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domingo, 27 de diciembre de 2009

Sagrada Familia, Familia de Jesús

Publicado por El Blog de X. Pikaza

Dios no se ha encarnado en un Jesús aislado, sin padre ni madre, ni hermanos ni genealogía, como dice en otro contexto la Carta a los Hebreos, al hablar de Melquisedec y como dicen algunos mitos griegos al hablar de dioses y diosas como Atenea que nacieron armadas y adultas, sin familia humana.

Jesús ha nacido del conjunto de la estirpe humana, condensada de un modo especial en el pueblo de Israel y la familia de José y María. En un sentido podemos decir que Jesús ha nacido de toda la familia humana… Y en otro sentido añadimos que él ha nacido para “reunir a todos los hijos de Dios”, es decir, para que todos podemos ser en él familia.

Esto es lo que celebra hoy la Iglesia Católica, al dedicar este domingo al recuerdo de la Familia de Jesús, que son José y María, que son sus hermanos de Nazaret, que son sus hermanos judíos, que somos de un modo expreso los cristianos, que son/somos todos los hombres y mujeres del mundo.

Hoy es el día de la familia de Dios, es decir, de la familia humana, como va a recordarse de un modo gozoso en diversos lugares, para sumar y no para restar, para vincular y no para separar. Por eso quiero desear feliz día de familia a todos.

Pero la familia de Jesús ha resultado y sigue resultando conflictiva, porque, para unir en ella a todos los hombres y mujeres (y en especial a los niños) hay que cambiar nuestras formas de ser actuales, que son muchas veces elitistas, de rechazo de los otros. Desde ese fondo quiero recordar el evangelio de la liturgia de hoy, al que añado una reflexión sobre el evangelio de Marcos.

Hoy se celebra an Madrid, como en otros lugares del mundo,la Misa de la Sagrada Familia, como liturgia de afirmación cristiana, con el intento de reunir a todos los católicos en torno a la doctrina social y familiar de la Iglesia. Vamos a pedir a Dios para que esa Misa de la Sagrada Familia sea misa abierta a todos los cristianos y a todos los hombres y mujeres de España y del mundo, en especial al servicio de los niños sin familia, como el de la imagen de arriba. No sé si la famiia antigua de Jesús (con José y María) habría celebrado una misa como ésta, en plena Castellana (en la artería principal de la capital del Estado Español), pero, si es para bien de todos, en mano tendida y en gozo navideño... bendita sea. Piamos por todos los que asisten a ella y también por los que no asisten.

Jesús en el templo. Texto: Lucas 2, 41-52

Los padres de Jesús solían ir cada año a Jerusalén por las fiestas de Pascua.
Cuando Jesús cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre y, cuando terminó, se volvieron; pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo supieran sus padres.
Éstos, creyendo que estaba en la caravana, hicieron una jornada y se pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén en su busca.
A los tres días, lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas; todos los que le oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba.
Al verlo, se quedaron atónitos, y le dijo su madre: "Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados."
Él les contesto: "¿Por qué me buscábais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?"
Pero ellos no comprendieron lo que quería decir.
Él bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad.
Su madre conservaba todo esto en su corazón.
Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres.

Un contexto judío

Lc 1–2 ha situado a Jesús en un contexto de piedad sagrada israelita. Así aparece no sólo en los relatos de la purificación y presentación (Lc 2, 21-40), sino, de un modo especial, en la historia edificante del niño perdido y hallado en el templo (Lc 2, 41-50; cf. 1 Sam 2-3), donde se supone que Jesús conocía las tradiciones de Israel y era capaz de dialogar con los sabios:

Esta escena, construida de forma simbólica, destaca la piedad de los padres y la sabiduría de Jesús, niño prodigio, dialogando con los maestros de Jerusalén. Así aparece como adolescente sabio que, a los doce años, como bar/ben mitzvah (hijo de los mandamientos), dialoga ya con los letrados del templo de Jerusalén. Los judíos actuales celebran esa fiesta de mayoría de edad a los trece años. No se sabe cómo lo hacían en tiempos de Jesús, pero es claro que Lucas evoca un celebración de ese tipo

