Por Ron Rolheiser
(Traducción de Carmelo Astiz, cmf)
(Traducción de Carmelo Astiz, cmf)
Cuando el célebre historiador Christopher Dawson decidió abrazar la fe católica y romana, su aristocrática madre se sintió consternada, no porque tuviera alguna aversión al dogma católico, sino porque ahora su hijo -según sus propias confusas palabras- tendría que “celebrar el culto con la ayuda”. Estaba fuertemente consciente de que, en la iglesia al menos, su estatus aristocrático no lo colocaría aparte de los otros o por encima de nadie. En la Iglesia sería justamente un igual entre iguales, porque la Eucaristía le despojaría de su estatus social más elevado.
Esa madre intuyó correctamente. La Eucaristía, entre otras cosas, nos llama a la justicia, a hacer caso omiso de la distinción entre ricos y pobres, nobles y labriegos, aristócratas y siervos, tanto en torno a la mesa de la Eucaristía misma como después, fuera ya del templo. La Eucaristía realiza lo que María profetizó cuando estaba encinta con Jesús, a saber, que, en el mismo Jesús, los poderosos serían derribados y que los humildes serían exaltados. Esto fue precisamente lo que en primer lugar atrajo a Dorothy Day al cristianismo. Se dio cuenta de que, en la Eucaristía, los ricos y los pobres se arrodillaban juntos, los unos al lado de los otros, todos iguales en ese momento.
Por desgracia, con frecuencia, nosotros notomamos con seriedad esta dimensión de la Eucaristía. Se da una tendencia común a pensar que la práctica de la justicia, especialmente de la justicia social, es una parte opcional de nuestro ser cristiano, algo mandado más bien por corrección política que por los evangelios. En general no percibimos la llamada a acercarnos activamente a los pobres como algo de lo que no podemos eximirnos.
Pero en esto estamos equivocados. En los evangelios y en las escrituras cristianas en general, la llamada a acercarnos a los pobres y a ayudar a crear condiciones de justicia en el mundo es tan no-negociable como guardar los mandamientos o como ir a la iglesia. Ciertamente, el luchar por la justicia debe formar parte de todo culto auténtico.
En el Nuevo Testamento, en cada diez líneas encontramos un reto directo de acercarnos y alcanzar a los pobres. En el Evangelio de Lucas, encontramos esto cada seis líneas. En la carta de Santiago, esto ocurre cada cinco líneas. El reto de salir hacia los pobres y de nivelar la distinción entre ricos y pobres es parte integral y no-negociable de ser cristiano, mandado con tanta fuerza como cualquier otro mandamiento.
Y este reto se contiene en la eucaristía misma: La mesa de la Eucaristía nos llama a la justicia, a acercarnos y alcanzar a los pobres. ¿Cómo?
En primer lugar, por definición, la mesa eucarística es una mesa de no-discriminación social; un lugar en donde los ricos y los pobres son llamados a estar juntos, prescindiendo de toda clase y estatus. En la Eucaristía no ha de haber ni ricos ni pobres, solamente una familia en total igualdad, orando juntos en una humanidad común. El bautismo nos ha hecho a todos iguales y por esa razón no hay servicios de culto por separado para ricos y para pobres. Más todavía, San Pablo nos advierte enérgicamente que, cuando nos reunimos para la Eucaristía, los ricos no deberían recibir trato preferente.
Efectivamente, los evangelios nos invitan a caminar en dirección opuesta. Nos dicen: Cuando preparamos un banquete habríamos de dar un trato preferencial a los pobres. Esto se aplica especialmente a la Eucaristía. Los pobres habrían de ser acogidos de un modo especial. ¿Por qué?
Porque, entre otras cosas, la Eucaristía conmemora el quebranto de Jesús, su pobreza, su cuerpo desgarrado y su sangre derramada. El célebre teólogo jesuita francés Teilhard de Chardin expresa esto acertadamente cuando sugiere que el vino ofrecido en la Eucaristía simboliza precisamente el quebranto de los pobres: En un cierto sentido la verdadera sustancia que va a ser consagrada cada día es el desarrollo del mundo durante ese día – con el pan que simboliza adecuadamente lo que la creación produce con éxito, y con el vino (sangre) que simboliza lo que la creación hace que se pierda en agotamiento y sufrimiento en el proceso de ese esfuerzo. La Eucaristía ofrece las lágrimas y la sangre de los pobres y nos invita a ayudar a aliviar las circunstancias que producen lágrimas y sangre.
Y hacemos esto, como reza un famoso himno de iglesia, moviéndonos “del culto al servicio”. No vamos a la Eucaristía sólo para rendir culto a Dios expresando nuestra fe y devoción. La Eucaristía no es una plegaria devocional privada, sino más bien un acto de culto comunitario que, entre otras cosas, nos llama a ir adelante y vivir en el mundo lo que celebramos dentro del templo, a saber, la importancia nula de la distinción social, el lugar especial que Dios otorga a las lágrimas y a la sangre de los pobres, y, por parte de Dios, el reto no-negociable a cada uno de nosotros para trabajar por cambiar las condiciones que producen lágrimas y sangre. La Eucaristía nos llama ciertamente a amar con ternura, pero, justo con la misma fuerza, nos llama a actuar con justicia.
