Exceso de oferta
El año pasado, los hijos mayores han logrado llevarnos al Salón del libro. Apenas entré, he tenido una sensación de aturdimiento. Me detenía en un stand, ojeaba un volumen, pasaba sus páginas, pero inmediatamente mi atención se sentía capturada por otra propuesta y la curiosidad estimulada por otros temas. Por eso no logré detenerme de verdad en ninguna parte.
Tuvo más suerte mi mujer. Tropezó, después de pocos pasos, con una Editorial especializada en libros de cocina, y allí se quedó plantada. Al final ha reaparecido con dos bolsas llenas a reventar. Durante todo el año se empeñó con aquellas recetas, de las que nosotros llegamos a desconfiar.
Los muchachos, más modestamente, se han limitado a hacer acopio de catálogos y hojas de propaganda.
Sin embargo, yo me he encontrado con las manos y la cabeza vacías. Pasa eso cuando la oferta es excesiva.
Algo parecido ha ocurrido el domingo en la iglesia. La oferta de la liturgia de la palabra era sobreabundante, me atrevería a decir desbordante, desproporcionada respecto a nuestra capacidad de acogida. ¿Cómo situar todo aquello de tan alto contenido en dos o tres simples pensamientos que nos acompañen durante toda la semana?
El cura estaba en un aprieto, y se intuía claramente. Había renunciado al acostumbrado apunte con el esquema de la predicación (un esquema apenas esbozado, y para interpretar libremente: me lo confió una vez que le pedí información al respecto). Picoteaba diversos temas, tan atrayentes unos como otros, pero se captaba que no conseguía desarrollarlos tan adecuadamente como él habría deseado, con el temor de dejar fuera otros temas también interesantes.
Se ha dejado escapar la observación de que «para comentar aquellas lecturas haría falta una homilía de al menos una hora y media», y algunos oyentes se han cruzado miradas de terror.
Los mandamientos no se eligen
Afortunadamente se ha limitado a ofrecernos una rociada de pensamientos dispersos. Una elección óptima, creo yo. Hablando de la página del decálogo ha recordado que los hebreos no dicen, como nosotros, «mandamientos», sino que prefieren decir «las diez palabras», para quitar toda idea de legalismo. Estas no son imposiciones más o menos arbitrarias para hacernos andar derechos, sino palabras de revelación, que iluminan el camino de hombres libres y con intención de permanecer así, respetuosos de los derechos tanto de Dios como de los hermanos.
Con una punta de ironía, nos ha dirigido después una invitación a controlar su número: seguramente eran diez inicialmente, y no debería perderse ninguno por el camino, ni quedar abandonado porque nos pareciera inservible o un estorbo. Es necesario reconocer que hay gente que ha logrado borrar alguno de su propia conducta práctica.
El cura se refería no sólo al sexto y noveno, sino también al que manda categóricamente no robar.
Después oportunamente ha explicado que el verbo «honrar», referido al padre y a la madre, debería traducirse por «glorificar» (algo que hace referencia a lo que se debe a Dios). Y no ha dejado de advertir que este mandamiento no podemos endilgarlo exclusivamente a los niños («he desobedecido a mis padres...»), sino que afecta esencialmente a los hijos adultos y a sus responsabilidades precisas en relación a los ancianos. Y aquí desgraciadamente el discurso se ha interrumpido, por las razones, siempre las mismas, de tiempo. Debo reconocer que habría exigido un desarrollo mucho más profundo y molesto para casi todos. Yo que voy con frecuencia al asilo de ancianos, habría tenido materia abundante para someter a la atención de nuestro párroco.
Personalmente habría deseado también que se hubiera explicado el hecho de por qué casi todos los mandamientos se presentan en forma negativa, y por tanto con prohibiciones, consteladas por esa serie de «no... no... no».
También me hubiera gustado alguna explicación relacionada con este texto: «No te harás ídolos, figura alguna de lo que hay arriba en el cielo... No te postrarás ante ellos...».
Pensaba en los innumerables ídolos que pueblan nuestra sociedad y deseaba que el cura no se conformase con una alusión vaga, sino que señalase a alguno por el nombre.
En cuanto a las imágenes, inspeccionaba con la mirada los altares laterales de nuestra iglesia atestados de imágenes de todo tipo, y objeto de tanta y tan abigarrada devoción popular. Obras que revelan un mal gusto y calidad decadente. Sin embargo, si el cura se atreviese a hacer desaparecer una de aquellas imágenes dulzonas, sonaría la alarma por parte de las devotas y vigilantes centinelas, quienes gritarían que los curas ya no tienen fe («por algo la gente ya no va a la iglesia, si los mismos curas no creen...»), y quieren cambiar la religión de nuestros viejos, y dentro de poco llegarán a abolir incluso los mandamientos de Dios (sí, precisamente esas diez palabras que mandan, entre otras cosas: «No te harás ídolos, figura alguna...»).