Comparación con Flavio Josefo:

Una anécdota semejante aparece en la autobiografía de F. Josefo, historiador judío algo más joven y niño prodigio: «Yo fui educado con un hermano mío, llamado Matías, hijos los dos del mismo padre y de la misma madre; progresaba mucho en la instrucción, destacaba por mi memoria e inteligencia; y cuando apenas había salido de la infancia, hacia los catorce años, todos me valoraban por mi afición a las letras, pues continuamente acudían los sumos sacerdotes y las autoridades de la ciudad para conocer mi opinión sobre algún punto de nuestras leyes que requiriera mayor precisión» (Aut II, 8-9).

Josefo se auto-presenta de un modo más pretencioso, pues no sólo dialoga (pregunta y responde), sino que enseña y actúa, con catorce años, como maestro de maestros de la ley. Hay otra diferencia. Josefo pertenece a una familia sacerdotal rica, sin más obligación ni tarea que estudiar (para luego gobernar). Jesús, en cambio, es de familia de campesinos obreros, de manera que su ocupación directa es el trabajo, no el estudio. Josefo pudo seguir su etapa de formación teórica hasta los dieciséis años, para completarla con una formación práctica, pero no en el trabajo, como Jesús, sino en las tendencias (filosofías) del judaísmo de su tiempo (fariseos, saduceos y esenios), para hacerse finalmente discípulo de Bano, un bautista anacoreta, hasta los diecinueve años (Aut II, 10-12).

Josefo era un buscador curioso, un burgués del pensamiento. Tenía la vida asegurada, en plano económico y social. Por eso podía dedicarse al lujo de estudiar y experimentar con tranquilidad, sin implicarse totalmente en aquello que hacía. Jesús, en cambio, fue un buscador vital, alguien que explora en la vida de trabajo y sufrimiento de la gente de su entorno. No ha podido dedicarse a recorrer las sectas o filosofías, pues no tiene tiempo para ello, ni ha podido estudiar con medios caros, ni ocuparse de la administración, ni viajar a Roma como embajador (cf. Aut III, 13-16), sino que deberá estudiar y aprender en la escuela exigente del trabajo, que le pone en contacto con la vida real, como seguiremos viendo.

Jesús y la familia de los trabajadores

Lo que distingue a Jesús no es el conocimiento teórico de la Escritura, pues en su tiempo había muchos rabinos o estudiosos (Josefo, Hilel y Filón, ya citados), que podían comentarla siguiendo las leyes de la exégesis normativa, sino su identificación mesiánica con ella, como nazareo. Sin ser especialista, hombre de estudio (¡precisamente por ello!), Jesús ha sido y sigue siendo para los cristianos aquel que mejor ha conocido y explicado la Escritura.
Hay una educación que enseña a ignorar, como suponen las discusiones de Jesús con escribas o letrados, que conocen la letra pero no la vida de la Ley. Precisamente para llegar al fondo de esa vida, Jesús ha tenido que salir del círculo de letrados y sacerdotes (de la escuela y templo), entrando en el mundo real de la vida y trabajo de los pobres y expulsados de Galilea. Precisamente ahí, en el mundo del trabajo y de la ruptura social ha podido descubrir conocer los problemas de la humanidad real, escuchando la palabra de Dios y su tarea como nazoreo. Por eso, en otro lugar del evangelio (Mc 6, 3) se dice que Jesús es “el carpinteo”: su familia la forman por tanto los trabajadores y oprimidos del mundo.

Jesús y la familia de Dios.

