los periódicos, cuál es la mayor diferencia entre el mundo de hace un año y nuestro mundo actual, creo que un buen número de respuestas apuntarían hacia la palabra recesión. Es el término que está todos los días en las noticias, por estas fechas, y con él, una lista penosa de males: desempleo, quiebra, baja en la inversión, pérdida de vivienda, etc. Dos hechos hacen más sombrío el panorama: saber que la crisis tiene proporciones globales y comprender que sencillamente nadie tiene una solución a corto plazo, una “receta” para salir del mal momento.
Muy pronto nosotros, los cristianos, con el Papa a la cabeza, hemos reconocido que la presente situación no se limita a un juego de finanzas o una danza de números en las pantallas de las bolsas de valores. Las decisiones u omisiones que han conducido al estado actual de cosas fueron tomadas por seres humanos y es apenas natural que esas omisiones o decisiones estén afectando ahora a muchos otros, miles de millones de otros seres humanos. Es aquí donde asoman las dimensiones éticas y morales de la crisis financiera. Palabras como engaño, codicia, negligencia o arrogancia han saltado de los manuales y catecismos y están salpicando las páginas de los diarios. Al parecer estamos redescubriendo que existe algo que se llama pecado, y que el pecado sí que afecta la vida humana, para peor: empobreciéndola, desfigurándola, entristeciéndola, ensuciándola.
La realidad y maldad del pecado sencillamente no se puede ocultar cuando vemos que muchos de los fraudes que costarán sus viviendas a millones de personas fueron perpetrados fríamente por altos ejecutivos que ya tenían y tienen dinero a mares, para vivir como reyes y para dejar una herencia jugosa a sus hijos y nietos. Mientras que muchos tienen que salir de sus casas porque las han perdido, algunos de estos delincuentes de cuello blanco han salido también de sus casas… porque se han fugado. Claramente no pierden la esperanza de disfrutar en lo oculto el producido de sus fechorías.
Sin embargo, sería desproporcionado atribuir toda la crisis a unos pocos, por más astutos que fueran. Es interesante, pienso yo, el tono del discurso del presidente Obama, cuando, en pocas palabras, recuerda a sus conciudadanos que “estábamos viviendo por encima de nuestros medios.” Uno de los nombres que tiene la situación actual es “crisis del crédito,” y hay razón para ese apelativo porque, en efecto, el afán de lucro de los grandes almacenes se hermanó con la ilusión de ser millonarios en muchos ciudadanos comunes, y la gente empezó a gastar de modo desproporcionado, descomunal. Por un tiempo eso pudo parecer bueno porque un mayor gasto es un incentivo para una mayor producción–una ley de la economía que sirvió para abrir el apetito de los accionistas que ven cómo las empresas reportan cada vez ingresos mayores y mayores. A la ilusión del que lo compra todo a crédito siguió la ilusión del accionista que cree que la producción puede aumentarse sin límite. Se trataba de una burbuja que se hinchaba de modo mórbido y que tenía que explotar.
La explosión del burbuja del crédito reveló otro aspecto, en parte siniestro, de nuestro sistema capitalistas. Las deudas, respaldadas por hipotecas, que los ciudadanos comunes adquirían, se convirtieron en una especie de “moneda corriente” ya no entre ciudadanos sino entre bancos y países enteros. Un banco podía tomar los papeles que certificaban la deuda de millones de personas y pasar esos papeles a otro banco de modo que los deudores seguían debiendo lo mismo (deseablemente) pero ya no a la misma entidad. Este truco hizo que el dinero que no existía, dinero que solo se adeudaba, pasara por dinero real. No hay que ser un genio para reconocer la fragilidad de este modo de negociar. Así como las personas tenían cosas que en realidad no habían pagado, los bancos tenían “dinero” que en realidad no habían recibido. Para completar el cuadro, los accionistas tanto de los almacenes como de los bancos tenían papeles que certificaban que todo iba bien y que sólo podía ir mejor.
