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martes, 5 de enero de 2010

Fiesta de Reyes. Adoración y Compromiso de Amor

Publicado por El Blog de X. Pikaza

Celebración de los Reyes Mayos. Ésta es una fiesta de muchos nombres y todos ellos derivan, de algún modo, del texto famoso de Mt 2, 1-13 donde se nos dice, de forma simbólica, que unos magos de oriente vinieron para adorar al Rey de los Judíos, guiados por la estrella, y que le hallaron en Belén, donde le adoraron, ofreciéndole sus dones (oro, incienso y mirra). Entre nos nombres de esta fiesta podemos destacar:

1. Epifanía, que significa revelación o manifestación. Dios se ha manifestado en su plenitud, como divino, a los magos de oriente, en un niño recién nacido, en brazos de su Madre (es decir, de alguien que le acoge). Ésta es la mayor epifanía de Dios, ésta es su “religión”

2. Adoración de los Magos… Ésta es básicamente la fiesta de la Adoración, es decir, del gesto religioso de unos magos (representantes de las famosas religiones de Oriente: de Persia, India y China…) que, tras siglos de búsqueda sagrada, encuentran y adoran a Dios en un niño con su Madre.

3. Fiesta de Reyes. La tradición ha convertido a esos magos del relato simbólico del evangelio en Reyes, en gesto lleno de sentido. Los grandes reyes de la tierra, desde Alejandro hasta César Augusto, desde los presidentes de USA o de China hasta los caciques de las tribus urbanas, han de poner su poder al servicio de los niños que nacen.

[Mabos Bosco]
4. El riesgo de los niños perseguidos. Ésta es la fiesta del niño que nace “perseguido” por Herodes, es decir, por aquellos que tienen miedo de la vida de los niños, es decir, de los otros, de los ahora marginados y perseguidos. Por eso, esta fiesta sólo se puede entender a la luz del Viernes Santo, donde veneramos a un Hombre que ha muerto a favor de los demás, perseguido por los reyes del mundo.
5. Regalo de la vida, los grandes dones. En esta fiesta, los “magos” ofrecen al niño sus regalos, el oro (riqueza), el incienso (la gloria) y la mirra (el perfume…). Todos los bienes del mundo han de convertirse en regalo, en don gratuito que nos permita compartir la vida, gozosamente, en un camino que culminará en la Eucaristía, que es la fiesta del regalo total de la vida.

A continuación quiero poner de relieve sólo un rasgo de esta fiesta: la Adoración, en su sentido humano y religioso. Adorar a Dios en un niño, como hacen los magos, significa aprender a compartir la vida en gozo y alabanza, en solidaridad.

Cinco gestos

La liturgia cristiana ha desarrollado el canto de los ángeles de la Navidad que dicen «gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad, esto es, amados de Dios» con una palabras de gran contenido simbólico: «Nosotros te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te glorificamos, te damos gracias» (Gloria de la Misa).

a) Alabanza: Es una expresión de gozo y canto por la inmensidad y gracia de Dios. Qué hermoso que tú seas, oh Dios! Hermoso es Dios y bello el mundo en su presencia. Por eso cantamos y bailamos desde el fondo mismo de la vida.

b) Adoración. Espontáneamente quiero ofrecerle a Dios mis dones, porque es santo, porque es grande. Le ofrezco los vivientes de la tierra, las plantas y animales. Le ofrezco mi existencia al inclinarme ante su cruz y eucaristía.

c) Bendición. La bendición (palabra buena) de Dios nos ha llenado, ofreciéndonos espacio de existencia. Por eso devolvemos a Dios la bendición y ofrecemos con él palabra buena a todos los vivientes del cielo y de la tierra, especialmente a los hombres que son nuestros hermanos.

d) Glorificación. Gloria es el brillo de Dios, la santidad gozosa que nosotros descubrimos como «cielo» o plenitud de la existencia. Dios nos glorifica (esto es, nos salva) por el Cristo: jubilosamente respondemos devolviéndole la gloria.

e) Agradecimiento. Al final, nuestra alabanza se traduce en gesto y palabra de acción de gracias. Gratuitamente recibimos todo lo que somos. Por eso nos gozamos y lo devolvemos todo a Dios en gesto de gratitud que queremos expandir también hacia los hombres, que son nuestros hermanos.

