Por A. Pronzato
Jeremías 23, 1-6 / Efesios 2, 13-18
Marcos 6, 30-34
Marcos 6, 30-34
El pastor imposible de hallar
Aprovechándome anticipadamente de las vacaciones, esta semana he hecho un recorrido por los lugares de mi infancia. Hubiera deseado que estuviese conmigo el profeta Jeremías, para que se diese cuenta de cómo están las cosas, y ver cómo hubiera descrito la situación actual y los remedios que propondría.
Pueblos un poco fuera del mundo, pero que tenían como punto de referencia al párroco, ahora aparecen despoblados, y además no tienen cura. Con una punta de amargura lo comenta la señora Nina: «Se van todos. Y también el cura. Dice que aquí no hay nada que hacer, no se puede gastar la vida ocupándose de cuatro gatos...».
En realidad se ha hecho la unificación, solución obligada dada la escasez de vocaciones y el envejecimiento cada día más acentuado de los sacerdotes en servicio. Ahora se confían tres o cuatro parroquias al cuidado de un único pastor.
El cura pasa, el sábado y el domingo, sembrando alguna misa rápida; después ya no se deja ver en toda la semana.
La vieja Mariana se desfoga: «Nos han dicho que cuando tengamos necesidad, basta que llamemos por teléfono... Han dejado el número en la puerta de la iglesia, mejor dicho una fila de números... Lo malo es que nadie responde o aparece una voz que habla sola y dice que «se deje el mensaje». Mi marido, que es un poco duro de oído, una vez entendió «un masaje», y ha concluido que eso iría bien para su artrosis... Pero yo ¿qué puedo decir al teléfono? Que no hay nadie que se esté muriendo, que no hay urgencia alguna, pero que necesitaría tanto una palabra de ánimo...».
Y después, en muchos lugares, están los párrocos intercambiables. Antes los curas, salvo raras excepciones, permanecían en una parroquia hasta la muerte. Y así tenían la posibilidad de conocer a las personas, acompañarlas en las etapas decisivas de su camino, estar al corriente de sus historias familiares. Hoy se les cambia de un sitio a otro con una frecuencia impresionante. El párroco no echa raíces en ninguna parte. No quiero pensar si es un bien, tanto para el pastor como para la grey.
El señor Luis, a este propósito, ataca duramente: «Es inútil que vengan a predicarnos la fidelidad, si después ellos se cansan fácilmente de su pueblo y van en busca de uno más numeroso, que les satisfaga más, que esté a su altura...».
Carlitos, que desde hace tiempo no pisa en la iglesia, lanza por su parte alguna exageración: «Papá, tú no entiendes nada, eres peor que mamá: esos miran codiciosamente los pastos mejores para ellos, no para las ovejas...».
Llega de repuesto el señor Angel, estanquero y droguero del pueblo: «Yo no me conformo con un cura que entierre a los muertos, bendiga los matrimonios, y administre los bautismos (cada día más raros). A mí me sirve un cura que viva nuestra vida de cada día, que no pierda el contacto con la gente. Asegurar la misa no es suficiente (y luego, cada poco hay uno distinto, ni siquiera se preocupan de hacer las presentaciones), hay que garantizar una presencia, una participación en nuestras vidas...».
Estoy seguro que tampoco Jeremías, frente a este cuadro más bien desalentador de la situación, sabría qué decir. Y, de todos modos, no tendría recetas milagrosas que proponer. Aunque el Señor declara «yo mismo reuniré el resto de mis ovejas...», siempre deberá confiarlas a alguno. ¿Y si a este alguno solamente se le puede hallar por teléfono (y no siempre)?
Herido en el corazón
El domingo he vuelto a ocupar disciplinadamente mi puesto en los bancos de la parroquia de adopción (de notables dimensiones, y con dos curas que la presiden). Miraba al párroco que estaba en el altar y pensaba: «Mantengámoslo bien cogido, con la esperanza de que no se canse de nosotros. Y esperemos sobre todo que no le asciendan».
El ha comentado la frase final del texto evangélico: «Al desembarcar, Jesús vio una multitud y le dio lástima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor; y se puso a enseñarles con calma». Ha subrayado el hecho de que Jesús quedó, por decirlo de alguna manera, afectado, herido en su corazón a la vista de aquella multitud que lo seguía de todas partes y no le concedía ni siquiera una hora de descanso junto a sus amigos, que tenían necesidad de ello después de estar sobrecargados de grandes (entonces no se decía aún «estresantes») esfuerzos apostólicos.