El decir que la Eucaristía nos llama a la justicia y a la justicia social no es una afirmación que tenga su origen en la simple corrección política. Su origen es Jesús, quien, recurriendo a los grandes profetas del pasado, nos asegura que la validez de todo culto y adoración será por fin juzgada por cómo afectan a “las viudas, a los huérfanos y a los extraños”.
Esa madre intuyó correctamente. La Eucaristía, entre otras cosas, nos llama a la justicia, a hacer caso omiso de la distinción entre ricos y pobres, nobles y labriegos, aristócratas y siervos, tanto en torno a la mesa de la Eucaristía misma como después, fuera ya del templo. La Eucaristía realiza lo que María profetizó cuando estaba encinta con Jesús, a saber, que, en el mismo Jesús, los poderosos serían derribados y que los humildes serían exaltados. Esto fue precisamente lo que en primer lugar atrajo a Dorothy Day al cristianismo. Se dio cuenta de que, en la Eucaristía, los ricos y los pobres se arrodillaban juntos, los unos al lado de los otros, todos iguales en ese momento.
Por desgracia, con frecuencia, nosotros notomamos con seriedad esta dimensión de la Eucaristía. Se da una tendencia común a pensar que la práctica de la justicia, especialmente de la justicia social, es una parte opcional de nuestro ser cristiano, algo mandado más bien por corrección política que por los evangelios. En general no percibimos la llamada a acercarnos activamente a los pobres como algo de lo que no podemos eximirnos.
Pero en esto estamos equivocados. En los evangelios y en las escrituras cristianas en general, la llamada a acercarnos a los pobres y a ayudar a crear condiciones de justicia en el mundo es tan no-negociable como guardar los mandamientos o como ir a la iglesia. Ciertamente, el luchar por la justicia debe formar parte de todo culto auténtico.
En el Nuevo Testamento, en cada diez líneas encontramos un reto directo de acercarnos y alcanzar a los pobres. En el Evangelio de Lucas, encontramos esto cada seis líneas. En la carta de Santiago, esto ocurre cada cinco líneas. El reto de salir hacia los pobres y de nivelar la distinción entre ricos y pobres es parte integral y no-negociable de ser cristiano, mandado con tanta fuerza como cualquier otro mandamiento.
Y este reto se contiene en la eucaristía misma: La mesa de la Eucaristía nos llama a la justicia, a acercarnos y alcanzar a los pobres. ¿Cómo?
En primer lugar, por definición, la mesa eucarística es una mesa de no-discriminación social; un lugar en donde los ricos y los pobres son llamados a estar juntos, prescindiendo de toda clase y estatus. En la Eucaristía no ha de haber ni ricos ni pobres, solamente una familia en total igualdad, orando juntos en una humanidad común. El bautismo nos ha hecho a todos iguales y por esa razón no hay servicios de culto por separado para ricos y para pobres. Más todavía, San Pablo nos advierte enérgicamente que, cuando nos reunimos para la Eucaristía, los ricos no deberían recibir trato preferente.
Efectivamente, los evangelios nos invitan a caminar en dirección opuesta. Nos dicen: Cuando preparamos un banquete habríamos de dar un trato preferencial a los pobres. Esto se aplica especialmente a la Eucaristía. Los pobres habrían de ser acogidos de un modo especial. ¿Por qué?
Porque, entre otras cosas, la Eucaristía conmemora el quebranto de Jesús, su pobreza, su cuerpo desgarrado y su sangre derramada. El célebre teólogo jesuita francés Teilhard de Chardin expresa esto acertadamente cuando sugiere que el vino ofrecido en la Eucaristía simboliza precisamente el quebranto de los pobres: En un cierto sentido la verdadera sustancia que va a ser consagrada cada día es el desarrollo del mundo durante ese día – con el pan que simboliza adecuadamente lo que la creación produce con éxito, y con el vino (sangre) que simboliza lo que la creación hace que se pierda en agotamiento y sufrimiento en el proceso de ese esfuerzo. La Eucaristía ofrece las lágrimas y la sangre de los pobres y nos invita a ayudar a aliviar las circunstancias que producen lágrimas y sangre.
Y hacemos esto, como reza un famoso himno de iglesia, moviéndonos “del culto al servicio”. No vamos a la Eucaristía sólo para rendir culto a Dios expresando nuestra fe y devoción. La Eucaristía no es una plegaria devocional privada, sino más bien un acto de culto comunitario que, entre otras cosas, nos llama a ir adelante y vivir en el mundo lo que celebramos dentro del templo, a saber, la importancia nula de la distinción social, el lugar especial que Dios otorga a las lágrimas y a la sangre de los pobres, y, por parte de Dios, el reto no-negociable a cada uno de nosotros para trabajar por cambiar las condiciones que producen lágrimas y sangre. La Eucaristía nos llama ciertamente a amar con ternura, pero, justo con la misma fuerza, nos llama a actuar con justicia.
El decir que la Eucaristía nos llama a la justicia y a la justicia social no es una afirmación que tenga su origen en la simple corrección política. Su origen es Jesús, quien, recurriendo a los grandes profetas del pasado, nos asegura que la validez de todo culto y adoración será por fin juzgada por cómo afectan a “las viudas, a los huérfanos y a los extraños”.
1 comentario:
Gracias por este blog. Soy un artista visual chileno y seguidor tambien de sus escritos. Pueden colorear sus ojos en http://benjaminaraya.blogspot.com
muchisimas gracias,POR LA ESPERANZA QUE TRANSMITEN.
un abrazo fraterno
Benjamín.
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