La fe no se alimenta de milagros
Fulminante el comentario a la frase de Pablo: «Los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría. Pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los griegos...» (es lo que se dice ir contracorriente, bien lejos de «satisfacer las exigencias del hombre de hoy»...).
El párroco ha defendido que son los mismos peligros que amenazan al cristianismo de nuestro tiempo: un exceso de intelectualismo y un exceso de «devocionalismo milagrero».
Ha precisado que la facilonería de ver y pretender milagros por todas partes no es señal de fe, sino que revela una sustancial falta de fe, o al menos una debilidad de la misma. «El milagrismo exasperado es un síntoma preocupante de una grave enfermedad de la fe. Ya ocurrió en los tiempos del éxodo, en Masá y Meribá».
La fe goza de buena salud sólo cuando se alimenta de la palabra de Dios, y no de sucedáneos, no de hechos prodigiosos «divulgados incluso por hombres de Iglesia, más allá de cualquier límite de decencia» (el domingo nuestro cura atacaba duro, a pesar del poco tiempo de que disponía respecto a la cantidad de materia y al abanico de temas excitantes que ofrecía).
Ha concluido categóricamente que «la fe se alimenta de fe, no de milagros». Ha hecho también una cita que he anotado mentalmente, aunque no recuerdo el nombre del autor: «La firma de Dios es la discreción».
Los mercaderes han sido sustituidos por los directores
Ha terminado diciendo que la página sacrificada ha sido la del evangelio. El predicador ha hablado «correctamente» (está en vigor el lenguaje «políticamente correcto», pero se ve que existe también el «exegéticamente correcto») de «purificación del templo», en vez del habitual «expulsión de los mercaderes del templo» (si bien la sustancia no cambia mucho, a mi modo de ver).
Ha lanzado la idea de que los fieles deberían «reapropiarse» (he ahí otra palabra predilecta) de la iglesia como lugar de oración y del espacio sagrado como lugar de silencio y de adoración, al margen de las celebraciones litúrgicas. Bien dicho, aunque los curas deberían preocuparse más de este asunto y quizás dar ejemplo.
Pero yo creo que los mercaderes del templo hoy ya no están detrás de las mesas, algo que desdice de su dignidad. En todo caso las controlan. Ellos están situados en oficinas ultramodernas, con todos los refinamientos facilitados por el progreso tecnológico. Visten elegantemente. Viajan en cochazos con chofer, y hasta en aviones privados. Se dejan entrevistar con mucho gusto y sus fotografías aparecen en periódicos de moda.
En el área del templo ha aparecido la figura, no excesivamente tranquilizante, del directivo, del empresario de obras caritativas y sociales. Individuos que se mueven desenvueltamente -por no decir algo peor- en el mundo de las finanzas. Tienen la cara untada por la complacencia que se deriva del éxito y de la fama que les besan. Recientemente uno de ellos ha declarado, con una cierta dosis de descaro, que en ninguna parte del evangelio está escrito que esté prohibido cerrar óptimos negocios y que sería hora de «terminar con toda esa retórica de la pobreza... Con la pobreza no se realizan las obras de Dios...» y siguen así diciendo despropósitos.
Tengo motivos para pensar que por la noche, antes de dormirse (siempre muchos tarde), estos mercaderes del templo en versión moderna no cogen de la mesilla de noche La imitación de Cristo o el Breviario, y mucho menos el rosario, sino la lista de la bolsa y la chequera.
Fin de mis malos pensamientos cultivados en la iglesia. ¿Hay que fiarse de los que van a la iglesia?
Nuestro cura (que seguramente no pertenece a la categoría de los directivos, por suerte suya y nuestra), comentando la última frase del evangelio («Jesús no se confiaba con ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre»), ha disparado el tiro final que nos ha dejado sin aliento: «Estad atentos porque el Señor no se fía ni siquiera de los que van a la iglesia...».
Tengo que reconocer que los términos eran un poco brutales y ciertamente no pertenecían al lenguaje «políticamente correcto». Quizás el discurso no estuvo del todo matizado. Pero el domingo el tiempo no permitía los matices y las distinciones. De todos modos el golpe, al menos por lo que a mí toca, dio en la diana.
Y hasta Santiago se ha abstenido de sus habituales comentarios sarcásticos y ha admitido: «Quizás exagera. De todos modos hay que pensarlo...».
Es más fácil digerir la recetas de mi mujer que el pan de la Palabra deshornado en la iglesia. Pero este último, precisamente porque es indigesto, va bien para la salud.