El último recurso, ¿cuál es? El Estado mismo. Cuando oímos de cifras de millones de millones de dólares el cerebro no sabe dónde apoyarse para imaginar lo que está sucediendo. Tales son los guarismos requeridos para hacer real el dinero que los bancos creían tener, a ver si eso hace real las posesiones (hipotecas) que la gente creía tener. Sin embargo, los “salvavidas” hechos a base de dinero dejan intactas la mayor parte de las enfermedades financieras precedentes, en el sentido de que nadie tiene en este momento un reemplazo para el estímulo en la producción, y nadie lo puede tener porque la producción misma estaba al servicio no de la necesidad sino de la ganancia.
Dicho de otro modo: la mayor parte de los salvavidas ofrecidos por los gobiernos no van a solucionar las necesidades sino a consolidar los márgenes de ganancia que hagan viable la existencia de las entidades del sector. Uno ve que esto es así cuando examina con algún detalle qué significa hoy la palabra “quiebra.” No, no es una palabra para decir: “No tengo cómo responder a mis deudas.” En el mundo de hoy significa el equivalente a: “Me retiro del juego; ya este no me gustó.” Y en efecto, uno no ve a la gente “quebrada” en situación de pasar necesidad. Declaran sus empresas en quiebra, sacan sus castañas del fuego, y todo su patrimonio personal queda intacto y listo para ser disfrutado. Esta actitud, según la cual es el pobre quien tiene que sufrir el temporal mientras que el rico y poderoso solo tiene que dar explicaciones “técnicas” produce olas de malestar que se manifiestan en protestas contra los gobiernos. Ha sucedido en Francia, Inglaterra, Irlanda, Alemania, y no sería extraño que se extendiera. Pero, sin ser adivinos, es poco lo que se puede lograr con esas protestas que, en el fondo, lo que quieren decir es: “Oye, ricachón: duele y da ira que tengas ese corazón de piedra, que sólo mira por sus propios intereses…” Y sí, el problema está ahí, ahí donde lo señaló la Biblia hace muchos siglos, ahí donde lo han denunciado nuestros Papas: en el corazón humano.
Tal es una visión del contexto global en que nos llega esta Cuaresma. Con una necesidad urgente de volver la mirada hacia ese corazón nuestro que tiene tanta capacidad de engañarse y de engañar. Este corazón que anhela una felicidad infinita y quiere pedírsela al dinero, a los bancos, a los gobiernos. Este corazón que es ávido para recibir y tardo para compartir. Este corazón que es cobarde, remiso, rebelde, testarudo, apegado a la tierra y miope para el cielo. Este corazón que necesita oír el mensaje de los profetas y el mensaje de la cuaresma:
“¡Convertíos, y creed en el Evangelio!”
Muy pronto nosotros, los cristianos, con el Papa a la cabeza, hemos reconocido que la presente situación no se limita a un juego de finanzas o una danza de números en las pantallas de las bolsas de valores. Las decisiones u omisiones que han conducido al estado actual de cosas fueron tomadas por seres humanos y es apenas natural que esas omisiones o decisiones estén afectando ahora a muchos otros, miles de millones de otros seres humanos. Es aquí donde asoman las dimensiones éticas y morales de la crisis financiera. Palabras como engaño, codicia, negligencia o arrogancia han saltado de los manuales y catecismos y están salpicando las páginas de los diarios. Al parecer estamos redescubriendo que existe algo que se llama pecado, y que el pecado sí que afecta la vida humana, para peor: empobreciéndola, desfigurándola, entristeciéndola, ensuciándola.
La realidad y maldad del pecado sencillamente no se puede ocultar cuando vemos que muchos de los fraudes que costarán sus viviendas a millones de personas fueron perpetrados fríamente por altos ejecutivos que ya tenían y tienen dinero a mares, para vivir como reyes y para dejar una herencia jugosa a sus hijos y nietos. Mientras que muchos tienen que salir de sus casas porque las han perdido, algunos de estos delincuentes de cuello blanco han salido también de sus casas… porque se han fugado. Claramente no pierden la esperanza de disfrutar en lo oculto el producido de sus fechorías.
