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sábado, 8 de agosto de 2009

XIX Domingo del T.O. (Juan 6,41-52) - Ciclo B: PARA QUE EL MUNDO VIVA

Por Jesus Pelaez
Publicado por Fundación Epsilón

Todas las religiones afirman, de un modo u otro, que la salvación del hombre viene del cielo. Y es verdad; sólo que Dios ha decidido que la vida definitiva se ponga al alcance de la humanidad entera a través del Hijo del hombre que se entrega para que el mundo viva. Eso sí, en esa humanidad que se entrega se manifiesta la fuerza de la vida y el amor de un Dios que es Padre.

NO SE LO PODÍAN CREER

Los judíos de! régimen lo criticaban porque había dicho: «Yo soy el pan bajado del cielo», y decían: -Pero ¿no es éste Jesús, e! hijo de José, de quien nosotros conocemos el padre y la madre? ¿Cómo dice ahora: «He bajado del cielo»?
No. No se lo podían creer. Ellos llevaban mucho tiempo dedicados a alejar (ellos dirían ensalzar o enaltecer) a Dios de este mundo, a poner de relieve la infinita distancia entre Dios y los hombres, y ahora viene uno, al que conocieron de pequeño, de quien conocen a toda su familia, con quien algunos seguro que jugaron de niños y trabajaron de mayores... y dice que ha bajado del cielo.
Las tradiciones judías anunciaban un enviado de Dios que bajaría del cielo de manera portentosa, aparecería en el templo en un momento en el que sus atrios estuvieran repletos de gente para que quedara claro ante todos su origen divino (véase Mt 4,5-6; Lc 4,9-11). Pero a Jesús lo conocían bien, carne de su misma carne y hueso de sus mismos huesos, sabían de dónde venía, conocían incluso a sus abuelos...
Pero no conocían al Padre. Esa es la respuesta de Jesús a sus críticas. No acepta, por el momento, la discusión sobre su origen, sino que pone de relieve la causa última por la que ellos no pueden aceptar que él, un hombre de carne y hueso, tenga un origen divino: no conocen al Padre, no conocen ni les interesa conocer a Dios como Padre; prefieren un Dios dueño, legislador...; no han comprendido que la grandeza de Dios no consiste en su distancia respecto al hombre, sino en su inmensa capacidad de dar vida, en su infinito amor, que lo hace estar siempre cerca del mundo y que se manifiesta en una constante oferta de libertad y de vida definitiva en favor del hombre; si conocieran al Padre, lo aceptarían a él: « ... todo el que escucha al Padre y aprende, se acerca a mí.»


EL PAN DE LA LIBERTAD

Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto, pero murieron; éste es el pan que baja del cielo para comerlo y no morir.

El éxodo, el proceso de liberación que dio origen al pueblo de Israel, no logró plenamente sus objetivos. Los que habían sido esclavos no llegaron a completar el camino hacia la tierra prometida; por no fiarse de Dios, por no creer en su amor, por renegar una y otra vez de la libertad (Nm 14,2; Dt 1,27.32), murieron antes de llegar a la tierra de Canaán (Nm 14,22; Dt 1,34.37; Jos 5,6; Sal 95,7-11), y aunque dejaron de ser esclavos, no llegaron a vivir en la prometida tierra de la libertad. Aquel maná no fue para ellos suficiente garantía de libertad y de vida. Para el nuevo proceso de liberación, el Padre ofrece otro pan, ahora a todos los hombres, que garantiza una vida de una calidad nueva, una vida plenamente lograda que ya ha vencido a la muerte.
Para conseguir esa vida hay que comer de ese pan, esto es, hay que asimilarse al Hombre que se ofrece como pan, que se entrega como amor, que se da como expresión de solidaridad; hay que comprender y aceptar la señal contenida en el reparto de los panes y de los peces... Y lo mismo que en el antiguo éxodo deberían haber aceptado sin recelo la libertad ofrecida y conseguida por el Señor, de la misma manera ahora deben aceptar a este Hombre a través del cual Dios asegura una libertad que no será vencida ni siquiera por la muerte: «Nadie puede llegar hasta mí si el Padre, que me envió, no tira de él, y yo lo resucitaré en el último día.»


PAN VIVO... PARA QUE EL MUNDO VIVA

Yo soy el pan vivo bajado del cielo; el que come pan de éste vivirá para siempre. Pero, además, el pan que yo voy a dar es mi carne, para que el mundo viva.

Entre los diversos modos de nombrar al ser humano en el Nuevo Testamento, «carne» se refiere al hombre en su aspecto débil, mortal, terreno. La frase con la que finaliza hoy la lectura del evangelio, fuerte y provocadora, quiere destacar precisamente lo que con más dureza se resistían a aceptar los judíos del régimen: que la salvación que Dios ofrece pasa necesariamente por la humanidad de Jesús y la de todos aquellos que, con él, acepten a Dios como Padre y, por consiguiente, reconozcan a los hombres como hermanos. Lo que va a asegurar la vida y a garantizar la libertad de la humanidad toda es el don que el Hijo del hombre hace de su propia vida y el que otros hombres harán tras él. Porque, y ésta es otra diferencia importante en relación con el primer éxodo, ahora la salvación de Dios no se ofrece sólo a un pueblo, sino que se abre para todo el mundo.
La encarnación es el hecho central de nuestra fe; sin embargo, demasiado a menudo no pasa de ser una verdad teórica a la que se buscan explicaciones filosóficas más o menos convincentes. Pero, a la hora de la verdad, ¿aceptamos o no aceptamos la humanidad de Jesús? ¿Seguimos afirmando que todo lo humano es malo, que el cuerpo es una cárcel para el alma y cosas por el estilo? ¿Seguimos insistiendo en que Dios está lejos y que para acercarse a Dios hay que alejarse del mundo y del hombre? Si no nos convencemos de que Dios ha querido acercarse al hombre, tomar rostro de hombre y salvar al mundo mediante el hombre mismo, estaremos escondiendo, una vez más, la vida y la libertad que Dios ofrece para la salvación del mundo.

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