El año pasado, los hijos mayores han logrado llevarnos al Salón del libro. Apenas entré, he tenido una sensación de aturdimiento. Me detenía en un stand, ojeaba un volumen, pasaba sus páginas, pero inmediatamente mi atención se sentía capturada por otra propuesta y la curiosidad estimulada por otros temas. Por eso no logré detenerme de verdad en ninguna parte.
Tuvo más suerte mi mujer. Tropezó, después de pocos pasos, con una Editorial especializada en libros de cocina, y allí se quedó plantada. Al final ha reaparecido con dos bolsas llenas a reventar. Durante todo el año se empeñó con aquellas recetas, de las que nosotros llegamos a desconfiar.
Los muchachos, más modestamente, se han limitado a hacer acopio de catálogos y hojas de propaganda.
Sin embargo, yo me he encontrado con las manos y la cabeza vacías. Pasa eso cuando la oferta es excesiva.
Algo parecido ha ocurrido el domingo en la iglesia. La oferta de la liturgia de la palabra era sobreabundante, me atrevería a decir desbordante, desproporcionada respecto a nuestra capacidad de acogida. ¿Cómo situar todo aquello de tan alto contenido en dos o tres simples pensamientos que nos acompañen durante toda la semana?
El cura estaba en un aprieto, y se intuía claramente. Había renunciado al acostumbrado apunte con el esquema de la predicación (un esquema apenas esbozado, y para interpretar libremente: me lo confió una vez que le pedí información al respecto). Picoteaba diversos temas, tan atrayentes unos como otros, pero se captaba que no conseguía desarrollarlos tan adecuadamente como él habría deseado, con el temor de dejar fuera otros temas también interesantes.
Se ha dejado escapar la observación de que «para comentar aquellas lecturas haría falta una homilía de al menos una hora y media», y algunos oyentes se han cruzado miradas de terror.
Los mandamientos no se eligen
Afortunadamente se ha limitado a ofrecernos una rociada de pensamientos dispersos. Una elección óptima, creo yo. Hablando de la página del decálogo ha recordado que los hebreos no dicen, como nosotros, «mandamientos», sino que prefieren decir «las diez palabras», para quitar toda idea de legalismo. Estas no son imposiciones más o menos arbitrarias para hacernos andar derechos, sino palabras de revelación, que iluminan el camino de hombres libres y con intención de permanecer así, respetuosos de los derechos tanto de Dios como de los hermanos.
Con una punta de ironía, nos ha dirigido después una invitación a controlar su número: seguramente eran diez inicialmente, y no debería perderse ninguno por el camino, ni quedar abandonado porque nos pareciera inservible o un estorbo. Es necesario reconocer que hay gente que ha logrado borrar alguno de su propia conducta práctica.
El cura se refería no sólo al sexto y noveno, sino también al que manda categóricamente no robar.
Después oportunamente ha explicado que el verbo «honrar», referido al padre y a la madre, debería traducirse por «glorificar» (algo que hace referencia a lo que se debe a Dios). Y no ha dejado de advertir que este mandamiento no podemos endilgarlo exclusivamente a los niños («he desobedecido a mis padres...»), sino que afecta esencialmente a los hijos adultos y a sus responsabilidades precisas en relación a los ancianos. Y aquí desgraciadamente el discurso se ha interrumpido, por las razones, siempre las mismas, de tiempo. Debo reconocer que habría exigido un desarrollo mucho más profundo y molesto para casi todos. Yo que voy con frecuencia al asilo de ancianos, habría tenido materia abundante para someter a la atención de nuestro párroco.
Personalmente habría deseado también que se hubiera explicado el hecho de por qué casi todos los mandamientos se presentan en forma negativa, y por tanto con prohibiciones, consteladas por esa serie de «no... no... no».
También me hubiera gustado alguna explicación relacionada con este texto: «No te harás ídolos, figura alguna de lo que hay arriba en el cielo... No te postrarás ante ellos...».
Pensaba en los innumerables ídolos que pueblan nuestra sociedad y deseaba que el cura no se conformase con una alusión vaga, sino que señalase a alguno por el nombre.
En cuanto a las imágenes, inspeccionaba con la mirada los altares laterales de nuestra iglesia atestados de imágenes de todo tipo, y objeto de tanta y tan abigarrada devoción popular. Obras que revelan un mal gusto y calidad decadente. Sin embargo, si el cura se atreviese a hacer desaparecer una de aquellas imágenes dulzonas, sonaría la alarma por parte de las devotas y vigilantes centinelas, quienes gritarían que los curas ya no tienen fe («por algo la gente ya no va a la iglesia, si los mismos curas no creen...»), y quieren cambiar la religión de nuestros viejos, y dentro de poco llegarán a abolir incluso los mandamientos de Dios (sí, precisamente esas diez palabras que mandan, entre otras cosas: «No te harás ídolos, figura alguna...»).
