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sábado, 28 de febrero de 2009

I Domingo de Cuaresma - Ciclo B: La predicación coja

Génesis 9,8 15; 1 Pedro 3, 18-22; Marcos 1, 12-15
Por A. Pronzato

Lo inacabado del párroco

¿Cómo podría definirla? Repensándolo con calma, la predicación del inicio de la cuaresma ha sido una predicación coja. O de las amnesias (espero que involuntarias). O también en dirección única. Tantas cosas hermosas, justas, interesantes, y hasta profundas, pero al mismo tiempo algunos vacíos bastante llamativos.

Conclusiones indiscutibles del tema desde el punto de vista lógico, pero decididamente unilaterales. Nada que decir acerca de la actualización, que siempre es la pista de aterrizaje del sermón, pero el campo elegido resultaba más bien reducido y excluía territorios que deberían haberse tocado.

En suma, la sensación de una construcción que se inclinaba hacia un lado. Sería exagerado y hasta banal sacar a relucir la torre de Pisa. Mas bien, he tenido la impresión de algo inacabado.

Así pues, el sacerdote, refiriéndose al final del diluvio, anunciado por el arco iris en un cielo hasta ahora tempestuoso, se ha sentido en el deber de amonestar gravemente: «...Pero no tenéis que pensar que, al final, con Dios todo se ajusta y, por tanto, no hay por qué preocuparse y se puede continuar tranquilamente haciendo el mal que se quiera». Sacrosanta advertencia. Pero que tendría que haber sido completada con esa estupenda expresión que aparece en la Carta de Pedro: «Cuando la paciencia de Dios aguardaba en tiempos de Noé...».

Y no sólo en tiempos de Noé. Tengo motivos para pensar que la paciencia de Dios aún no se ha agotado, a pesar del cúmulo de tonterías que nosotros podamos almacenar. La paciencia de Dios aguanta, aunque nosotros hagamos todo lo posible para ponerla a prueba.

Sí, no hay que abusar de ella. Pero tampoco es lícito dejar caer que la estación de la paciencia de Dios ya ha pasado. La paciencia de Dios, para ventaja nuestra, continúa... aguantando.



El arma colgada de un gancho

Después el predicador, ateniéndose a su actualísima cultura bíblica (que, por lo que sospecho, no se remonta a los años oscuros del seminario, sino que representa una laudable conquista personal reciente), nos ha explicado que la palabra que se traduce habitualmente por arco iris, puede significar, según los estudiosos peritos en la materia, otra cosa: sería el arco de guerra. En ese caso la imagen que se deriva de ahí resultaría también muy bella: Dios ha colgado en una nube el arco y ha tirado las flechas. Ya no recurrirá a él para herir a los hombres culpables.

Y aquí me hubiera gustado hacer presente a nuestro párroco que no todos sus hermanos piensan lo mismo. Algunos de ellos añoran ese arco que quedó inutilizado, y en el fondo de su corazón desearían que «el buen Dios» (!), de vez en cuando, lo volviese a tomar en su mano, cargado de flechas afiladas, y que apuntase con precisión (cosa no difícil porque se trata, normalmente, de blancos voluminosos, fáciles de ver) y fulminase a un discreto número de pecadores impenitentes, sin dejarles escapatoria. Así, para hacerse respetar y llamar al orden.

Mi mujer, recientemente, ha oído por la radio a un predicador, muy popular en ciertos ambientes, amenazar a una mujer que había manifestado un propósito lamentable: «Si hace eso, Dios la castigará».

Evidentemente alguien ha rescatado la flechas que el Señor, en tiempos de Noé, había tirado, y agradecería mucho que el Dios de la paciencia sin límites y de la misericordia inagotable lo repensara, posiblemente poniendo al día su armería, ya «en desuso» (empleando ese vocablo tan querido a nuestro «joven coadjutor»). Esa que, en términos militares, me parece que se llama «estrategia de la disuasión».

Dense cuenta. Si precisamente el buen Dios sintiese nostalgia del arco y de las flechas, podría divertirse útilmente clavando la lengua (entiéndase bien, de manera indolora) de algún representante suyo desconsideradamente locuaz.

Aparte el fogoso y vulgar predicador radiofónico, hay que reconocer que muchos curas, también hoy, se sienten portadores (abusivos) de los castigos y de las amenazas terroríficas de Dios, más que de las promesas del Dios de la alianza eterna («Yo hago un pacto con vosotros..., recordaré mi pacto con vosotros...»). No dudan en recurrir al chantaje del miedo. Ejercitan una especie de terrorismo espiritual. Si pudiesen, pintarían de negro el arco iris.

El Señor ha asegurado que «el diluvio no volverá a destruir la vida». Pero algún dispensador de sus bienes piensa e incluso deja entender que a lo mejor sería el momento de reconsiderar el asunto, dado que se agrava la situación.

