por Jesús Burgaleta
Palabra del Domingo. Homilías ciclo B. PPC. Madrid, 1984, pp. 115-117
Domingo VI del Tiempo Ordinario
Palabra del Domingo. Homilías ciclo B. PPC. Madrid, 1984, pp. 115-117
Domingo VI del Tiempo Ordinario

Y para que nadie se engañe, pensando en tierras lejanas como siempre, en EEUU o en la India, vamos a enfrentarnos con nuestra situación real. Nosotros tratamos a personas y colectivos como si fueran «leprosos».
No hay un día que no haya un conflicto con el pueblo gitano. No se le quiere integrado. No se le admite junto a los «payos». Se desesperan los barrios que tienen gitanos viviendo entre ellos. No gusta que los gitanos vayan a la misma escuela que la de nuestros hijos. Se habla mal de ellos; se mantiene una leyenda negra, se va aumentando con el paso del tiempo. ¡No los queremos! Los apartamos a nos apartamos. Nosotros somos los «puros», ellos los «impuros».
Cada cual debe examinarse sobre su comportamiento con los marginados clásicos. ¿Qué actitud mantenemos ante ellos? Con las personas que salen de la cárcel, con los delincuentes sin corbata y sin guante blanco, con los drogadictos, los alcohólicos, los travestis. Cuando tenemos oportunidad ¿los tratamos como se merece todo ser humano? Cuando hablamos de ellos, ¿van nuestras palabras cargadas de ironía o de desprecio? ¿Qué hacemos en medio de esta sociedad inmisericorde para reintegrarlos y devolverles el respeto que se merecen? ¿Nos da miedo que el trato con ellos nos llegue a contaminar?
Los exiliados. Que son una legión entre nosotros; un género de personas que, por desgracia, no se acaba nunca. Me refiero a los exiliados que no tienen «título»; a esos que cuando vienen aquí no aportan más que su tristeza, su desarraigo, su nostalgia. ¡Nos los quitamos como moscas! Sospechamos de ellos. Los hacemos chivos expiatorios de nuestras lacras. Nos comportamos así aun con aquellos que pertenecen a países hermanos. Hemos creado hasta un nombre despectivo: «Sudacas».
Y ¿qué decir de los que tienen la piel morena, los ojos negros y el pelo rizado? ¿Cómo nos comportamos con los hijos del Norte de África? Estos aún son más pobres y viven más desamparados que los exiliados. Y porque son pobres y van sucios y son muy débiles, nos molestan más, los ignoramos más y hasta los despreciamos. Nosotros somos «los puros», ellos los «impuros».
Entre nosotros mismos hay personas o grupos que son tenidos por «impuros». Entre una clase y otra, entre los miembros de un partido y otro, entre los que pertenecen a la ciudad o al campo –se los llama «paletos»–.
Y sobre todo, hay una clara marginación con los emigrantes interiores. Se tiene recelo de ellos, se los marca, hasta se les pone motes, se les pasa recibo, se les pide «pureza de sangre». Viven marcados, marginados, mal mirados. ¡No se les llega a integrar hasta la segunda o tercera generación! Y aún esto se consigue a costa de grandes sacrificios. ¿Es posible que sea tan miserable nuestro corazón? Se margina y se mira mal hasta a los trabajadores temporeros, que tienen que abandonar su casa de tiempo en tiempo para buscar el sustento.
Vivimos en una sociedad marginadora, excluyente. Nos hacemos dueños de un territorio, geográfico o cultural, y ahí imponemos nuestra ley y todo el que no cae bajo ella es considerado «impuro», se le echa o se le obliga a llevar una vida de perro.
Quiero poner hoy sobre esta realidad nuestra la sombra del comportamiento de Jesús: se acerca a un «impuro», viola la ley y lo toca y lo integra en la sociedad religiosa y civil que lo marginaba. Para Jesús el «impuro» es el que desprecia y margina a un hermano. La acogida al hermano, al que más lo necesita con más esmero, es lo único que puede hacer «santo» al ser humano.
Por lo que me da que pensar que nosotros y esta sociedad estamos bastante corrompidos.
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