Pero volvamos al texto de Lucas 2, el niño en el templo, para releerlo de nuevo. Como buenos judíos, María y José siguen peregrinando cada año por la fiesta de la pascua. Llevan al niño a Jerusalén, allí celebran el recuerdo de la libertad de Dios como principio de toda esperanza para el pueblo. Una vez, al cumplir los doce años, Jesús se queda sin decir nada a sus padres. Vuelven angustiados a buscarle y le encuentran en el templo. Evidentemente, la madre le pregunta: ¡Niño! ¿Por qué te has portado de esta forma con nosotros? ¿No sabías que tu padre y yo te buscábamos angustiados? (2, 48).

Es la pregunta normal, la angustia de los padres por el ser querido. Pues bien, Jesús quiebra por dentro ese nivel de sufrimiento y sitúa a sus padres ante un plano más doliente de certezas, ante un nivel distinto de amor y compromiso por el reino. Ha tenido que romper y rompe con sus mismos padres (con su madre) para poder encontrarles en un plano distinto:

¿Por qué me buscabais?
¿No sabéis que debo ocuparme de las cosas de mi Padre? (2, 49)

Esta es la palabra clave: ¡el Padre Dios, mi padre! (cf 3, 22; 4. 3.9). María le ha engendrado en fe, José y María le han educado en cariño y libertad. Pues bien, al llegar el momento de maduración de su vida (¡a los doce años!), Jesús se independiza. Ciertamente, obedece a sus padres, vuelve a Nazaret y se muestra sometido a ellos (hypotassomenos, en palabra que emplea Ef 5,21 hablando de la mutua sumisión de los creyentes). Pero en el fondo Jesús ha mostrado independiente respecto de su madre y de su padre. Ellos no pueden controlar a Jesús, ni educarle a su manera (para sí mismos). Tienen que dejar que Jesús escoja su camino mesiánico. Confiar en ese hijo distinto, estar dispuesta a escucharle y seguirle de una forma activa esa es la tarea de María:

Ellos (sus padres) no entendieron la palabra que les decía (2, 50).
Y ella (su madre) conservaba todas estas cosas en su corazón (2, 51b).

Vuelve y se explicita así el tema esbozado en el nacimiento, cuando se decía que ella guardaba en su corazón el secreto de todas las cosas que pasaban (2, 19). Ahora se dice que ellos (padre y madre) no entendían. Les sigue desbordando el misterio de Jesús, a pesar de la palabra anterior sobre la espada. Pero sólo de María se añade que guardaba cordialmente estas palabras, convirtiéndolas en principio de comprensión y acción creyente dentro de la iglesia. Mantenerse en actitud confiada y activa precisamente allí donde no se comprende lo que pasa: ¡esa es la verdad de la esperanza! María renuncia a manejar a Jesús, a imponerle su criterio. Hace algo mucho más grande: ¡Cree y colabora!. Así participa en el camino mesiánico de su hijo.

Ampliación. La familia de Jesús y los niños en el Evangelio

En este contexto quiero seguir citando y comentando otro texto principal del evangelio, donde se dice que la familia propia de Jesús (y de su Iglesia) son los niños, todos los niños, a los que quiere ofrecer un espacio de vida y crecimiento gozoso en el mundo.

Llegó a Cafarnaum. Y cuando estuvo en casa, Jesús les preguntó: --¿Qué disputabais entre vosotros en el camino? Pero ellos callaron, porque lo que habían disputado los unos con los otros en el camino era sobre quién era el más importante.
Entonces se sentó, llamó a los doce y les dijo: --Si alguno quiere ser el primero, deberá ser el último de todos y el siervo de todos. Y tomó a un niño y lo puso en medio de ellos; y tomándole en sus brazos, les dijo: El que en mi nombre recibe a alguien como este niño, a mí me recibe; y el que a mí me recibe no me recibe a mí, sino al que me envió (Mc 9, 33-37)

Punto de partida

Jesús quiere crear una familia con sus discípulos… pero descubre que a ellos no es importa la familia (el bien de todos), sino el mando propio. No les importan los niños, sino su propia autoridad sobre los niños y sobre todos.

