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sábado, 8 de agosto de 2009

EL TERCER OJO

XIX Domingo del T.O. (Juan 6,41-52) - Ciclo B
Por Enrique Martínez Lozano
Publicado por Fe Adulta

El autor del evangelio sitúa esta confrontación –que seguiremos leyendo el domingo próximo- en la sinagoga de Cafarnaún (6,59), en el ámbito del judaísmo más estricto. Sin duda, refleja la controversia, surgida en tiempos del propio evangelista, entre la Sinagoga y la comunidad primitiva de los discípulos, a propósito de la figura y de la obra de Jesús.

En toda esta polémica, que va del 6,33 hasta el 6,58, pueden distinguirse dos partes diferenciadas, tal como lo hace claramente la edición de La Casa de la Biblia, que las designa de un modo ajustado:
• el discurso sobre el pan de vida (versos 33-50)
• el discurso eucarístico (versos 51-58).

El paso del uno al otro se opera a través de un cambio de la simbología, siempre dentro de la referencia del éxodo: se pasa del pan a la carne, del maná al cordero. Eso hace que se modifique incluso el verbo: de “comer” (el pan) a “masticar” (la carne).

Esta diferencia tiene todo su sentido en este evangelio, que no narrará el relato de la institución de la Eucaristía en el marco de la “Última Cena”: el mensaje eucarístico se ofrece en este capítulo.

El texto de este domingo corresponde al primero de esos dos discursos, si bien en su última frase se inicia ya la transición al segundo: “el pan que yo daré es mi carne…”.

El primer motivo de discusión tiene que ver con el origen de Jesús, un tema muy querido para el autor del evangelio, que vuelve sobre él una y otra vez. Para la comunidad de Juan, Jesús es “el que ha bajado del cielo”. Basta recordar el “diálogo con Nicodemo”, en el capítulo 3, para advertir la insistencia en esa afirmación.

Frente a una tal pretensión, no extraña que los judíos apelen a los orígenes familiares de Jesús: su padre es José, conocen a su madre… ¿Cómo alguien puede afirmar que “ha bajado del cielo”?

Como en tantas otras ocasiones en que manejamos textos (religiosos) antiguos, necesitamos distinguir…
• las formas: el modo de expresarse, el “idioma cultural” propio de su época
• el contenido: válido para todos los tiempos, debido precisamente a su atemporalidad.

Las formas hablan de “bajar del cielo”, en un lenguaje mítico que considera la realidad dividida y separada en tres niveles: cielo / tierra / abismo.

En esa cosmovisión, afirmar de alguien que “ha bajado del cielo” significa sencillamente que “viene” de Dios o, mejor todavía, que transparenta a Dios. Y aquí es donde se entronca el contenido de este discurso, con el que la comunidad de Juan quiere presentarnos la verdad más profunda de Jesús, el que “viene” de –y transparenta a- Dios.

(Digamos, entre paréntesis, que el modo de expresarlo es propio de la comunidad joánica: Jesús no hablaba de esa manera. El lenguaje de todo el cuarto evangelio es propio del autor del mismo, y la polémica suscitada a propósito de la eucaristía no tiene lugar en la vida histórica de Jesús, sino que se desarrolla en la época en que se escribe el evangelio).

¿Cuál es el contenido? La primera referencia es al Padre. Sólo desde el ámbito de lo divino es posible comprender la palabra de Jesús. La percepción de cada nivel de la realidad requiere un “órgano” determinado. El ojo, por ejemplo, puede ver objetos materiales, pero no conceptos mentales.

Alguna tradición espiritual, que se remite, entre otros, a san Buenaventura y Hugo de san Víctor, ha hablado de “los tres ojos” del conocimiento:
• el “ojo de la carne” (lumen exterius o inferius o luz exterior o inferior), capaz de captar el mundo externo de los objetos
• el “ojo de la razón” (lumen interius, o interior) puede conocer verdades de tipo filosófico
• y el “ojo del espíritu” (lumen superius, o superior) tiene acceso a la verdad trascendental o dimensión espiritual de la realidad.
.
La argumentación que el evangelio pone en boca de Jesús es profundamente sabia: con los sentidos y con la razón es imposible acceder a la dimensión más honda de lo real. Con esas herramientas nunca podremos llegar más allá del mundo de los objetos: materiales o mentales. Nos quedaremos en el “mundo chato” de la realidad.

Por eso mismo, aquella sabiduría evangélica resulta de una actualidad incontestable. Nuestra cultura ha tendido a olvidar el “tercer ojo” y, en consecuencia, a descalificar todo lo que él podía aportarnos.

Así hemos llegado a un empobrecimiento reduccionista de lo humano, a la “anemia espiritual de nuestra sociedad, atrapada en el despotismo de los valores estrictamente pragmáticos” (M. Cavallé).

Tiene razón Raimon Panikkar cuando escribe que “la epidemia más grande del mundo moderno es la superficialidad”.

Frente a ese reduccionismo chato y engañoso, la palabra evangélica nos invita a “escuchar al Padre”, a “dejarnos atraer” por el Padre; en definitiva, a dejarnos entrar en el Misterio de lo Real.

Para ello, necesitamos ejercitar el “tercer ojo” o la “capacidad contemplativa”, capaz de ver, más allá de la espesura de lo material y mental, la luminosidad inmaterial de la que todo procede. Contemplar es lo opuesto a pensar, y lo aprendemos en la medida en que nos ejercitamos en, simplemente, estar.

Ha quedado superado el mito de la física atomista y de la ciencia clásica que reducían todo a materia, o que ponían en la materia el origen de todo lo existente. La física moderna no tiene empacho en afirmar que todo lo material está surgiendo del “vacío primordial” o “mente inmaterial”.

Ahora bien, cada uno de los “ojos” tiene sus propios requisitos. Para poder ver con el “ojo del espíritu” necesitamos acallar la mente, gracias a la observación de la misma y a la práctica meditativa.

Sólo así podremos trascenderla y venir al Presente. Es en el presente donde nos encontramos con el “Padre” –el Origen amoroso y la Fuente incesante de lo que es- que en todo se expresa y manifiesta.

Ahí comprenderemos la palabra de Jesús, nos re-conoceremos en él, y empezaremos a experimentar la vida eterna, que no es un tiempo interminable, sino el presente atemporal o, lo que es lo mismo, la Vida en plenitud.

Descubriremos que esa Vida es lo que siempre hemos sido, y entenderemos la verdad de las palabras: “el que coma de este pan vivirá para siempre”.

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