Te adoramos, en hebreo, griego y latín

Después de la alabanza, viene la adoración. Hemos dirigido los ojos hacia Dios, admirando y cantando su grandeza. Ahora volvemos hacia adentro y nos miramos a nosotros mismos. ¿Qué podemos hacer? Nos descubrimos pequeños, dependientes, pecadores, pero, estando, al mismo tiempo, sostenidos por la fuerza y por la gracia más alta de la Vida, es decir, por Aquel que gratuitamente alienta en nuestra vida y nos sostiene y así lo reflejamos en un gesto que se puede expresar de tres formas.

a. En hebreo, adorar es postrarse totalmente en el suelo, como indica la palabra hištajawah (de šjh, inclinarse hasta el suelo). Éste es el gesto oriental de los siervos que se inclinan y arrojan al suelo ante sus señores, mostrando de esa forma su total dedicación y su impotencia. En un momento dado, son muchos los hombres y mujeres que se han postrado totalmente en el suelo, reconociendo su propia pequeñez y la grandeza de Aquel que les levanta de la tierra y les dice “caminamos”.

b. En griego, adorar se dice proskynein, doblar la rodilla (proskynesis), como en la escena de los Magos de Oriente, que se inclinan y arrodillan ante el Niño de Belén (Mt 2, 8), como indicando así que son indignos de hallarse en pie ante su presencia. Ellos se dejan caer ante los pies de Dios (del Niño) y le demuestran de esa forma su homenaje y reverencia; así le entregan su vida y sus dones, como siervos de aquél a quien adoran.

c. Finalmente, la palabra latina adoratio (adoración) parece derivar de os, oris, boca (aunque estrictamente halando provenga de ad-orare, dirigirse orando a otro), y esa forma alude al gesto de aquel hombre que se inclina y besa con su boca el suelo delante de aquel a quien ofrece reverencia o, simplemente, besa a quien adora, mostrándole su amor y su cariño. En este último sentido, adorar significa amar, compartir el mismo aliento con aquel a quien amamos, vinculándonos con él a través de la respiración y la palabra.

Sea como fuere, en cualquiera de estos tres sentidos, desde la postración oriental hasta el beso de amor entre iguales, la adoración implica reconocimiento de que mi existencia está en manos de otros, ante el que me arrojo o me arrodillo, besándole en la frente o en la boca y dejando que él me bese, pues de su vida vivo y con su aliento respiro.
Desde ese fondo, la liturgia cristiana ha vinculado la adoración y la alabanza, como indica el himno más famoso de la Navidad cristiana, que3 ya hemos citado:

«Te alabamos,
te bendecimos,
te adoramos,
te glorificamos,
te damos gracias»...

Éste es el canto de Gloria de los ángeles de Navidad (Lc 2, 14) Ciertamente, adoración y alabanza parten de una misma experiencia sagrada, pero con matices diferentes.

(a) La alabanza es la respuesta jubilosa de aquel hombre que, viendo al otro (al amigo, a Dios) se olvida de sí mismo y, admirando la grandeza ese Otro, canta y bendice con palabra jubilosa.

(b) Por el contrario, la adoración es la respuesta del que, viendo al otro (a Dios), se vuelve hacia sí mismo y se descubre indigno, inclinándose en el suelo, para acabar dejándose elevar y besar y besando al que le ama, pues sólo se adora de verdad al que puede besarnos con su boca y animarnos con su aliento.

Tipos de adoración

Los tipos de adoración pueden ser muy diferentes, conforme a las culturas religiosas de los pueblos.

Hay pueblos que adoran ofreciendo a Dios los dones incruentos de la tierra: le ofrecen la misma realidad del sol cada mañana, la tierra, las estrellas, la comida (el pan y vino).

Otros pueblos han unido adoración y sacrificio cruento, en los más varios sentidos: han reconocido la grandeza de Dios y le han adorado ofreciéndole incluso víctimas humanas, carne y sangre, grasa quemada de animales que han matado de un modo ritual ante el Dios grande, dueño de las cosas.

Otros pueblos y culturas religiosas, en la línea de las religiones de la interioridad, han pensado que no hay más sacrificio que la vida humana, desplegada con hondura; de esa forma, ellos adoran a Dios con su propia vida, sin más, procurando realizarse plenamente y ser humanos.

Para nosotros, los cristianos, el modelo y centro de toda adoración es Cristo, que ha ofrecido a Dios su vida «en espíritu y verdad», como destaca el evangelio (cf. Jn 4, 23). Ésta es la verdadera adoración: vivir como Jesús y procurar que nuestra vida sea rica y gozosa ante Dios, en gesto de verdad, enriquecidos por la fuerza del Espíritu divino

Por eso, los cristianos no nos inclinamos y arrojamos en el suelo, ante Dios, como unos siervos (en la línea de la hištajawah de los antiguos israelitas), aunque comprendamos el sentido de ese gesto (repetido, por ejemplo en algunas ceremonias litúrgicas de ordenación ministerial o profesión religiosa). Tampoco ofrecemos a Dios la sangre y la carne de animales muertos que simbolizan, de algún modo, nuestra furia agresiva y la dirigen hacia un plano más alto de misterio, para así pacificarnos.

