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martes, 17 de marzo de 2009

Homilía y Recursos para la Homilía: IV Domingo de Cuaresma - Ciclo B (Juan 3, 14-21)

"CREER EN CRISTO ES AMARLE"
Publicado por Agustinos España

Homilia 1

Creer en Cristo es amarle... Así expresó, San Agustín de forma breve en qué consiste ser cristiano. Así lo expresa este hombre, este santo que, no obstante, estuvo alejado de Dios tantos y tantos años... Como quien dice la mitad de su vida fue un caminar por la oscuridad más profunda. Oportunidades para caminar por la Luz tuvo, y muchas...

Su madre intentó educarle lo mejor posible, pero él no escuchaba... Un gran amigo suyo que estaba en peligro de muerte le contó que tenía intención de bautizarse, pero él se rió de su amigo... También tuvo la oportunidad de tener la Biblia en sus manos y leer algo de ella, pero le pareció un libro hecho para gente con poca cultura...

Treinta y dos años caminó en las tinieblas... Treinta y dos años que fueron una continua búsqueda por alcanzar la Luz, aunque, él sin saberlo, la buscaba mal. Buscaba ser feliz, como todos... Pero no descubrió que la Felicidad estaba en Dios. Así se dedicó a las cosas exteriores del mundo, a buscar dentro de la secta de los maniqueos, a dedicarse a correrías... Pero no era feliz. Un día, incluso, en medio de tanta oscuridad e infelicidad vió un borracho por la calle y le entró envidia porque él al menos se reía...

Pero la Luz fue más fuerte en su vida que la oscuridad... Y, finalmente, se dejó conquistar por Dios.

Aquel encuentro fue tan fuerte, tan impactante que su vida cambió de rumbo. Sí, sí... de rumbo... porque la inquietud siguió tan fuerte como antes, sólo que ahora era la Luz, era Cristo, quien había conquistado definitivamente su corazón. Y por él y para él dedicó su vida...

Dicen que cuando uno encuentra una cosa que merece la pena se empeña a fondo en ella. Y eso es lo que hizo Agustín.

Jesús también nos invita a empeñar nuestra vida en él. Nos invita, como invitó a Agustín, a dejar las tinieblas y vivir desde la Luz. Nos invita, sobre todo a Creer en él y, como dijo San Agustín, amarle.

Pero Agustín también sabía que amar es dejarse tranformar por aquel a quien entregamos nuestro amor.

Tal vez estos pensamientos tienen mucho que decir al hombre de hoy. Tal vez los que leemos estas lineas tenemos la idea de que, en el fondo, pertenecemos a la Luz, y los que están en la oscuridad son otros. ¿Cuántos, por ejemplo, dicen que son cristianos como el que más, que creen en Dios aunque no vayan a misa?

Ser creyente, como "Dios manda" es amarle... Y amarle es dejarnos transformar por él... Por eso, al final, vivir en la Luz, es dejarnos transformar por la Luz..

Quien sabe... si ese es el criterio, a lo mejor no estamos tan en la Luz como pensamos.



Homilia 2


Las lecturas de la misa de este cuarto domingo de Cuaresma son un canto de alegría al mostrarnos que el amor de Dios por nosotros no solo lo manifestó en palabras, sino con obras, al enviar a su Hijo para nuestra salvación.
La antífona de entrada nos pone en clima cuando nos dice “alégrate Jerusalén... llenaos de alegría los que estáis tristes...”
Ninguna prueba de la caridad divina hay tan patente como que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad se hiciera criatura..., que nuestro Señor se hiciera hermano nuestro..., que el Hijo se hiciera hijo de hombre.


Los cristianos estamos llamados a vivir siempre alegres, porque la esencia de nuestra vida está en el hecho de que Dios nos ha amado con un amor individual y personal, particularmente a cada uno de nosotros. Y Jesús no deja de amarnos, ni nos abandona, ni se olvida de cada uno de sus hijos, ni aún en los momentos de mayor ingratitud de nuestra parte ni cuando nos apartamos de sus enseñanzas y recorremos la vida por caminos diametralmente opuestos a los suyos.


En el Evangelio, es el mismo Jesús quién dice de sí mismo que: “Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único; para que todo el que crea en Él tenga Vida eterna”

Jesús nos dice que Dios no lo envía para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. Y esta el la causa de nuestra paz y alegría.
Al darnos a su Hijo, Dios nos ha dado todo. Cualquier otro bien que hubiésemos podido recibir de Dios, incluso la posesión y el dominio del universo entero, no hubiese sido comparable al don que hemos recibido.
Dándonos a su unigénito Hijo, nos ha dado todas las cosas. Él es el único heredero del Padre. Y de Él recibimos su herencia.
Dándonos a su Hijo, hemos recibido el cielo y la misma divinidad, de la que nos ha hecho partícipes Jesús, al hacernos hijos adoptivos de Dios.