Jesús quiere crear una familia donde todos sean hermanos, pero sus “seguidores” (los que se apuntan a su familia) buscan los primeros puestos y así nacen entre ellos las disputas. Estos primeros cristianos de Jesús no quieren crear la familia de los hijos de Dios, sino crecer ellos, y por eso disputan entre sí, sin preocuparse de los niños reales y necesitados.

- Principio general (9, 35).

Jesús se sienta en la cátedra de su magisterio, convoca a los Doce (signo del poder eclesial) y les dice: (Si alguien quiere ser primero sea el último de todos y el servidor de todos! (9, 35). Esta es la doctrina fundante, el mensaje mesiánico. Los discípulos quieren fundar la familia desde arriba, en bases de poder, es decir, desde el mayor y primero (meidson, prôtos).
Jesús cambia el orden y sentido de factores: no necesita mayores ni primeros, busca últimos y servidores (eskhatoi, diakonoi). Quiere personas que quieran ponerse al final, para servir desde allí, superando el deseo de imponerse y de mandar los unos por encima de los otros. Al decir estas palabras, Jesús no se limita a criticar un simple vicio de egoísmo de unos pobres discípulos torpes sino que invierte las mismas estructuras "ontológicas" de la sociedad, si es que puede utilizarse esta palabra.

Gesto con el niño (9, 36).

Los discípulos se creen importantes porque pueden hacer, porque se sienten capaces de mandar y dirigir, organizando con su lógica las mismas estructuras del reino de Dios. Eso implica mando: grandeza, dominio. Evidentemente, allí donde la vida se organiza a partir de esos principios no hay lugar para los niños, pues ellos no poseen aún poder, son incapaces de mandar. Significativamente, para invertir esa concepción de la vida, Jesús toma a un niño, realizando con él dos signos fundantes.

a) Lo coloca en medio de ellos: estês en auto en mesô autôn. Buscan ellos el centro, pero ese centro está ocupado ya por el más niño; Jesús le ha apuesto en el lugar mesiánico que él mismo ocupaba en 3, 31-35, convirtiéndole en autoridad suprema, lugar de referencia para todos.

b) Jesús lo abraza (enankalisámenos), en gesto de cercanía física y cariño. Dar autoridad al niño significa quererle, construir un mundo donde se sienta y se encuentre abrazado, protegido. El niño es importante porque aún no puede mandar y se encuentra a merced de los demás, necesitado de cariño. Por encima de todas las restantes palabras de enseñanza se ha elevado aquí este signo: dentro de la casa cristiana, en la nueva familia del reino, el más importante es el niño.

Enseñanza conclusiva (9, 37).

Jesús reasume la doctrina anterior (de 9, 35), enriquecida con el signo del niño, completando de esa forma el quiasmo (la estructura ternaria de la escena). El gesto de servicio anterior (ser último, hacerse servidor) se interpreta ahora en forma de acogida familiar del niño. Todo nos permite suponer que estamos en un mundo donde los niños sufren las consecuencias de la lucha por el poder: son el último eslabón de una cadena de opresiones, de forma que al final quedan sin casa.
Desde ese fondo habla Jesús: (Quien reciba a uno de estos niños en mi nombre me recibe a mí; y quien a mí me recibe al que me ha enviado! Buscan grandeza los discípulos: aquí pueden hallarla: un niño menesteroso, necesitando que alguien le reciba (le ofrezca casa o cariño), es el signo supremo del mesías ((a mí me recibe!), la revelación más alta de Dios sobre la tierra ((recibe al que me ha enviado!).