Estrictamente hablando, tampoco nos “arrodillamos” ante el misterio, como en la proskynesis de ciertas liturgias solemnes.
Nosotros adoramos a Dios al ofrecerle todo lo que existe y de manera especial al ofrecernos nosotros mismos, en espíritu y verdad, como una «ofrenda viva y santa», sabiendo que éste es nuestro culto «racional» (logikên), humano, como Pablo ha resaltado (Rom 12, 12). Adorar es vivir ante Dios y con Dios, en gesto agradecido, compartido (de beso aliento común, de solidaridad intensa).

Éste es el culto y la adoración que nosotros realizamos al desplegar nuestra vida ante Dios, al realizarnos como plenamente humanos, iluminados por el Cristo. Por eso, ahora miramos desde Dios hacia nosotros mismos y ya no nos ponemos de rodillas, no besamos el suelo y nos postramos, de manera servil, ante el misterio. Nos miramos unos a los otros y con gesto agradecido nos ponemos de pie ante el don divino; nos ponemos de pie para vivir y caminar y realizarnos desde el Cristo (por el Cristo). Así, la misma adoración se vuelve compromiso de existencia humana, en el camino de la entrega redentora.

Sólo a Dios adoramos. Tres signos

Este descubrimiento de Dios nos libera de todas las restantes formas de adoración política, social o religiosa. Ya no debemos inclinarnos ante nadie, no tenemos que postrarnos ante nada. Ni los cielos ni la tierra, ni los reyes de este mundo o los tiranos, ni el estado, ni el partido, ni la clase social puede pedir adoración. Por eso, los cristianos ya no veneramos en plan de adoración a ninguna jerarquía de la tierra, aunque ella venga a presentarse con aires de sagrada.

Sólo adoramos a Dios y el mismo Dios cristiano nos ofrece tres signos principales para vivir la adoración, los tres misterios de la fe, que son la encarnación (Dios que se revela en los pequeños de este mundo), la cruz (Dios que ofrece su vida y la comparte con todos los hombres, en medio del mismo dolor) y la eucaristía (Dios mismo que es vida compartida). Paradójicamente, en esas tres líneas, descubrimos que Dios no se presenta ya como poder que aplasta e intimida desde arriba, sino que se hace en la vida frágil de un niño, en el amor que se ha entregado hasta la muerte en cruz y en la vida compartida, que es la eucaristía. Éstos son los gestos y los momentos básicos de la adoración cristiana:

a. Adorar al Niño, como los magos de Oriente (Mt 2, 8). Vienen guiados por la “estrella” de los cálculos astrales y de las promesas proféticas, dispuestos a postrarse ante el nuevo Poder que ha de mostrarse en Occidente. Pero al llegar al lugar indicado descubre sólo a un Niño con su Madre, al que ofrecen los dones de su sabiduría humana y su realeza (oro, incienso y mirra). Adorar a Dios significa ofrecer nuestro dones al Niño, a todo niño, para que así pueda vivir, aunque se halle amenazado y perseguido por Herodes y por todos los reyes de la vieja tierra, que tienen miedo de perder sus privilegios, su reinado de poder injusto. Adorar a Dios es ponerse al servicio de la Vida que nace, crear un mundo donde los niños puedan crecer en amor y esperanza.

b. Adorar la Cruz, bajando de ella (desclavando) a los crucificados. Los cristianos que adoran a Dios en el Niño de Belén, con los magos de Oriente, le siguen adorando en la cruz del Viernes Santo, en la liturgia más solemne de la Muerte del Mesías. Adorar la Cruz (postrarse ante ella y besarla) es ponerse al servicio de todos los crucificados, es decir, de aquellos que sufren y son expulsados, hallándose al borde de la muerte. De esa forma, los “magos” del día de Reyes han de volverse compañeros y amigos (defensores y liberadores) de los crucificados y sufrientes de la tierra. Inclinarse ante Dios significa amar y servir a sus pobres. Besar a Dios es besar (acompañar) a los que sufren. En esa línea, los cristianos se definen como adoradores de la cruz de Cristo.