También ha dicho que Jesús fue herido en su corazón desde el día en que había abandonado al Padre y había venido a habitar en medio de nosotros para compartir nuestra atribulada existencia. Su recorrido ha sido de misericordia, iniciado en el vientre de la Virgen y terminado en la cruz y resurrección.
Por tanto el motor de su aventura en el mundo no ha sido otro que el amor. Un amor que se deja herir, sacudir, turbar, desconcertar, conmoverse a la vista de nuestra miseria.
A partir de esta consideración, he elaborado algunos pensamientos por mi cuenta. Ese «recorrido de misericordia» continúa a través de todos aquellos a los que se les ha confiado la custodia de la grey, siempre en peligro de ser abandonada y dispersa. Sí, el cura debería manifestarse, en toda ocasión, como el intérprete de la misericordia del Señor frente a nosotros. Si el cura no aparece perennemente «herido en el corazón», no nos sirve.
Jeremías pone en labios de Dios esta expresión a propósito de las ovejas: «Ninguna se perderá». Desgraciadamente hoy el pastor, si abre los ojos y hace un recuento aproximado, se da cuenta de que faltan bastantes a la llamada y, si es verdadero pastor, debe sentir un dolor en el corazón. En ese caso la declaración de Jeremías seguiría siendo igualmente válida: en el corazón del cura no falta ni siquiera una. Todas las ovejas están presentes, comprendidas esas que se mantienen obstinadamente lejanas.
Preceder a los fugitivos
La escena descrita por el evangelio, con aquella gente que no da tregua a Jesús y al grupo de discípulos, y anula su intento de evasión hacia un «sitio tranquilo», vista a la luz de la situación actual, aparece un poco irreal. Se diría, más bien, que muchos de nosotros se han especializado en sentido contrario, o sea, en hacer perder sus huellas, en huir.
Es importante, entonces, que el cura intuya cuáles son los momentos, las encrucijadas en donde encontrar a los desbandados, a los fugitivos, a los desertores, esos que soportan duros golpes de la vida, los desorientados, los indiferentes, los desilusionados. Se trata de «sorprenderlos» con maniobras discretas de cerco, con una presencia delicada pero tenaz.
No es sólo el cura el que debe esperarse «hermosas sorpresas» de su gente. También nosotros quisiéramos que el cura nos reservase alguna sorpresa. ¡Qué hermoso sería experimentar, en los momentos cruciales, que él sabe cómo y dónde encontrarnos!
Los papeles, respecto a lo que ha sucedido aquel día en el lago, se han invertido. El cura es quien, viendo «partir» a tanta gente, «entiende» que debe precederla en la otra orilla.
Dales, Señor, un poco de descanso...
Una consideración personal más. Me ha tocado alguna vez escuchar el elogio (fúnebre) de ciertos párrocos a quienes se les define, con una buena dosis de retórica, «pastores infatigables e insomnes, que no se concedían ni un momento de descanso». Jesús parece ver las cosas desde una perspectiva opuesta:
«Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar un poco».
El les ha mandado a misionar, y quiere que descansen de las fatigas apostólicas, recuperen las energías gastadas, con un periodo de distensión.
Un sacerdote amigo me confiaba que su arzobispo, cuando recibía a un sacerdote, la primera pregunta que le hacía era ésta: «¿Has tenido vacaciones?».
Jesús mismo es el que sustrae a sus colaboradores de la vorágine de la acción. La operación sería muy oportuna especialmente en nuestro tiempo, en que los curas parecen aturdidos por el frenesí de la actividad, y ya no tienen tiempo ni para sí ni para los otros (cosa extraña: muchos de ellos, cuando se les pide un poco de tiempo para hablar con calma, se escabullen siempre diciendo que tienen asuntos urgentes que resolver, cosas importantes a que dedicarse, citas que respetar. Dan ganas de comentar: siempre comprometidos en otra parte, siempre ocupados en otra cosa...).
Me siento tranquilizado por un cura que, además de trabajar mucho, encuentra tiempo para «descansar» en las inmediatas cercanías del Señor.
Parece que algunos santos, invitados a reservarse un poco, declararon: «Ya habrá tiempo de descansar en el más allá». Creo modestamente que paradas periódicas, ya en esta ribera, producen efectos benéficos tanto en los pastores como en su grey.
