En el Evangelio del domingo pasado se nos relataba el momento en que Jesús comenzó a enviar a sus Doce discípulos de dos en dos “a predicar con poder de expulsar demonios”. Jesús los había prevenido de la eventualidad de no ser recibidos ni escuchados. Pero, según el resumen de los resultados, no parece haberse verificado ese caso desfavorable: “Predicaron que la gente se convirtiera, expulsaron a muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban” (Mc 6,12-13). Comprendemos el entusiasmo que produce una sola curación milagrosa; imaginemos qué habrá sido la curación de “muchos enfermos” y la liberación de “muchos” endemoniados. Era natural que los apóstoles quisieran volver donde Jesús para informarlo sobre este éxito. Esto es lo que nos relata el Evangelio de hoy.
“Los apóstoles se reunieron con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y lo que habían enseñado”. ¡Cómo desearíamos conocer esa evaluación de la primera misión! Pero el Evangelio de Marcos no incluye detalles ni registra reacción alguna de Jesús. En el Evangelio de Lucas, en cambio, se nos informa que los enviados “regresaron alegres diciendo: ‘Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre’” (Lc 10,17). Y allí Jesús reacciona enseñando cuál tiene que ser el verdadero motivo de alegría para un misionero: “No os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos de que vuestros nombres estén escritos en el cielo” (Lc 10,20). Todo el que enseña o cumple fielmente cualquier otra misión en el nombre de Cristo tiene su propio nombre escrito en el cielo; y esto debe ser motivo suficiente de alegría, independientemente del éxito o fracaso. Si el éxito no lo exalta, el fracaso tampoco lo abate. En realidad, en la misión de evangelización cualquier éxito es siempre obra de Dios.
Jesús se preocupa de que los apóstoles, después de la misión, tengan un tiempo de recogimiento en el silencio y la soledad: “Él, entonces, les dice: ‘Venid también vosotros aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco’...”. Cuando se trata de anunciar el misterio de Cristo es esencial que el misionero haya tenido una experiencia personal de ese misterio; de lo contrario, lo que anuncie carecerá de convicción. Pero nadie puede tener una experiencia verdadera del misterio de aquel que es Dios verdadero y hombre verdadero sino en el silencio. Es lo que recalca el Santo Padre en su carta apostólica “Tertio millennio ineunte”: “A la contemplación plena del rostro del Señor no llegamos sólo con nuestras fuerzas, sino dejandonos guiar por la gracia. Sólo la experiencia del silencio y de la oración ofrece el horizonte adecuado en el que puede madurar y desarrollarse el conocimiento más auténtico, fiel y coherente de aquel misterio” (N. 20). Ante la agitación y el ruido de la vida moderna la actitud de Jesús y sus apóstoles es una advertencia que debemos tener presente: “Se fueron en la barca, aparte, a un lugar solitario”.
Pero no pudieron sustraerse al entusiasmo de la gente y, no obstante anhelar la soledad, Jesús debió ceder ante su evidente estado de abandono: “Al desembarcar, vio mucha gente, sintió compasión de ellos, pues estaban como ovejas que no tienen pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas”. Asistimos a un sentimiento íntimo de Jesús: siente compasión, es decir, sufre haciendo suyo el mal que sufre la gente. Y el mal de ellos se describe con una comparación: “Estaban como ovejas sin pastor”. Están sin alguien que los guíe, sus vidas carecen de sentido y transcurren en la banalidad. Este es el mal mayor que puede sufrir el ser humano: estar creado para Dios e ignorarlo, y vivir sin más horizonte que esta tierra. Para poner remedio a este mal Jesús “se puso a enseñarles muchas cosas”.
¿Qué impresión producirá a Jesús la gente de nuestro tiempo y de nuestro entorno? Vemos que gran parte de nuestra juventud y de nuestros adultos tienen su mente y sus pensamientos poblados de las imágenes y las tramas de las teleseries, los “Machos...”, los “reality shows” y otras banalidades del momento, y sobre estos temas versan sus conversaciones. Para comprender el mal que esto entraña consideremos el inmenso contraste con lo que afirma San Juan de la Cruz: “Un solo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo; por tanto, sólo Dios es digno de él” (Dichos de amor y luz, 34; cf. 115). Sólo el pensamiento sobre Dios eleva al hombre; esas otras frivolidades lo de-gradan.
La misión de Jesús fue precisamente dar a conocer a Dios para que sólo Él ocupe el pensamiento del hombre. Él mismo lo declara: “Os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15,15). El que tiene su pensamiento en lo que Jesús ha dado a conocer sobre su Padre merece ser llamado “amigo” de Jesús. En la víspera de su pasión Jesús se dirige a su Padre y ora así: “Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar... He manifestado tu Nombre a los hombres... Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer...” (Jn 17,4.6.26). Con razón el evangelista San Juan resume la misión de Jesús en estos términos: “A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, él lo ha contado” (Jn 1,18). Sabemos, entonces, lo que Jesús se puso a enseñar a aquellos hombres que estaban como ovejas sin pastor. Nosotros tenemos esta enseñanza a nuestra disposición en el Evangelio, que “es fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree” (Rom 1,16). Es muy triste constatar que los jóvenes y adultos de nuestra sociedad gocen con un mundo tan radicalmente opuesto a esa “fuerza de Dios” que es el Evangelio. ¡Están como ovejas sin pastor!
