Por A. Pronzato
Parece que no está prohibido mirar hacia atrás
El domingo he desertado de la misa parroquial, cogiendo el camino hacia el asilo adonde de vez en cuando voy a echar una mano y a entretener a los huéspedes que no ven la hora de poder hablar, con calma, de sus cosas, con alguien. Se celebraba la jornada del anciano.
Pero antes me he preocupado de leer los textos de las lecturas litúrgicas. Me ha impresionado, inmediatamente, y me ha dejado perplejo, la frase inicial de Isaías: «No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo». Mi hija teóloga me ha explicado el sentido exacto de esta extraña recomendación. El profeta quería simplemente decir que el Señor no se había limitado a realizar cosas prodigiosas en el pasado a favor de su pueblo, sino que actuaba también hoy y, por tanto, era necesario estar atentos para captar los signos del amor de Dios que se manifiesta en el presente. Por lo que no era el caso de mirar nostálgicamente hacia atrás, con el riesgo de no caer en la cuenta de lo que el Señor realizaba en la hora actual.
Además, Dios perdona nuestros pecados y las infidelidades del pasado. Y si él perdona nuestras culpas, también nosotros, más que pensar en los errores cometidos en el pasado, debemos preocuparnos de vivir el hoy de una manera distinta.
Todo bien. Pero en el asilo la fiesta, y en particular la celebración eucarística, estaba planteada en la dirección opuesta respecto a la indicada por Isaías. En efecto, el lema podía ser éste: «Recordemos el pasado. Recuperemos ciertas lecciones que nos vienen de los tiempos antiguos».
Pensándolo bien, las dos perspectivas, sólo aparentemente opuestas, no están en contradicción entre sí. Recuperar ciertos valores «de antes» significa, en el fondo, enriquecer el presente, e incluso injertar un elemento de novedad en la monotonía del mundo de hoy.
Volverse hacia atrás, en ciertos casos, quiere decir tener la garantía de no perder el sentido del camino. Pero es mejor que me atenga a la crónica del rito, muy sugestivo, en el que he participado con una cierta conmoción.
Cosas de otros tiempos
Toda la liturgia ha tenido como protagonistas activos a los mismos ancianos. Muchos participantes ocasionales, como el infrascrito, tenían las lágrimas en los ojos. Se habían desempolvado cantos de antaño, que podrían vanagloriarse de unos ochenta años al menos de glorioso servicio, en la iglesia y en las procesiones. Se han oído coros potentes, de rara intensidad, que han sorprendido un poco a todos, haciendo palidecer ciertas melodías guitarrosas o monsergas estúpidas hoy en boga.
Un grupo intrépido de huéspedes de la casa han hecho las lecturas y preces, incluso sin gafas.
Pero el momento más emocionante ha sido el del ofertorio. En efecto, se han presentado algunos símbolos aptos para caracterizar la vida de los tiempos pasados. Junto al altar se había colocado una gran cesta, llena hasta arriba de espigas y modestas flores del campo. La explicación (sacada directamente de las expresiones y de la experiencia de los mismos protagonistas) sonaba así:
«El cuévano nos recuerda el esfuerzo, la vida dura, los sacrificios. Adelante, hacia arriba por un sendero o vereda pedregosa, siempre de subida, paso a paso, con esfuerzo, paciencia, obstinación. El cuévano pesaba sobre la espalda, se tenía la impresión de que no se podía más, que la carga era excesiva. Pero el combustible estaba dentro, estaba en el corazón. El amor era la fuerza que nos sostenía en pie y nos hacía caminar. Y, al final, la satisfacción de haber aguantado, de no haber cedido...».
Después se entregaba al sacerdote un cestillo, con labores de punto: «Antes la mujer, cuando quería descansar, cogía las agujas. Había que arreglárselas, y mover con rapidez y habilidad los dedos. Remendar, coser, reparar, ahorrar...».
Y he ahí, naturalmente, el don por excelencia: «El pan ocupaba el centro de la mesa: alimento fundamental y cotidiano. Ganarse el pan era motivo de orgullo para todos. Ni con el esfuerzo más duro se compraba el auto de lujo, se compraba el pan... Por eso, el pan se respetaba, nada de desperdiciarlo, el pan desperdiciado era una especie de blasfemia... Antes la familia se reunía en torno a la mesa doméstica, sin distraerse por el reclamo de la televisión. En la mesa se hablaba, se comunicaba, se contaban cosas».