Señor, dales un poco de descanso, junto a ti, ya en esta tierra...
El muro ha sido reconstruido
Me doy cuenta de que he hablado demasiado. Pero me doy cuenta también de que el predicador, el domingo, ha dejado totalmente de lado «el muro que los separaba» de que hablaba Pablo en la segunda lectura.
Lo he remediado en casa, porque el tema me interesaba mucho. También en la oficina de vez en cuando un colega, el señor Ricardo, y yo discurrimos; él está muy empeñado en la demolición del fatídico muro.
En efecto, con toda evidencia, el «muro de enemistad», derribado por Jesús, ha sido inmediatamente reconstruido y potenciado a lo largo de los siglos. También hoy, a pesar de documentos, gestos y pronunciamientos oficiales, las relaciones con los hermanos mayores judíos, a nivel de mentalidad popular, están aún dominadas por prejuicios, estereotipos, lugares comunes que se resisten a morir. La cultura del desprecio no ha desaparecido del todo de nuestro horizonte. Basta oír ciertas predicaciones para darse cuenta de ello.
Recientemente, mi hija teóloga me ha puesto ante los ojos —había que pagarlo— un grueso volumen escrito por un jesuita trasplantado a Israel. Se titula Comenzando por Jerusalén. Leyendo esas páginas, me he dado cuenta de la riqueza de que nos privamos, incluso a nivel de interpretación de la palabra de Dios, rechazando estudiar el patrimonio judío, y manteniendo un absurdo complejo de superioridad frente al pueblo elegido. Cuando se cortan las ineludibles raíces judías, nuestra fe se vuelve frágil y seca.
A su vez, el apasionado colega Ricardo me ha hablado largamente de una intrépida mujer lombarda, María Baxiu, que en el curso de su existencia (1924-1982), ha dado fuertes empujones a ese muro recorriendo un camino que muchos, comprendidos hombres de Iglesia, dudan aún emprender.
Parece que está disminuyendo la enemistad, al menos en su forma más clamorosa. Pero el territorio de una verdadera amistad, de un enriquecimiento y de un profundo conocimiento recíproco, queda aún en gran parte por explorar.
Señor párroco, ¿no sería el caso de afrontar el tema en la iglesia? ¿de explicar por qué nos gustan tanto los vallados?
Aprovechándome anticipadamente de las vacaciones, esta semana he hecho un recorrido por los lugares de mi infancia. Hubiera deseado que estuviese conmigo el profeta Jeremías, para que se diese cuenta de cómo están las cosas, y ver cómo hubiera descrito la situación actual y los remedios que propondría.
Pueblos un poco fuera del mundo, pero que tenían como punto de referencia al párroco, ahora aparecen despoblados, y además no tienen cura. Con una punta de amargura lo comenta la señora Nina: «Se van todos. Y también el cura. Dice que aquí no hay nada que hacer, no se puede gastar la vida ocupándose de cuatro gatos...».
En realidad se ha hecho la unificación, solución obligada dada la escasez de vocaciones y el envejecimiento cada día más acentuado de los sacerdotes en servicio. Ahora se confían tres o cuatro parroquias al cuidado de un único pastor.
El cura pasa, el sábado y el domingo, sembrando alguna misa rápida; después ya no se deja ver en toda la semana.
La vieja Mariana se desfoga: «Nos han dicho que cuando tengamos necesidad, basta que llamemos por teléfono... Han dejado el número en la puerta de la iglesia, mejor dicho una fila de números... Lo malo es que nadie responde o aparece una voz que habla sola y dice que «se deje el mensaje». Mi marido, que es un poco duro de oído, una vez entendió «un masaje», y ha concluido que eso iría bien para su artrosis... Pero yo ¿qué puedo decir al teléfono? Que no hay nadie que se esté muriendo, que no hay urgencia alguna, pero que necesitaría tanto una palabra de ánimo...».
Y después, en muchos lugares, están los párrocos intercambiables. Antes los curas, salvo raras excepciones, permanecían en una parroquia hasta la muerte. Y así tenían la posibilidad de conocer a las personas, acompañarlas en las etapas decisivas de su camino, estar al corriente de sus historias familiares. Hoy se les cambia de un sitio a otro con una frecuencia impresionante. El párroco no echa raíces en ninguna parte. No quiero pensar si es un bien, tanto para el pastor como para la grey.