Dios nos da a su Hijo por entero. El regalo que el Señor nos hace es sin reservas. Jesús, todo entero, es nuestro. Son nuestras sus gracias, sus méritos, su vida, sus trabajos, su sangre, su muerte, su gloria y su misma divinidad.
Jesús en nuestro Rey para gobernarnos; nuestro Maestro, para enseñarnos; nuestra guía, para conducirnos; nuestra cabeza, para animarnos. Jesús es nuestra fuerza, nuestra luz, nuestro consuelo, nuestro júbilo y nuestra vida.

Dios nos ha dado a su Hijo con el fin principal de salvarnos y hacernos gozar de una felicidad y de una vida eterna... “no ha enviado Dios al mundo a su Hijo para condenar al mundo, sino para que por medio de Él, el mundo se salve”. Dios no ha enviado a su Hijo para juzgar, condenar y castigar al mundo por sus pecados, sino para salvarlo.

Quién cree en Jesús está libre de la condenación y ya nada tiene que temer, pero quien rehúsa creer, no tiene necesidad de ser condenado: ya lo está, y persiste en su condenación si no quiere reconocer al Único Hijo de Dios que sólo podría liberarlo. Y este es mayor error que podemos cometer en la vida.
Las dificultades que nos impiden descubrir este tesoro son el egoísmo, la comodidad, el rechazo de las contrariedades y las cruces que se nos presentan en la vida cotidiana. El amor Dios no puede darse por supuesto: si no se cuida, muere.

En la misa de este domingo, en la oración después de la Comunión rezamos: “Oh, Dios, que alumbras a todo hombre que viene a este mundo, ilumina nuestros corazones con la claridad de tu gracia a fin de que nuestros pensamientos te sean gratos y te amemos siempre con sinceridad...”
Dios nos ha dado, por la mediación de su Hijo, la vida divina. Podemos tener el corazón lleno de alegría, porque después de este tiempo de prueba tendremos la alegría sin fin que nos trajo Jesús, no por nuestros méritos, sino porque Él nos amó primero. Para poder gozar de esta dicha, el único requisito es abrir las puertas de nuestro corazón y dejarnos divinizar por Él.

Pidamos hoy a María, a ella que canta la alegría por que Dios miró la humildad de su esclava, que nos auxilie en nuestros propósitos de este tiempo cuaresmal, de vivir más cerca de su Hijo Jesús.


RECURSOS PARA LA HOMILÍA


Nexo entre las lecturas

“Tanto amó Dios al mundo...”: aquí reside el mensaje que la Iglesia nos transmite mediante los textos litúrgicos. Ese amor infinito de Dios ha recorrido un largo camino en la historia de la salvación, antes de llegar a expresarse en forma definitiva y última en Jesucristo (Evangelio). La primera lectura nos muestra en acción el amor de Dios de un modo sorprendente, como ira y castigo, para así suscitar en el pueblo el arrepentimiento y la conversión (primera lectura). La carta a los Efesios resalta por una parte nuestra falta de amor que causa la muerte, y el amor de Dios que nos hace retornar a la vida junto con Jesucristo (segunda lectura). En todo y por encima de todo, el amor de Dios en Cristo Jesús.


Mensaje doctrinal

1. Jesucristo, el amor del Padre. “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único”. Toda la historia de Dios con el hombre, como se presenta en la Biblia, es una historia impresionante de amor. Dios que por amor crea, da la vida, elige a un pueblo para hacerse presente entre los hombres, se hace ‘carne’ en Jesucristo para salvarnos desde la carne...y el hombre que por orgullo rechaza el amor buscando ‘autocrearse’, ‘autodonarse la vida’, ‘autoelegirse’ en el concierto de las naciones por su potencia y su imperial ambición, ‘autosalvarse’ con la ciencia y la técnica, con la parapsicología y la religión cósmica. Parecería que el hombre las cosas de Dios las entiende todas al revés. Parecería que Dios le quisiera enseñar a deletrear en su mente y en su vida el amor, y sólo es capaz de pronunciar el egoísmo, el odio o al menos la indiferencia a lo que no sea el propio yo. Parecería que Jesús en lugar de ser la forma suprema del amor divino, fuese al contrario causa de su turbación, de su sentimiento de fracaso, de su frustración alienante. ¿Qué sucede en el corazón humano para que no pueda descubrir en Jesucristo la sublimidad del amor de Dios?