Sin embargo, sería desproporcionado atribuir toda la crisis a unos pocos, por más astutos que fueran. Es interesante, pienso yo, el tono del discurso del presidente Obama, cuando, en pocas palabras, recuerda a sus conciudadanos que “estábamos viviendo por encima de nuestros medios.” Uno de los nombres que tiene la situación actual es “crisis del crédito,” y hay razón para ese apelativo porque, en efecto, el afán de lucro de los grandes almacenes se hermanó con la ilusión de ser millonarios en muchos ciudadanos comunes, y la gente empezó a gastar de modo desproporcionado, descomunal. Por un tiempo eso pudo parecer bueno porque un mayor gasto es un incentivo para una mayor producción–una ley de la economía que sirvió para abrir el apetito de los accionistas que ven cómo las empresas reportan cada vez ingresos mayores y mayores. A la ilusión del que lo compra todo a crédito siguió la ilusión del accionista que cree que la producción puede aumentarse sin límite. Se trataba de una burbuja que se hinchaba de modo mórbido y que tenía que explotar.
La explosión del burbuja del crédito reveló otro aspecto, en parte siniestro, de nuestro sistema capitalistas. Las deudas, respaldadas por hipotecas, que los ciudadanos comunes adquirían, se convirtieron en una especie de “moneda corriente” ya no entre ciudadanos sino entre bancos y países enteros. Un banco podía tomar los papeles que certificaban la deuda de millones de personas y pasar esos papeles a otro banco de modo que los deudores seguían debiendo lo mismo (deseablemente) pero ya no a la misma entidad. Este truco hizo que el dinero que no existía, dinero que solo se adeudaba, pasara por dinero real. No hay que ser un genio para reconocer la fragilidad de este modo de negociar. Así como las personas tenían cosas que en realidad no habían pagado, los bancos tenían “dinero” que en realidad no habían recibido. Para completar el cuadro, los accionistas tanto de los almacenes como de los bancos tenían papeles que certificaban que todo iba bien y que sólo podía ir mejor.
El último recurso, ¿cuál es? El Estado mismo. Cuando oímos de cifras de millones de millones de dólares el cerebro no sabe dónde apoyarse para imaginar lo que está sucediendo. Tales son los guarismos requeridos para hacer real el dinero que los bancos creían tener, a ver si eso hace real las posesiones (hipotecas) que la gente creía tener. Sin embargo, los “salvavidas” hechos a base de dinero dejan intactas la mayor parte de las enfermedades financieras precedentes, en el sentido de que nadie tiene en este momento un reemplazo para el estímulo en la producción, y nadie lo puede tener porque la producción misma estaba al servicio no de la necesidad sino de la ganancia.
Dicho de otro modo: la mayor parte de los salvavidas ofrecidos por los gobiernos no van a solucionar las necesidades sino a consolidar los márgenes de ganancia que hagan viable la existencia de las entidades del sector. Uno ve que esto es así cuando examina con algún detalle qué significa hoy la palabra “quiebra.” No, no es una palabra para decir: “No tengo cómo responder a mis deudas.” En el mundo de hoy significa el equivalente a: “Me retiro del juego; ya este no me gustó.” Y en efecto, uno no ve a la gente “quebrada” en situación de pasar necesidad. Declaran sus empresas en quiebra, sacan sus castañas del fuego, y todo su patrimonio personal queda intacto y listo para ser disfrutado. Esta actitud, según la cual es el pobre quien tiene que sufrir el temporal mientras que el rico y poderoso solo tiene que dar explicaciones “técnicas” produce olas de malestar que se manifiestan en protestas contra los gobiernos. Ha sucedido en Francia, Inglaterra, Irlanda, Alemania, y no sería extraño que se extendiera. Pero, sin ser adivinos, es poco lo que se puede lograr con esas protestas que, en el fondo, lo que quieren decir es: “Oye, ricachón: duele y da ira que tengas ese corazón de piedra, que sólo mira por sus propios intereses…” Y sí, el problema está ahí, ahí donde lo señaló la Biblia hace muchos siglos, ahí donde lo han denunciado nuestros Papas: en el corazón humano.
Tal es una visión del contexto global en que nos llega esta Cuaresma. Con una necesidad urgente de volver la mirada hacia ese corazón nuestro que tiene tanta capacidad de engañarse y de engañar. Este corazón que anhela una felicidad infinita y quiere pedírsela al dinero, a los bancos, a los gobiernos. Este corazón que es ávido para recibir y tardo para compartir. Este corazón que es cobarde, remiso, rebelde, testarudo, apegado a la tierra y miope para el cielo. Este corazón que necesita oír el mensaje de los profetas y el mensaje de la cuaresma:
“¡Convertíos, y creed en el Evangelio!”
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