“Los apóstoles se reunieron con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y lo que habían enseñado”. ¡Cómo desearíamos conocer esa evaluación de la primera misión! Pero el Evangelio de Marcos no incluye detalles ni registra reacción alguna de Jesús. En el Evangelio de Lucas, en cambio, se nos informa que los enviados “regresaron alegres diciendo: ‘Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre’” (Lc 10,17). Y allí Jesús reacciona enseñando cuál tiene que ser el verdadero motivo de alegría para un misionero: “No os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos de que vuestros nombres estén escritos en el cielo” (Lc 10,20). Todo el que enseña o cumple fielmente cualquier otra misión en el nombre de Cristo tiene su propio nombre escrito en el cielo; y esto debe ser motivo suficiente de alegría, independientemente del éxito o fracaso. Si el éxito no lo exalta, el fracaso tampoco lo abate. En realidad, en la misión de evangelización cualquier éxito es siempre obra de Dios.
Jesús se preocupa de que los apóstoles, después de la misión, tengan un tiempo de recogimiento en el silencio y la soledad: “Él, entonces, les dice: ‘Venid también vosotros aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco’...”. Cuando se trata de anunciar el misterio de Cristo es esencial que el misionero haya tenido una experiencia personal de ese misterio; de lo contrario, lo que anuncie carecerá de convicción. Pero nadie puede tener una experiencia verdadera del misterio de aquel que es Dios verdadero y hombre verdadero sino en el silencio. Es lo que recalca el Santo Padre en su carta apostólica “Tertio millennio ineunte”: “A la contemplación plena del rostro del Señor no llegamos sólo con nuestras fuerzas, sino dejandonos guiar por la gracia. Sólo la experiencia del silencio y de la oración ofrece el horizonte adecuado en el que puede madurar y desarrollarse el conocimiento más auténtico, fiel y coherente de aquel misterio” (N. 20). Ante la agitación y el ruido de la vida moderna la actitud de Jesús y sus apóstoles es una advertencia que debemos tener presente: “Se fueron en la barca, aparte, a un lugar solitario”.
Pero no pudieron sustraerse al entusiasmo de la gente y, no obstante anhelar la soledad, Jesús debió ceder ante su evidente estado de abandono: “Al desembarcar, vio mucha gente, sintió compasión de ellos, pues estaban como ovejas que no tienen pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas”. Asistimos a un sentimiento íntimo de Jesús: siente compasión, es decir, sufre haciendo suyo el mal que sufre la gente. Y el mal de ellos se describe con una comparación: “Estaban como ovejas sin pastor”. Están sin alguien que los guíe, sus vidas carecen de sentido y transcurren en la banalidad. Este es el mal mayor que puede sufrir el ser humano: estar creado para Dios e ignorarlo, y vivir sin más horizonte que esta tierra. Para poner remedio a este mal Jesús “se puso a enseñarles muchas cosas”.
¿Qué impresión producirá a Jesús la gente de nuestro tiempo y de nuestro entorno? Vemos que gran parte de nuestra juventud y de nuestros adultos tienen su mente y sus pensamientos poblados de las imágenes y las tramas de las teleseries, los “Machos...”, los “reality shows” y otras banalidades del momento, y sobre estos temas versan sus conversaciones. Para comprender el mal que esto entraña consideremos el inmenso contraste con lo que afirma San Juan de la Cruz: “Un solo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo; por tanto, sólo Dios es digno de él” (Dichos de amor y luz, 34; cf. 115). Sólo el pensamiento sobre Dios eleva al hombre; esas otras frivolidades lo de-gradan.
La misión de Jesús fue precisamente dar a conocer a Dios para que sólo Él ocupe el pensamiento del hombre. Él mismo lo declara: “Os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15,15). El que tiene su pensamiento en lo que Jesús ha dado a conocer sobre su Padre merece ser llamado “amigo” de Jesús. En la víspera de su pasión Jesús se dirige a su Padre y ora así: “Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar... He manifestado tu Nombre a los hombres... Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer...” (Jn 17,4.6.26). Con razón el evangelista San Juan resume la misión de Jesús en estos términos: “A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, él lo ha contado” (Jn 1,18). Sabemos, entonces, lo que Jesús se puso a enseñar a aquellos hombres que estaban como ovejas sin pastor. Nosotros tenemos esta enseñanza a nuestra disposición en el Evangelio, que “es fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree” (Rom 1,16). Es muy triste constatar que los jóvenes y adultos de nuestra sociedad gocen con un mundo tan radicalmente opuesto a esa “fuerza de Dios” que es el Evangelio. ¡Están como ovejas sin pastor!
No hay comentarios:
Publicar un comentario