c. Adorar la Eucaristía, celebrar la vida compartida. El tercero de los signos de la adoración cristiana, sobre todo en perspectiva católica y ortodoxa, es la Eucaristía, es decir, el Pan y el Vino donde los creyentes celebran la victoria de Jesús y la expresan en forma de comunión. De esa manera, los Magos que han ido a Belén con oro-incienso-mirra, los que han acompañado a Jesús (y a sus amigos sufrientes) en la Cruz, vienen ahora y se sientan, con todos los que van y vienen, para compartir con ellos el Pan y Vino de la Acción de Gracias. De esa manera, la Eucaristía (¡la gran bendición y alabanza!) se convierte en momento de máxima adoración ante el “Santísimo”, es decir, ante el Dios que se muestra “tres veces santo” (Sanctus, Sanctus, Sanctus… Kadosh, Hagios…) en el pan compartido. Éste es el momento y el lugar del Beso verdadero de la adoración, la vida compartida que es Dios, el Dios de Cristo adorado en Belén por los Magos.

Conclusión. Rompe la piedra y allí me encontrarás

En esta perspectiva debemos expandir la adoración, pues encontramos a Jesús, Hijo de Dios, en los hermanos más pequeños de la tierra (niños) y en los sufren (cruz) y, sobre todo, en los hermanos con quienes compartimos la Acción de Gracias (Eucaristía). Eso significa que nosotros podemos y debemos adorar a Dios (¡sólo a Dios!) en los niños, y en los que sufren, y en los hermanos, con un gesto de respeto, solidaridad y ayuda mutua (en beso de amor). Ciertamente, Dios se encuentra en todos los seres de la tierra, como indica bellamente un texto gnóstico atribuido a Jesús:

Yo soy el universo:
el universo ha surgido de mí y ha llegado hasta mí.
Partid un tronco y allí estoy yo;
levantad una piedra y allí me encontraréis
(Ev. de Tomás 77).

Ciertamente, el Dios de Jesús está en todas las cosas, pero esta presencia no es igual en todas ellas, pues él se encuentra especialmente en los hombres y, de un modo aún más especial, en los pequeños y perdidos de la historia, en el niño de Belén, perseguido por Herodes, en los hambrientos y encarcelados de Mt 25, 31-46, y es en ellos donde debemos encontrarle y adorarle, adorándole también en la Eucaristía, es decir, en la fraternidad y la comida compartida.
Por eso ya no estamos empeñados en romper la piedra y en cortar el tronco, para encontrarle allí con un tipo de microscopio eligioso, pues tenemos un tipo de presencia divina más valiosa e importante. Respetamos a todos los hombres de la tierra, como hermanos de Jesús, hijos de Dios; pero no nos inclinamos ante aquellos que son grandes (poderosos, opresores), porque así pudiera suponerse que Dios se ha revelado a través de su poder o su grandeza. Nosotros adoramos, en un gesto de amor y adoración cristiana, a los pequeños de la historia. En ellos descubrimos la presencia de Dios que viene a revelarse en lo más pobre y deshonrado de la tierra (cf. 1 Cor 1, 27-28).

En ellos le adoramos, en gesto de servicio reverente. Recordemos que a Dios no le podemos adorar, si es que primero no se manifiesta ante los hombres.

Por eso, en el origen de ese gesto que aquí estamos presentando no se encuentra una actitud o acción de prepotencia humana (unos hombres que se imponen sobre otros y les obligan a inclinarse, en postración oriental). En el principio está la gracia de Dios que se desvela en Cristo por los pobres; ellos son lugar de Dios, portadores de evangelio, ellos son revelación de la gracia infinita. La respuesta activa de los hombres que adoran a Dios sirviendo a los pequeños viene sólo después, como segundo momento o consecuencia.

Esta actitud de adoración, interpretada como gesto de servicio socio-religioso, ha de vivirse por tanto de una forma gozosa y creadora. Es fuente peculiar de gozo la presencia de Dios en los pequeños, un misterio que sólo hemos venido a descubrir en Cristo, como plenitud escatológica y verdad definitiva de la historia. Debe hacerse fundamento de alegría nuestro gesto de servicio, pues ahora no debemos inclinarnos ante nadie por la fuerza.

Servimos libremente. Dios mismo nos ha dado el privilegio de encontrarle entre los pobres y nosotros podemos responder con voz gozosa: yo quisiera ser feliz, para así hacer felices a los hombres (a los pobres); quisiera tener los ojos bellos, bella el alma, para así expandir belleza entre los hombres que se encuentran a mi lado; quisiera tener mucho, hacerme creador, para crear y expandir así la vida a manos llenas, como el Cristo (cf. Jn 10, 10).

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