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sábado, 13 de junio de 2009

LA CENA DEL SEÑOR



Parece que no es posible desvelar el sentido del lenguaje críptico del comienzo de este texto, que introduce el relato de la cena última de Jesús con sus discípulos. ¿Qué significan el detalle del hombre del cántaro y todo ese modo enigmático de hablar de los preparativos? Se nos escapa. No ha faltado quien ha querido ver en todo ello un modo de hacer “clandestino”, propio de quienes son perseguidos. Otros buscan distintos simbolismos. Quizás lo más sensato sea reconocer que carecemos de datos suficientes para hacer una lectura adecuada del texto en cuestión.

Lo que importa al autor del evangelio es mostrar el sentido de la verdadera Pascua –“mientras se sacrificaba el cordero pascual”- que, según él, se va a realizar en Jesús.

En la pascua judía, el “paso” de la esclavitud de Egipto a la liberación se celebraba en la cena anual, en la que se comía el cordero. En ese mismo día, Marcos presenta a Jesús como aquél en quien sucede la “nueva pascua”, el paso de lo viejo a lo nuevo, de la muerte a la vida. Y lo enmarca en el contexto de una comida.

Compartir la comida era un signo poderosamente elocuente de amistad e intimidad, que creaba o fortalecía entre quienes la compartían un sentimiento de solidaridad. El evangelio muestra a Jesús comiendo con distintos grupos de gente, particularmente con personas consideradas “pecadoras”. Aunque ello le acarree el reproche y la condena por parte de la autoridad religiosa y los doctores de la ley, él vive las comidas como expresión del mismo “Reino de Dios” que anuncia.

Pero en esta cena hay algo más. En el marco del final inminente, Jesús aparece desvelando el sentido que da a su muerte: la entrega de su vida. Va a ser “entregado” por uno de los suyos, pero realmente es él mismo quien se “entrega”, como pacto o alianza de vida.

Con el pan, pronuncia la “bendición” (eulogia), según la costumbre judía, acompañando a las palabras: “Tomad, esto es mi cuerpo”, que tendríamos que traducir como: “Tomad, esto soy yo”. Ya que no se refiere a la “materialidad” del cuerpo, como a cierta teología muy posterior le gustaría insistir, sino a toda su persona. Ofrecer su cuerpo equivale a ofrecer su persona. Comer el pan significa, por tanto, comulgar con Jesús –tomar su persona y su mensaje como referencia y criterio de vida- y alimentarse/fortalecerse con él.

A continuación, al tomar la copa, pronuncia, no ya la “bendición”, sino la “acción de gracias” (fórmula griega para nombrar la eucaristía), con estas palabras: “Ésta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos”.

La “sangre” significa también la misma persona, en cuanto entregada a la muerte. Y simboliza la “nueva alianza”, que viene a sustituir a la alianza que había tenido lugar en el Sinaí.

Con ese simbolismo, Jesús se comprende a sí mismo como pacto o alianza, vínculo de unión entre Dios y los humanos.

A partir de esta cena, que lee el sentido de la muerte en la cruz, los cristianos reconocemos a Jesús como aquél que vive, y en quien se realiza, la Unidad de todos y de todo en Dios. Y ése es, precisamente, el sentido primario de la eucaristía.

Cuando nos reunimos en torno a su mesa, en cada celebración eucarística, somos conscientes de que los signos cotidianos del pan y del vino simbolizan toda la humanidad y el cosmos entero. Y es sobre esos signos y sobre lo que ellos representan donde caen las palabras de Jesús: “Esto soy yo”. Por eso, la eucaristía es la celebración de la Unidad de todo en Dios y, por eso también, es “el sacramento –misterio y centro- de nuestra fe”. Nadie queda excluido, nada queda fuera. En ella, celebramos lo que somos y nos comprometemos a vivir en coherencia con ello.

Es toda la realidad la que es ofrecida, consagrada y “comulgada”, hasta el punto de que es imposible “comulgar” a Jesús si no se está dispuesto a “comulgar” con todos y con todo. La eucaristía no es un rito mágico-mítico que “funcionara” aparte de la vida; tampoco es un “santo sacrificio” que el sacerdote, como intermediario, pudiera celebrar al margen de –o de espaldas a- la comunidad. Es la celebración de la alianza –pacto de unidad- entre Dios y toda la creación, en la que descubrimos, festejamos, fortalecemos y aprendemos a vivir la Unidad que somos, en unos signos tan cotidianos como el pan y el vino.

Parece claro que Marcos no da pie a interpretaciones sacrificiales, como haría luego la tradición posterior, que habría de transformar la “cena compartida” en el “santo sacrificio de la Misa”, con tonos más individualistas, sacrificiales y espiritualistas.

Quizás fue la expresión “por todos” (literalmente, “por muchos”, si bien esta última es un hebraísmo, que incluye a la totalidad) la que, después de que la cruz se empezara a entender en un sentido expiatorio, propició una interpretación de aquel tipo.

Parece igualmente claro que Jesús no atribuyó a su muerte ningún significado de expiación, como si tuviera que morir en nuestro lugar, para expiar nuestros pecados… Esta lectura de su muerte fue posterior y encontraría en Pablo su divulgador más eficaz. Posteriormente, como es sabido, daría lugar a una teología y una espiritualidad de la cruz, marcadas por los tonos grises del dolorismo y las ideas blasfemas de un Dios que exigía la muerte de su propio Hijo para vengar la ofensa recibida.

En el texto que estamos comentando, la expresión “por todos” no significa todavía “en lugar de” –en el sentido vicario o expiatorio, que luego se popularizaría-, sino “a favor de”, poniendo de relieve la interpretación positiva y benéfica de su muerte.

Jesús no muere porque Dios lo haya decidido; tampoco muere por casualidad. Es ejecutado por la autoridad religiosa y política, porque les estorbaba. Pero, ante su muerte, no se resigna de un modo fatalista. La asume conscientemente y la vive –de un modo coherente con toda su existencia- desde la confianza, como entrega. Jesús es, hasta el final, el hombre entregado, que vive y muere desde una conciencia de Unidad, que trasciende su propio yo.

El texto termina con una frase que suena a promesa de plenitud, en la imagen del “vino nuevo en el Reino de Dios”. Ese “vino nuevo” no es sino el desvelamiento definitivo y glorioso del Espíritu, que permanece aún velado para nosotros en todos los entresijos de la historia y de la realidad. Es el “vino” que saboreamos al descubrir la plenitud gozosa y radiante de Lo Que Es y Somos; una plenitud que llenó de sentido la vida y la muerte de Jesús, y que lo llevó a vivirse, de principio a fin, como entrega amorosa y confiada.

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