El señor Luis, a este propósito, ataca duramente: «Es inútil que vengan a predicarnos la fidelidad, si después ellos se cansan fácilmente de su pueblo y van en busca de uno más numeroso, que les satisfaga más, que esté a su altura...».
Carlitos, que desde hace tiempo no pisa en la iglesia, lanza por su parte alguna exageración: «Papá, tú no entiendes nada, eres peor que mamá: esos miran codiciosamente los pastos mejores para ellos, no para las ovejas...».
Llega de repuesto el señor Angel, estanquero y droguero del pueblo: «Yo no me conformo con un cura que entierre a los muertos, bendiga los matrimonios, y administre los bautismos (cada día más raros). A mí me sirve un cura que viva nuestra vida de cada día, que no pierda el contacto con la gente. Asegurar la misa no es suficiente (y luego, cada poco hay uno distinto, ni siquiera se preocupan de hacer las presentaciones), hay que garantizar una presencia, una participación en nuestras vidas...».
Estoy seguro que tampoco Jeremías, frente a este cuadro más bien desalentador de la situación, sabría qué decir. Y, de todos modos, no tendría recetas milagrosas que proponer. Aunque el Señor declara «yo mismo reuniré el resto de mis ovejas...», siempre deberá confiarlas a alguno. ¿Y si a este alguno solamente se le puede hallar por teléfono (y no siempre)?
Herido en el corazón
El domingo he vuelto a ocupar disciplinadamente mi puesto en los bancos de la parroquia de adopción (de notables dimensiones, y con dos curas que la presiden). Miraba al párroco que estaba en el altar y pensaba: «Mantengámoslo bien cogido, con la esperanza de que no se canse de nosotros. Y esperemos sobre todo que no le asciendan».
El ha comentado la frase final del texto evangélico: «Al desembarcar, Jesús vio una multitud y le dio lástima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor; y se puso a enseñarles con calma». Ha subrayado el hecho de que Jesús quedó, por decirlo de alguna manera, afectado, herido en su corazón a la vista de aquella multitud que lo seguía de todas partes y no le concedía ni siquiera una hora de descanso junto a sus amigos, que tenían necesidad de ello después de estar sobrecargados de grandes (entonces no se decía aún «estresantes») esfuerzos apostólicos.
También ha dicho que Jesús fue herido en su corazón desde el día en que había abandonado al Padre y había venido a habitar en medio de nosotros para compartir nuestra atribulada existencia. Su recorrido ha sido de misericordia, iniciado en el vientre de la Virgen y terminado en la cruz y resurrección.
Por tanto el motor de su aventura en el mundo no ha sido otro que el amor. Un amor que se deja herir, sacudir, turbar, desconcertar, conmoverse a la vista de nuestra miseria.
A partir de esta consideración, he elaborado algunos pensamientos por mi cuenta. Ese «recorrido de misericordia» continúa a través de todos aquellos a los que se les ha confiado la custodia de la grey, siempre en peligro de ser abandonada y dispersa. Sí, el cura debería manifestarse, en toda ocasión, como el intérprete de la misericordia del Señor frente a nosotros. Si el cura no aparece perennemente «herido en el corazón», no nos sirve.
Jeremías pone en labios de Dios esta expresión a propósito de las ovejas: «Ninguna se perderá». Desgraciadamente hoy el pastor, si abre los ojos y hace un recuento aproximado, se da cuenta de que faltan bastantes a la llamada y, si es verdadero pastor, debe sentir un dolor en el corazón. En ese caso la declaración de Jeremías seguiría siendo igualmente válida: en el corazón del cura no falta ni siquiera una. Todas las ovejas están presentes, comprendidas esas que se mantienen obstinadamente lejanas.
Preceder a los fugitivos
La escena descrita por el evangelio, con aquella gente que no da tregua a Jesús y al grupo de discípulos, y anula su intento de evasión hacia un «sitio tranquilo», vista a la luz de la situación actual, aparece un poco irreal. Se diría, más bien, que muchos de nosotros se han especializado en sentido contrario, o sea, en hacer perder sus huellas, en huir.
Es importante, entonces, que el cura intuya cuáles son los momentos, las encrucijadas en donde encontrar a los desbandados, a los fugitivos, a los desertores, esos que soportan duros golpes de la vida, los desorientados, los indiferentes, los desilusionados. Se trata de «sorprenderlos» con maniobras discretas de cerco, con una presencia delicada pero tenaz.