Otra oferta significativa: el rosario, y un libro de oraciones viejo, gastado (he anotado el título: La madre cristiana): «La oración ocupaba un lugar importante en la vida individual y en la familiar. Entonces se trabajaba mucho, ciertamente no menos que ahora, y no existían los medios que el progreso actual pone a disposición para ahorrar tiempo y esfuerzo. Y así y todo se encontraba tiempo para rezar. El rosario constituía el hilo robusto que unía la tierra con el cielo. Era el secreto de la capacidad y de la perseverancia en el bien. También el que no había leído muchos libros, mantenía la máxima familiaridad con el manual de oraciones, que ayuda a leer y a interpretar la vida en clave cristiana».
Para terminar, un signo particularmente evocador: el anillo de boda. «Promesa mantenida, a pesar de las adversidades, las tempestades, los imprevistos, las sacudidas más violentas, las dificultades de todo género. El amor es una cosa seria. No puede ser algo provisional y momentáneo. Lleva consigo la duración. El amor, bendecido por Dios, si es verdadero, auténtico, es para siempre».
Se preguntaba uno: ¿cosas de otros tiempos? Si fuese así, habría que concluir: desgraciadamente...
Hacer un agujero en el techo de la casa parroquial
Quizás sería cosa de acordarse del pasado también en relación a la estupenda escena descrita por el evangelio.
Al respecto, me sentía tentado a comentar: antes, por suerte, había pecadores y confesores que perdonaban, según el encargo recibido.
Hoy parece que han desaparecido los pecados. Sería más exacto decir: pecados se cometen todavía en gran cantidad, pero han desaparecido los pecadores. Y también se han disipado los confesores, que tienen otras muchas cosas que hacer. Por otra parte, muchos de nosotros proveen por su cuenta a absolverse, o también a decidir que los pecados no son pecados, y de todos modos ya no se llaman así, y no son cosas que tengan que ver con los curas.
En cuanto a los dispensadores de los dones de Dios, dicen que no tienen tiempo y dan a entender que encuentran incómodo el confesonario. Respecto de esto: mi hija ha traído a casa una revista de tema pastoral (y por tanto dedicada esencialmente a los curas) en la que aparecía un anuncio publicitario de una empresa especializada en provisiones para mobiliarios de iglesia.
Según esa propaganda, se habría fabricado un tipo modernísimo de confesonario, caro, hay que decirlo todo, pero muy confortable, con reclinatorio acolchado para el penitente, o también a elección, una butaquita mullida; para el confesor, el chisme venía dotado de un pequeño diván mórbido, y había además un mueble bar (en la eventualidad de que el cura, al oír ciertas cosas nefandas, se sienta mal y necesite de un reconstituyente para rehacerse). Asegurado el aire acondicionado para el verano y tibio para los meses de invierno. No se especificaba si se proveía también de un purgante para los que no consiguen librarse fácilmente de los pedruscos que llevan dentro.
Amenidades clericales aparte, yo, con permiso de Isaías, a quien creo haber explicado cómo están las cosas en la situación actual, reviso el pasado, cuando hacía de monaguillo, y añoro al viejo párroco que defendía, como un centinela fiel a la consigna, la zona cercana al viejo, rústico confesonario, donde la gente se colocaba aunque estuviera incómoda, pero que parecía salir aligerada.
Hoy me dan tentaciones de inspeccionar el techo de la casa parroquial, para cerciorarme si es posible hacer un boquete (como el que hicieron aquellos hombres de fe que descolgaron la camilla del paralítico, según cuenta el evangelio) que permita poner frente al párroco, desertor del confesonario, el saco no indiferente de mis culpas.
No quisiera que el párroco cambiase las palabras de Jesús y dijese, a propósito de mis pecados: «Levántate y vete a tu casa, porque yo no tengo tiempo de escucharte».
No quiero pensar que el «algo nuevo», realizado hoy por el Señor, y a lo que se refiere el profeta, tenga que ver con la abolición del pecado o de la necesidad de irlo a confesar.
Quisiera siempre estar seguro de encontrar a un sacerdote que, en la falsilla del discurso sobre el sí y el no desarrollado por san Pablo en la segunda lectura, dijese siempre «sí» a mi petición de encontrarlo, disponible, en los alrededores del confesonario (poco importa, incluso es mejor, si no es confortable).
Seré un nostálgico incurable, como con frecuencia me acusan los amigos más abiertos a las instancias de los tiempos modernos. Pero me empeño en pensar que el «sí» de Dios pasa todavía a través del «sí» tranquilizador del cura que tiene la paciencia de escuchar mis miserias.