2. Dos formas del Amor. El amor no busca sino el bien de la persona amada. Pero las formas de buscar ese bien pueden variar. Ante un pueblo o un corazón rebelde, cerrado al camino de Dios, el amor divino adquiere manifestaciones duras que buscan llevar al hombre a la reflexión, al arrepentimiento y a la conversión. Así en la primera lectura, ante la actitud altanera del pueblo, Dios permite la toma de Jerusalén, la matanza de muchos de sus habitantes, el saqueo de la ciudad, la esclavitud y el destierro a Babilonia. Dios actuó de esta manera como esfuerzo supremo de su amor que quiere llevar a los habitantes de Jerusalén a una auténtica conversión mediante el reconocimiento del amor divino. Pero existe otra forma de amor divino, que es la gracia, el don de la salvación para quien la acoge y la hace fructificar. Los que la acogen ‘son hechura de Dios, creados en Cristo Jesús para realizar las buenas obras que Dios nos señaló de antemano como norma de conducta” (segunda lectura). Esas buenas obras son las obras del amor, con que el creyente responde al amor de Dios. Como formidable educador del hombre y de los pueblos, Dios Nuestro Señor usa una u otra forma de amor con el único interés de encontrar reciprocidad de amor en el hombre. Sabe muy bien Dios que sólo en el amar (a Dios y al hombre) y ser amado reside la grandeza y la felicidad del hombre.


Sugerencias pastorales

1. Convertirse al Amor. Los textos litúrgicos nos han mostrado que el amor para Dios es darse, entregarse, buscar el bien de la persona amada. Este amor no es el más frecuente entre los hombres, ni resulta fácil. Es más frecuente encerrarse en la propia concha siendo uno mismo sujeto y objeto de su amor. Es más frecuente ‘aprovecharse’ del otro (esposo o esposa, padre o hijo, amigo o amiga, acreedor o cliente, alumno o maestro, párroco o parroquiano...) para satisfacción del propio yo, de los propios intereses, gustos, pasiones. Es más frecuente buscar nuestro bien, que querer el bien de los demás; querernos ‘bien’ a nosotros mismos en lugar de hacer el bien al prójimo. Es más fácil no darse, no hacer nada por los demás, no ayudar a quien sufre necesidad, no colaborar en las diversas actividades de la parroquia, no buscar formas concretas de amar a Dios, a la Virgen santísima, a nuestros seres queridos, a nuestros hermanos en la fe, a los hombres independientemente de su religión, raza o condición. Con todo, en la mayoría de los casos lo que es más frecuente y fácil no es lo mejor ni siquiera para nosotros mismos. Hemos de convertirnos al Amor: ese amor que actúa en nosotros porque Dios nos lo regala y nosotros lo acogemos con gozo. Hemos de convertirnos al Amor, que nos saca de nuestra propia concha y nos pone ‘indefensos’ ante los demás para que vivamos por la fuerza del Amor.

2. Cristiano igual a humano. Bien podría decirse: “Cristiano soy y nada de lo humano reputo ajeno a mí”. El concilio Vaticano II nos ha enseñado que “Cristo revela el hombre al hombre”. La auténtica humanidad del ser humano no la vamos a encontrar en los programas de la TV o en los artículos de la prensa, en la invasión sonora de la discoteca o en las reuniones masivas con un cantante famoso, en la fugacidad de la bebida y de la droga o en la falsa consistencia de una relación degenerada...En todos estos campos está muy presente el hombre, pero muy poco lo humano, los valores dimanantes de su dignidad de imagen e hijo de Dios. El Papa Juan Pablo II gusta repetir que “el hombre es el camino de la Iglesia”; y se podría añadir también que “el cristiano es el camino del hombre”. Es evidente que me refiero a un cristiano que lo es de verdad y a un hombre que se mide por su vocación y dignidad, no con parámetros de otra índole. Por eso, alguien se atrevió a decir que “el tercer milenio o será cristiano, o simplemente no será”, pues el hombre terminaría autodestruyéndose. Si esto es verdad, y lo es, ¿no vale la pena vivir a fondo la vocación cristiana? ¿Por qué no luchar para instaurar en la sociedad un verdadero humanismo, es decir, un cristianismo vivido con autenticidad? ¡Vale la pena!

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