No es sólo el cura el que debe esperarse «hermosas sorpresas» de su gente. También nosotros quisiéramos que el cura nos reservase alguna sorpresa. ¡Qué hermoso sería experimentar, en los momentos cruciales, que él sabe cómo y dónde encontrarnos!
Los papeles, respecto a lo que ha sucedido aquel día en el lago, se han invertido. El cura es quien, viendo «partir» a tanta gente, «entiende» que debe precederla en la otra orilla.
Dales, Señor, un poco de descanso...
Una consideración personal más. Me ha tocado alguna vez escuchar el elogio (fúnebre) de ciertos párrocos a quienes se les define, con una buena dosis de retórica, «pastores infatigables e insomnes, que no se concedían ni un momento de descanso». Jesús parece ver las cosas desde una perspectiva opuesta:
«Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar un poco».
El les ha mandado a misionar, y quiere que descansen de las fatigas apostólicas, recuperen las energías gastadas, con un periodo de distensión.
Un sacerdote amigo me confiaba que su arzobispo, cuando recibía a un sacerdote, la primera pregunta que le hacía era ésta: «¿Has tenido vacaciones?».
Jesús mismo es el que sustrae a sus colaboradores de la vorágine de la acción. La operación sería muy oportuna especialmente en nuestro tiempo, en que los curas parecen aturdidos por el frenesí de la actividad, y ya no tienen tiempo ni para sí ni para los otros (cosa extraña: muchos de ellos, cuando se les pide un poco de tiempo para hablar con calma, se escabullen siempre diciendo que tienen asuntos urgentes que resolver, cosas importantes a que dedicarse, citas que respetar. Dan ganas de comentar: siempre comprometidos en otra parte, siempre ocupados en otra cosa...).
Me siento tranquilizado por un cura que, además de trabajar mucho, encuentra tiempo para «descansar» en las inmediatas cercanías del Señor.
Parece que algunos santos, invitados a reservarse un poco, declararon: «Ya habrá tiempo de descansar en el más allá». Creo modestamente que paradas periódicas, ya en esta ribera, producen efectos benéficos tanto en los pastores como en su grey.
Señor, dales un poco de descanso, junto a ti, ya en esta tierra...
El muro ha sido reconstruido
Me doy cuenta de que he hablado demasiado. Pero me doy cuenta también de que el predicador, el domingo, ha dejado totalmente de lado «el muro que los separaba» de que hablaba Pablo en la segunda lectura.
Lo he remediado en casa, porque el tema me interesaba mucho. También en la oficina de vez en cuando un colega, el señor Ricardo, y yo discurrimos; él está muy empeñado en la demolición del fatídico muro.
En efecto, con toda evidencia, el «muro de enemistad», derribado por Jesús, ha sido inmediatamente reconstruido y potenciado a lo largo de los siglos. También hoy, a pesar de documentos, gestos y pronunciamientos oficiales, las relaciones con los hermanos mayores judíos, a nivel de mentalidad popular, están aún dominadas por prejuicios, estereotipos, lugares comunes que se resisten a morir. La cultura del desprecio no ha desaparecido del todo de nuestro horizonte. Basta oír ciertas predicaciones para darse cuenta de ello.
Recientemente, mi hija teóloga me ha puesto ante los ojos —había que pagarlo— un grueso volumen escrito por un jesuita trasplantado a Israel. Se titula Comenzando por Jerusalén. Leyendo esas páginas, me he dado cuenta de la riqueza de que nos privamos, incluso a nivel de interpretación de la palabra de Dios, rechazando estudiar el patrimonio judío, y manteniendo un absurdo complejo de superioridad frente al pueblo elegido. Cuando se cortan las ineludibles raíces judías, nuestra fe se vuelve frágil y seca.
A su vez, el apasionado colega Ricardo me ha hablado largamente de una intrépida mujer lombarda, María Baxiu, que en el curso de su existencia (1924-1982), ha dado fuertes empujones a ese muro recorriendo un camino que muchos, comprendidos hombres de Iglesia, dudan aún emprender.
Parece que está disminuyendo la enemistad, al menos en su forma más clamorosa. Pero el territorio de una verdadera amistad, de un enriquecimiento y de un profundo conocimiento recíproco, queda aún en gran parte por explorar.
Señor párroco, ¿no sería el caso de afrontar el tema en la iglesia? ¿de explicar por qué nos gustan tanto los vallados?
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