El domingo he desertado de la misa parroquial, cogiendo el camino hacia el asilo adonde de vez en cuando voy a echar una mano y a entretener a los huéspedes que no ven la hora de poder hablar, con calma, de sus cosas, con alguien. Se celebraba la jornada del anciano.
Pero antes me he preocupado de leer los textos de las lecturas litúrgicas. Me ha impresionado, inmediatamente, y me ha dejado perplejo, la frase inicial de Isaías: «No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo». Mi hija teóloga me ha explicado el sentido exacto de esta extraña recomendación. El profeta quería simplemente decir que el Señor no se había limitado a realizar cosas prodigiosas en el pasado a favor de su pueblo, sino que actuaba también hoy y, por tanto, era necesario estar atentos para captar los signos del amor de Dios que se manifiesta en el presente. Por lo que no era el caso de mirar nostálgicamente hacia atrás, con el riesgo de no caer en la cuenta de lo que el Señor realizaba en la hora actual.
Además, Dios perdona nuestros pecados y las infidelidades del pasado. Y si él perdona nuestras culpas, también nosotros, más que pensar en los errores cometidos en el pasado, debemos preocuparnos de vivir el hoy de una manera distinta.
Todo bien. Pero en el asilo la fiesta, y en particular la celebración eucarística, estaba planteada en la dirección opuesta respecto a la indicada por Isaías. En efecto, el lema podía ser éste: «Recordemos el pasado. Recuperemos ciertas lecciones que nos vienen de los tiempos antiguos».
Pensándolo bien, las dos perspectivas, sólo aparentemente opuestas, no están en contradicción entre sí. Recuperar ciertos valores «de antes» significa, en el fondo, enriquecer el presente, e incluso injertar un elemento de novedad en la monotonía del mundo de hoy.
Volverse hacia atrás, en ciertos casos, quiere decir tener la garantía de no perder el sentido del camino. Pero es mejor que me atenga a la crónica del rito, muy sugestivo, en el que he participado con una cierta conmoción.
Cosas de otros tiempos
Toda la liturgia ha tenido como protagonistas activos a los mismos ancianos. Muchos participantes ocasionales, como el infrascrito, tenían las lágrimas en los ojos. Se habían desempolvado cantos de antaño, que podrían vanagloriarse de unos ochenta años al menos de glorioso servicio, en la iglesia y en las procesiones. Se han oído coros potentes, de rara intensidad, que han sorprendido un poco a todos, haciendo palidecer ciertas melodías guitarrosas o monsergas estúpidas hoy en boga.
Un grupo intrépido de huéspedes de la casa han hecho las lecturas y preces, incluso sin gafas.
Pero el momento más emocionante ha sido el del ofertorio. En efecto, se han presentado algunos símbolos aptos para caracterizar la vida de los tiempos pasados. Junto al altar se había colocado una gran cesta, llena hasta arriba de espigas y modestas flores del campo. La explicación (sacada directamente de las expresiones y de la experiencia de los mismos protagonistas) sonaba así:
«El cuévano nos recuerda el esfuerzo, la vida dura, los sacrificios. Adelante, hacia arriba por un sendero o vereda pedregosa, siempre de subida, paso a paso, con esfuerzo, paciencia, obstinación. El cuévano pesaba sobre la espalda, se tenía la impresión de que no se podía más, que la carga era excesiva. Pero el combustible estaba dentro, estaba en el corazón. El amor era la fuerza que nos sostenía en pie y nos hacía caminar. Y, al final, la satisfacción de haber aguantado, de no haber cedido...».
Después se entregaba al sacerdote un cestillo, con labores de punto: «Antes la mujer, cuando quería descansar, cogía las agujas. Había que arreglárselas, y mover con rapidez y habilidad los dedos. Remendar, coser, reparar, ahorrar...».
Y he ahí, naturalmente, el don por excelencia: «El pan ocupaba el centro de la mesa: alimento fundamental y cotidiano. Ganarse el pan era motivo de orgullo para todos. Ni con el esfuerzo más duro se compraba el auto de lujo, se compraba el pan... Por eso, el pan se respetaba, nada de desperdiciarlo, el pan desperdiciado era una especie de blasfemia... Antes la familia se reunía en torno a la mesa doméstica, sin distraerse por el reclamo de la televisión. En la mesa se hablaba, se comunicaba, se contaban cosas».