Había niños a quienes nadie recibía

Este es, posiblemente, un texto polémico. Todo nos permite suponer que había niños a quienes nadie recibía (dekhetai), pequeños sin casa o afecto. Pues bien, Jesús declara con su gesto (ponerlo en medio, abrazo) y su palabra que ellos, los niños, deben ocupar el primer puesto en la iglesia. De esa forma, lo que empezaba siendo pregunta y discusión teórica sobre el poder ((quién es más grande!) se responde y resuelve en forma práctica: (lo que importa es suscitar un espacio de existencia, autoridad y afecto, para los más necesitados, esto es, para los niños!
Marcos había destacado ya motivos semejantes: decía que debemos superar la vieja familia patriarcal y clasista de un tipo de judaísmo o cristianismo posterior donde los que importan son los grandes, para crear así una comunión donde todos buscan juntos la voluntad de Dios (Mc 3, 31-35); había ofrecido el ideal de una mesa compartida, abierta en fraternidad universal (Mc 6, 6-8, 26); había destacado la exigencia de la entrega de la vida... Pues bien, siguiendo en esa línea y llegando al final de su camino, ahora nos dice que el primer lugar de la familia es de los niños.
El problema no se resuelve sabiendo quién manda, quién controla u organiza el poder, sino logrando que los niños sean recibidos. Ellos son el centro de la vida de la iglesia, interpretada como gran familia donde todos tienen sitio. Así pasamos del ámbito privado de un pequeño hogar (con unos padres que se ocupan de sus niños) al espacio comunal de la iglesia donde esos niños (cuidados normalmente por sus padres, otras veces huérfanos o abandonados) forman el centro de identidad y cuidados del grupo entero. La misma iglesia viene a presentarse de esta forma como ámbito materno, casa en que los niños encuentran acogida, siendo honrados, respetados y queridos. Este es el mensaje radical de Mc 9, 33-37.

La Iglesia, una familia para los niños

No es la iglesia un grupo de sabios ancianos, sociedad de poderosos o influyentes, sindicato de burócratas sacrales, funcionarios que van escalando paso a paso los peldaños de su gran pirámide de influjos, poderes y competencias (que en el fondo, según la ley de Peters, son incompetencias). Conforme a la visión que ofrece este pasaje, la iglesia de Jesús es ante todo hogar para los niños, espacio luminosamente humano donde encuentran su acogida y reciben importancia los más pobres y pequeños.
Todos los aspectos anteriores del mensaje y camino de Jesús han venido a culminar en esta escena de familia mesiánica. Precisamente allí donde parece que el hombre debería destruirse ya (en visión de fuerte crisis fin del mundo) empieza de verdad la creación, se hace posible un nuevo tipo de existencia con lugar para los niños. Los cristianos dicen de esa forma, con su vida y forma de acoger a los demás, que merece la pena haber nacido, que tiene sentido la existencia. No lo dicen con teorías, con posibles dogmas elitistas, con principios generales o estructuras siempre repetidas de autoridad impositiva. Lo dicen construyendo un lugar para los niños. De esta forman superan la figura del varón dominador y los esquemas de autoridad que buscaban los discípulos, poniendo en el primer plano a los niños, en gesto de fuerte paradoja:

- Por un lado, los niños son los que nada han de hacer. No tienen que conseguir ni conquistar ninguna meta; no deben imponerse, no tienen que esforzarse por lograr una influencia por encima de los otros. Ellos valen precisamente en virtud de su pequeñez. No tienen que luchar para hacerse símbolo de Cristo; lo son por sí mismos, desde su propia necesidad, por hallarse (como estará Jesús) en manos de los otros.

- Esa misma debilidad del niño suscita un gesto de compromiso. Los miembros de la nueva casa cristiana han de ofrecer para los niños lo que son y tienen, lo que pueden y crean. Todo el mecanismo precedente de ruptura familiar y negación del padre antiguo viene a traducirse ahora en un gesto de ayuda hacia los niños. Ellos son los que importan; al servicio de ellos ha iniciado Jesús su revolución mesiánica.

