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viernes, 1 de mayo de 2009

IV Domingo de Pascua (Juan 10,11-18): ¡Creo en Dios, no en los curas!

Por Francesc Pardo i Artigas
Obispo de Girona

¡Lo habréis escuchado en tantas ocasiones! Cuando oigo eso, me alegro y, al mismo tiempo, me sabe mal.
Me alegro porque sólo Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo es objeto de la fe absoluta y radical. Me alegro porque al recitar el Credo, la profesión de fe, tampoco decimos "creo en los sacerdotes". En cambio sí decimos: "Creo en la Iglesia una, santa, católica y apostólica". Y de ahí mi tristeza, porque creemos en la Iglesia apostólica y ello significa que la dimensión apostólica continua hoy en la persona de los obispos y sus colaboradores, que forman el colegio presbiteral.

Me entristece porque manifestar que no se cree (no se confía) en los sacerdotes, significa remarcar explícitamente que no se confía en un buen número de fieles que han recibido un ministerio muy importante y fundamental para que la Iglesia pueda ejercer su misión.
Tal vez sería más acertado decir: No creo en los sacerdotes porque creo en Dios, pero los necesito para seguir creyendo en Él. Esta es la cuestión.

Sería un grave error no darse cuenta de la misión específica y necesaria de los presbíteros.

Escribo estas líneas ante el conocido texto evangélico que proclamaremos en este cuarto domingo de Pascua, conocido desde hace mucho tiempo como el "domingo del Buen Pastor". Esta jornada se celebraba, en muchas parroquias, el día de su párroco, de su pastor. Todavía recuerdo que este domingo el párroco se revestía con sus mejores ornamentos (la sotana de la época estaba limpia aunque remendada) y todos los monaguillos, en perfecta formación, después de misa le felicitábamos y le mostrábamos nuestro agradecimiento con un beso de amistad en la mano. Igualmente lo hacían muchos feligreses, bien en la sacristía, bien en la casa rectoral. Algunos le aportaban un poco de aceite para las luminarias del templo o para la aceitera; otros, algo de leña; otros, patatas, verduras o muestras de carne. Todavía me emociono al recordarlo. Así, el pueblo fiel, en su sencillez y generosidad, reconocía el gran valor que suponía tener párroco.

Continuo recordando lo que se decía:

- De modo que no crees en los sacerdotes... ¿Qué te han hecho?

- Bien -responden-, lo cierto es que no creo en algunos; en otros sí. Este me ha ayudado, aquel otro también...

Son valorados y apreciados aquellos que conocemos, los más próximos, con los que hemos tenido algún trato, que nos han acogido o que han hecho lo propio con familiares y amigos y los han ayudado. Pero aquellos que no conocemos, fácilmente pueden ser menospreciados, rechazados, criticados y, lo que es peor, calumniados. Hace unos años, un divertido texto circulaba de mano en mano (aun no existía Internet). Con un estilo más o menos poético, decía:

El sacerdote... pronuncia unos sermones muy largos, siempre insiste en los mismos temas, le cuesta aceptar la modernidad, tiene la culpa de todo: de que los jóvenes no acudan a Misa, de que se pierda la fe, de que el pueblo se desanime; además nos exige preparación para todo, y siempre anda pidiendo para la Iglesia, para los pobres... pero cuando nos ha dejado, todos lo hemos echado de menos y, si ha fallecido, todos hemos llorado por él.

Hasta este momento, cuando ya no está entre nosotros, no hemos sabido valorar su vida y su trabajo. Los sacerdotes, a través de su vida y misión, hacen hoy presente a Cristo "el Buen Pastor" que acoge, anuncia el Evangelio, se nos da por medio de los sacramentos, atiende a los más necesitados, reúne a los discípulos. Pero somos débiles, pecadores... y por ello nos parecemos más a los rabadanes, que siempre han de esforzarse para conseguir asemejarse al único Buen Pastor.

Si queréis encontraros con el Buen Pastor, valorad, amad y ayudad... a sus "pastorcillos".

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