Otra oferta significativa: el rosario, y un libro de oraciones viejo, gastado (he anotado el título: La madre cristiana): «La oración ocupaba un lugar importante en la vida individual y en la familiar. Entonces se trabajaba mucho, ciertamente no menos que ahora, y no existían los medios que el progreso actual pone a disposición para ahorrar tiempo y esfuerzo. Y así y todo se encontraba tiempo para rezar. El rosario constituía el hilo robusto que unía la tierra con el cielo. Era el secreto de la capacidad y de la perseverancia en el bien. También el que no había leído muchos libros, mantenía la máxima familiaridad con el manual de oraciones, que ayuda a leer y a interpretar la vida en clave cristiana».
Para terminar, un signo particularmente evocador: el anillo de boda. «Promesa mantenida, a pesar de las adversidades, las tempestades, los imprevistos, las sacudidas más violentas, las dificultades de todo género. El amor es una cosa seria. No puede ser algo provisional y momentáneo. Lleva consigo la duración. El amor, bendecido por Dios, si es verdadero, auténtico, es para siempre».
Se preguntaba uno: ¿cosas de otros tiempos? Si fuese así, habría que concluir: desgraciadamente...
Hacer un agujero en el techo de la casa parroquial
Quizás sería cosa de acordarse del pasado también en relación a la estupenda escena descrita por el evangelio.
Al respecto, me sentía tentado a comentar: antes, por suerte, había pecadores y confesores que perdonaban, según el encargo recibido.
Hoy parece que han desaparecido los pecados. Sería más exacto decir: pecados se cometen todavía en gran cantidad, pero han desaparecido los pecadores. Y también se han disipado los confesores, que tienen otras muchas cosas que hacer. Por otra parte, muchos de nosotros proveen por su cuenta a absolverse, o también a decidir que los pecados no son pecados, y de todos modos ya no se llaman así, y no son cosas que tengan que ver con los curas.
En cuanto a los dispensadores de los dones de Dios, dicen que no tienen tiempo y dan a entender que encuentran incómodo el confesonario. Respecto de esto: mi hija ha traído a casa una revista de tema pastoral (y por tanto dedicada esencialmente a los curas) en la que aparecía un anuncio publicitario de una empresa especializada en provisiones para mobiliarios de iglesia.
Según esa propaganda, se habría fabricado un tipo modernísimo de confesonario, caro, hay que decirlo todo, pero muy confortable, con reclinatorio acolchado para el penitente, o también a elección, una butaquita mullida; para el confesor, el chisme venía dotado de un pequeño diván mórbido, y había además un mueble bar (en la eventualidad de que el cura, al oír ciertas cosas nefandas, se sienta mal y necesite de un reconstituyente para rehacerse). Asegurado el aire acondicionado para el verano y tibio para los meses de invierno. No se especificaba si se proveía también de un purgante para los que no consiguen librarse fácilmente de los pedruscos que llevan dentro.
Amenidades clericales aparte, yo, con permiso de Isaías, a quien creo haber explicado cómo están las cosas en la situación actual, reviso el pasado, cuando hacía de monaguillo, y añoro al viejo párroco que defendía, como un centinela fiel a la consigna, la zona cercana al viejo, rústico confesonario, donde la gente se colocaba aunque estuviera incómoda, pero que parecía salir aligerada.
Hoy me dan tentaciones de inspeccionar el techo de la casa parroquial, para cerciorarme si es posible hacer un boquete (como el que hicieron aquellos hombres de fe que descolgaron la camilla del paralítico, según cuenta el evangelio) que permita poner frente al párroco, desertor del confesonario, el saco no indiferente de mis culpas.
No quisiera que el párroco cambiase las palabras de Jesús y dijese, a propósito de mis pecados: «Levántate y vete a tu casa, porque yo no tengo tiempo de escucharte».
No quiero pensar que el «algo nuevo», realizado hoy por el Señor, y a lo que se refiere el profeta, tenga que ver con la abolición del pecado o de la necesidad de irlo a confesar.
Quisiera siempre estar seguro de encontrar a un sacerdote que, en la falsilla del discurso sobre el sí y el no desarrollado por san Pablo en la segunda lectura, dijese siempre «sí» a mi petición de encontrarlo, disponible, en los alrededores del confesonario (poco importa, incluso es mejor, si no es confortable).
Seré un nostálgico incurable, como con frecuencia me acusan los amigos más abiertos a las instancias de los tiempos modernos. Pero me empeño en pensar que el «sí» de Dios pasa todavía a través del «sí» tranquilizador del cura que tiene la paciencia de escuchar mis miserias.
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