- La comunidad cristiana se define así como grupo que recibe a los niños como aquel que Jesús tiene en sus manos. La palabra clave es recibir o acoger (dekhomai), ofreciendo espacio de vida a los necesitados. Ella había aparecido ya en 6, 11: los misioneros de Jesús quedaban en manos de aquellos que podían recibirles o rechazarles. Ahora son ellos, los propios discípulos de Jesús, los que deben organizarse como grupo de acogida. Frente a la institucionalización al servicio del poder que ellos proponen ((quién es el mayor!) , instituye aquí Jesús una familia al servicio de la acogida humana, integral, de los más pequeños.

Los niños a que alude el texo no importan por judíos (miembros de una raza, bien circuncidados), ni tampoco por cristianos (iniciados en la iglesia, bautizados) sino simplemente por niños, es decir, por ser pequeños. Jesús supera de esa forma todo sacralismo eclesial (lo que importa es el triunfo de mi grupo) y toda autoridad interpretada como signo de Dios (en la línea que propugnan los discípulos).

Una sociedad de madre y niños, un espacio de vida y crecimiento

Frente a una sociedad de padres patriarcales donde los humanos importan por aquello que aprenden y saben (por el sexo que poseen, la ley que asumen, la función que cumplen) emerge aquí más bien una sociedad de madres que se ocupan ante todo del bien y la felicidad más honda y cercana de los niños (de los necesitados). Es evidente que Jesús ha sabido introducirse en ese hogar materno de la sociedad, presentándolo como tarea preferente para sus discípulos varones. No es mujer ni madre, en el sentido convencional del término; pero ha dado primacía a la función tradicional de la mujer que está al servicio de la vida (de los niños).
Esta es la paradoja del pasaje. Los discípulos quieren mandar, organizando el grupo conforme a los principios del dominio (los más grandes, los primeros, dirigen a los otros). Ellos siguen teniendo razón desde la ley convencional o masculina que domina nuestra historia (eso que algunos han llamado ingenuamente la episteme de lo mismo). Pues bien, Jesús ha roto esa episteme. No quiere cambiar un poder malo por otro que sea (o parezca) preferible. No introduce un correctivo en la dinámica ordinaria de poder del mundo, sino que hace estallar esa dinámica, poniendo en el centro del grupo a un niño necesitado, ansioso de cariño.
Ese niño es autoridad, niño es el mesías ((quien le recibe a mi me recibe). En el sillón central de la iglesia se sienta un niño y Jesús está a su lado, jugando con él (abrazándole). Ellos, Jesús y el niño, forman la verdad mesiánica. Al lado de esta imagen desaparecen todos los modelos de dominio (ser más grande, ser primero). El mayor y primero es el niño, no hay que andarlo buscando. A partir de ahí se puede hablar ya de familia: (los que acogen al niño, ofreciéndole espacio en el centro de la casa y abrazándole con ternura, esos son o se vuelven familia!
Es evidente que sigue siendo importante el tema biológico (la madre o los padres de este niño). Pero eso el evangelio no lo ha destacado, lo da como supuesto. Lo que importa, lo que crea iglesia, es que este niño que ya existe, al que Jesús ha llamado de la calle, encuentre espacio humano, lugar de crecimiento. Esa es la tarea primera de la iglesia.
No es cuestión de dogmas más o menos racionalizados, ni tampoco de grandes estructuras. El dogma y estructura fundante de la iglesia es (que haya lugar para los niños! Esta es la primera tarea de los Doce a los que el texto presenta como paradigma de la comunidad cristiana: sabemos que ellos han salido a ofrecer evangelio, son misioneros (6, 6-13); ahora aparecen como creadores invertidos de familia (hacen las cosas al revés); evidentemente, deben convertirse para ofrecer espacio de humanización a los niños.
Frente a unos discípulos patriarcalistas que buscaban el dominio (ser grandes, conquistar con riesgo el privilegio de los primeros puestos) ha elevado aquí Jesús el modelo de una iglesia interpretada como familia, maternidad humana que se pone al servicio de los últimos, los niños. Todo el mesianismo se condensa en esa palabra y gesto de Jesús abrazando a los niños .

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