La fe no se alimenta de milagros
Fulminante el comentario a la frase de Pablo: «Los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría. Pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los griegos...» (es lo que se dice ir contracorriente, bien lejos de «satisfacer las exigencias del hombre de hoy»...).
El párroco ha defendido que son los mismos peligros que amenazan al cristianismo de nuestro tiempo: un exceso de intelectualismo y un exceso de «devocionalismo milagrero».
Ha precisado que la facilonería de ver y pretender milagros por todas partes no es señal de fe, sino que revela una sustancial falta de fe, o al menos una debilidad de la misma. «El milagrismo exasperado es un síntoma preocupante de una grave enfermedad de la fe. Ya ocurrió en los tiempos del éxodo, en Masá y Meribá».
La fe goza de buena salud sólo cuando se alimenta de la palabra de Dios, y no de sucedáneos, no de hechos prodigiosos «divulgados incluso por hombres de Iglesia, más allá de cualquier límite de decencia» (el domingo nuestro cura atacaba duro, a pesar del poco tiempo de que disponía respecto a la cantidad de materia y al abanico de temas excitantes que ofrecía).
Ha concluido categóricamente que «la fe se alimenta de fe, no de milagros». Ha hecho también una cita que he anotado mentalmente, aunque no recuerdo el nombre del autor: «La firma de Dios es la discreción».
Los mercaderes han sido sustituidos por los directores
Ha terminado diciendo que la página sacrificada ha sido la del evangelio. El predicador ha hablado «correctamente» (está en vigor el lenguaje «políticamente correcto», pero se ve que existe también el «exegéticamente correcto») de «purificación del templo», en vez del habitual «expulsión de los mercaderes del templo» (si bien la sustancia no cambia mucho, a mi modo de ver).
Ha lanzado la idea de que los fieles deberían «reapropiarse» (he ahí otra palabra predilecta) de la iglesia como lugar de oración y del espacio sagrado como lugar de silencio y de adoración, al margen de las celebraciones litúrgicas. Bien dicho, aunque los curas deberían preocuparse más de este asunto y quizás dar ejemplo.
Pero yo creo que los mercaderes del templo hoy ya no están detrás de las mesas, algo que desdice de su dignidad. En todo caso las controlan. Ellos están situados en oficinas ultramodernas, con todos los refinamientos facilitados por el progreso tecnológico. Visten elegantemente. Viajan en cochazos con chofer, y hasta en aviones privados. Se dejan entrevistar con mucho gusto y sus fotografías aparecen en periódicos de moda.
En el área del templo ha aparecido la figura, no excesivamente tranquilizante, del directivo, del empresario de obras caritativas y sociales. Individuos que se mueven desenvueltamente -por no decir algo peor- en el mundo de las finanzas. Tienen la cara untada por la complacencia que se deriva del éxito y de la fama que les besan. Recientemente uno de ellos ha declarado, con una cierta dosis de descaro, que en ninguna parte del evangelio está escrito que esté prohibido cerrar óptimos negocios y que sería hora de «terminar con toda esa retórica de la pobreza... Con la pobreza no se realizan las obras de Dios...» y siguen así diciendo despropósitos.
Tengo motivos para pensar que por la noche, antes de dormirse (siempre muchos tarde), estos mercaderes del templo en versión moderna no cogen de la mesilla de noche La imitación de Cristo o el Breviario, y mucho menos el rosario, sino la lista de la bolsa y la chequera.
Fin de mis malos pensamientos cultivados en la iglesia. ¿Hay que fiarse de los que van a la iglesia?
Nuestro cura (que seguramente no pertenece a la categoría de los directivos, por suerte suya y nuestra), comentando la última frase del evangelio («Jesús no se confiaba con ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre»), ha disparado el tiro final que nos ha dejado sin aliento: «Estad atentos porque el Señor no se fía ni siquiera de los que van a la iglesia...».
Tengo que reconocer que los términos eran un poco brutales y ciertamente no pertenecían al lenguaje «políticamente correcto». Quizás el discurso no estuvo del todo matizado. Pero el domingo el tiempo no permitía los matices y las distinciones. De todos modos el golpe, al menos por lo que a mí toca, dio en la diana.
Y hasta Santiago se ha abstenido de sus habituales comentarios sarcásticos y ha admitido: «Quizás exagera. De todos modos hay que pensarlo...».
Es más fácil digerir la recetas de mi mujer que el pan de la Palabra deshornado en la iglesia. Pero este último, precisamente porque es indigesto, va bien para la salud.
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