La nostalgia de Júpiter, divinidad tonante y asaeteadora, de vez en cuando aflora también en campo eclesial. Se diría que la tiznada fragua de Vulcano, con brasas, hierro candente y flechas afiladas, se ha establecido en las sacristías y alrededores.

Según ciertos «celosos», el Padre que manda la lluvia tanto sobre los campos de los buenos como de los malos (Mt 5, 44­45), debería corregir un poco el tiro y hacer intervenciones con mejor puntería (como las llamadas «bombas inteligentes»), golpeando con una bonita granizada las viñas de los incrédulos.



Un molesto prurito en la lengua

Pero sobre todo al comentar la página del evangelio es cuando el cura se ha inclinado de un lado, y he sentido en la lengua un prurito molesto.

Después de haber adelantado que Marcos no refiere los detalles de las tentaciones sufridas por Jesús, lo que sí hacen

Mateo y Lucas, ha dicho que aquel vacío podía llenarse útilmente, es más, quizás se había dejado aposta para que nosotros colocáramos dentro el contenido de nuestras tentaciones habituales, un ejercicio recomendable sobre todo en tiempo de cuaresma.

El presbítero de nuestra comunidad nos ha echado una mano en ese ejercicio, sugiriendo que quizás la tentación más frecuente y actual para muchos creyentes fuese la de la facilidad.

Ha precisado: «Hoy muchos de vosotros pretenden eso que un obispo llamaba `cristianismo a la carta'. Como en el restaurante: se eligen los platos más apetitosos para nuestro paladar, descartando lo que no nos gusta. Del mensaje cristiano se toma únicamente lo que no es demasiado incómodo. Se acoge la palabra de Dios, mientras sea tranquilizadora y consoladora, pero que no nos moleste, que no nos inquiete demasiado. Se acepta un Dios que está de acuerdo con nosotros, con nuestra mentalidad `moderna' y nuestras opciones, pero se aparta la idea de un Dios que nos critica, que tiene algo que censurar en nuestra conducta. Al cura se le acepta cuando habla de las cosas del alma, pero que no se arriesgue a hablar de justicia, de honestidad en los negocios, y de otros asuntos personales.

En una palabra, se pretenden facilidades, amplios descuentos sobre el precio original del compromiso cristiano...». Pero al llegar aquí, nuestro pastor ha indicado, entre los atajos de facilidad emprendidos por nuestra fe escasa, «la búsqueda exasperada de milagrismo y la carrera desenfrenada hacia lugares de presuntas apariciones».

Bien dicho, diagnóstico perfecto. Pero, a mi parecer, debería haber añadido que muchos colegas suyos favorecen este peligroso atajo, organizando peregrinaciones en serie, escribiendo libros de amplia difusión (y se sabe que hay un importante público de buena boca y goloso de sucedáneos), favoreciendo la difusión de «mensajes», cuyo contenido, si se compara con la palabra de Dios que se nos entrega en la sagrada Escritura, es de una banalidad desoladora.

Finalmente, me habría esperado que, después de habernos apuntado las tentaciones en las que nosotros fieles caemos más fácilmente, nuestro párroco hubiese confesado, no digo sus tentaciones personales, sino al menos aquellas que hieren a la Iglesia y a sus ministros.

Y entonces lo intento yo. Mira, tengo la impresión de que amplios sectores de la Iglesia de hoy ceden con gusto a la tentación del espectáculo (con el soporte de personajes famosos de fe dudosa y discutible ejemplaridad), de las manifestaciones masivas, con una evidente complacencia por lo colosal, las cifras, y el consenso superficial. Se les ve satisfechos con los aplausos, más que preocupados por la adhesión interior.

En cuanto a los curas, especialmente de la nueva generación (y no solamente), me parece que la tentación más frecuente de la que son víctimas consentidoras es la popularidad. Confunden la eficacia de su misión con el éxito, el entusiasmo epidérmico y la efervescencia ruidosa. No pierden ocasión para exhibirse, publicitar sus iniciativas, hacer ver a todos que son valientes, dinámicos, inteligentes y, naturalmente, «abiertos», no como los demás...

Se ha acuñado una palabra fea para definir su enfermedad: contentamiento. Que significa: manía de complacer a toda costa, con el peligro a lo mejor de devaluar el mensaje que se les ha confiado.

Ellos no corren el riesgo de ser empujados por el Espíritu al desierto para dejarse tentar por el diablo. En efecto, no saben lo que es el desierto, y cuando oyen el nombre de Satanás esbozan una sonrisa de indulgencia.

Sufren sus tentaciones públicamente, en las plazas. La plaza es su tentación.

Si me equivoco, o si he exagerado, mi pastor está autorizado a corregirme. Creo que no habrá necesidad de las célebres flechas oxidadas para clavarme la lengua. Proveeré yo personalmente, con medios propios. Si se demostrase mi error, me comprometo a callar durante todo el tiempo de cuaresma. Y esto es válido también para los pensamientos malignos. Como penitencia escucharé sin respirar incluso las predicaciones claudicantes, a pesar del prurito que notaré seguramente en la punta de la lengua.

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