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lunes, 28 de diciembre de 2009

Pastorcillos


En el imaginario navideño, los pastores forman un lote único e inseparable junto con el musgo, el corcho, el papel del plata del río, la zambomba, el pavo y el turrón. Los villancicos los han ido encogiendo a fuerza de diminutivos: “pastorcillos” (“-icos”, “-ets”, “-itos”, “-uelos”, o “-iños”, dependiendo de cada “realidad nacional” ), y no solemos recordarlos más que para poblar los nacimientos y ejercer un papel de “reserva tradicional cristiana” frente a Papá Noel, el sorteo de la lotería y el “especial Navidad” de TV que nos avasallan con su fuerza hipnótica.

Para acercarnos hoy a ellos necesitamos ir más allá de los diminutivos, el puchero de las gachas, el haz de leña o el corderito sobre los hombros. Porque quizá entonces podemos descubrir que su itinerario de fe es “normativo” para el nuestro y su experiencia increíblemente parecida a la que vivimos nosotros cada día, aunque las últimas ovejas que hayamos visto sean aquellas manchitas blancas que divisamos fugazmente desde la ventanilla del tren.

Lo más importante que sabemos de ellos es que escucharon una noticia insólita: “No temáis, os doy una buena noticia, una gran alegría (…) De pronto, se juntó al ángel una multitud del ejército celeste, que alababan a Dios diciendo: ¡Gloria a Dios, paz a los hombres que él ama! ” (Lc 2,10.14). “De pronto”: el texto subraya la irrupción del himno de los ángeles como una iluminación súbita, como un cambio cualitativo de conciencia. De pronto, el que andaba titubeando, se encuentra con una roca bajo sus pies; al que caminaba aterido, se le abren las puertas de un hogar caliente; el que creía no ser significativo para nadie, se entera con asombro de que es objeto de una ternura que lo acoge. En aquél descampado de Belén, los pastores y todos nosotros recibimos un nombre: somos aquellos en quienes Dios tiene puesto su amor, su complacencia, su alegría, su deseo. Nuestra sed febril de ser aceptados y queridos se sacia en esta noche: a Dios “le parecemos bien”, “le caemos en gracia”, no porque nos lo hayamos ganado a pulso a base de esfuerzo, cumplimientos y tendencias a la perfección, sino porque “Dios es amor“, es decir, que no puede remediar querernos, como no puede remediar el sol dar luz y calor, ni las entrañas de una madre dejar de estremecerse ante sus hijos. A nosotros, “en primera instancia”, sólo se nos pide dejarnos querer, creer que somos aceptados, movernos como pececitos despreocupados en el ancho mar de ese amor que nos envuelve.

Y ese notición provoca en ellos “el cambiazo”: los que velaban en la noche quedan envueltos en el resplandor de la gloria de Dios; su gran temor desaparece ante el anuncio de una gran alegría; la solemnidad y grandeza de los títulos Salvador, Mesías, Señor se revelan asombrosamente en el niño reclinado en un pesebre y cuando al final retornan a sus rebaños, ya no se menciona la noche, ni la intemperie, ni la vigilancia: la alabanza lo ha invadido todo.

Luego les tocará a ellos ponerse en camino hacia Belén y a nosotros emprender el nuestro, con el latido de quien siente circular por sus venas la vida de Dios y el corazón inundado por su misericordia. Porque quien se sabe a cobijo en el “bien parecer” de Dios, entra en el “hoy” de un nuevo comienzo relacional: las energías que gastábamos en “parecer” y en “caer bien” están ahora liberadas para el servicio; la ansiedad por asegurar nuestro nombre y proteger nuestra fama, se transforma en un dinamismo que empuja hacia el cuidado de la vida de otros.

Lo mismo que a los pastores, en Belén nos desafía el nombre nuevo de un Dios que se identifica con lo perturbador, lo importuno, lo desagradable y lo inconfortable. Es un niño sin palabra, inútil, desarmado, impotente y seguirá siendo en el futuro alguien sin poder ni posibilidad de imponerse. “A los 30 años, las autoridades competentes le darán la nota de “insuficiente” en el examen de lo que ellos estiman que es la vida. Dios no consigue tener éxito en el mundo del triunfo…” (Drewermann)

Les deseo una Navidad “en Belén con los pastores”…

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