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domingo, 3 de enero de 2010

NO SER MÁS SABIOS QUE JESÚS

Segundo Domingo después de Navidad - Ciclo C (Jn 1, 1-18)
José Enrique Galarreta sj

El evangelio de Juan se escribe muy tarde, al final del siglo primero. La redacción de este evangelio no es obra de Juan sino de sus discípulos, pero la Iglesia ha visto siempre en él el mensaje del discípulo preferido de Jesús, sea éste quien fuere. El autor coloca al principio este formidable prólogo: es un himno de enorme contenido, toda una síntesis de la fe.

Se hace un paralelo entre la aparición de Jesús y la Creación. El Espíritu de Dios que planeaba sobre el Caos es el principio del Libro del Génesis. Ahora, el Espíritu de Dios es La Palabra, el Logos, Aquel Espíritu puso orden en el Caos sacando la luz de las tinieblas; la palabra viene a manifestar la luz, a sacar de la oscuridad a los hombres. En el principio, la palabra de Dios hizo la vida; ahora, La Palabra volverá a ser vida de los hombres.

Pero los hombres se cierran a la luz: es el drama fundamental que sirve de argumento al evangelio de Juan: La luz, por naturaleza, brilla en las tinieblas, pero -misteriosamente- las tinieblas son capaces de rechazar la luz. Éste será el argumento de la vida de Jesús rechazado por su pueblo, y el argumento tremendo de la vida humana, capaz de preferir el pecado a Dios.

Juan toma después imágenes del Libro del Éxodo. Como El Señor puso su Tienda en medio del campamento de Israel y se hacía visible en la Nube, así Jesús es la presencia de Dios que vuelve a poner su tienda, que acampa entre nosotros y es un peregrino más que avanza con su Pueblo.

Y termina con una frase tremenda: A Dios nadie le ha visto jamás. Ni Abraham ni Moisés ni los Profetas... nadie le ha visto jamás. Pero en Jesús nuestros ojos pueden verlo y tocarlo, tan claramente se manifiesta en ese Hombre la plenitud del Espíritu de Dios.

Estas palabras se iluminan mucho con el principio de la primera carta del mismo Juan. (1 Jn 1)

Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han palpado nuestras manos es nuestro tema: La Palabra de Vida.

La vida se manifestó: la vimos, damos testimonio y os anunciamos la vida eterna que estaba junto al Padre y se nos manifestó. Lo que vimos y oímos os lo anunciamos también a vosotros, para que compartáis nuestra vida, como nosotros la compartimos con el Padre y con su Hijo Jesucristo.

Os escribimos esto para que se colme vuestra alegría.


El día de Navidad merece algo especial, y los textos de nuestra Eucaristía son especialmente brillantes, y especialmente peligrosos. El tema de fondo es el más profundo y trascendente de toda nuestra fe: Jesucristo, Dios y Hombre verdadero.

Y nuestra mente puede tener la ilusión de comprender, dominar, captar enteramente. Jesús, "hombre por parte de madre y Dios por parte de Padre". Dos naturalezas, divina y humana, en una sola persona. Dios se ha hecho hombre...

Pero estamos hablando de Dios, de una Realidad completamente superior a todo lo que nuestra mente puede concebir, imaginar o conocer. Cuando establecemos la afirmación: "Jesús es hombre" entendemos lo que decimos, porque sabemos lo que significan sus dos términos: Jesús - hombre. Cuando decimos "Jesús es Dios", el segundo término nos falla, porque Dios no es captable por nuestra mente, demasiado pequeña para una realidad tan grande.

Así que debemos ser muy humildes y muy cuidadosos en nuestras afirmaciones y ser conscientes de que siempre que hablamos de Dios lo hacemos con nuestros conceptos de tierra, con nuestras capacidades humanas, que solamente adivinan, se aproximan, intuyen por dónde va esa Realidad... sin poder entender.

Por esta razón, para hablar de Jesús hemos acuñado una serie de términos que son siempre metáforas. Hijo de Dios, resplandor de la gloria del Padre, impronta de su ser, sentado a la derecha de Su Majestad... preciosas metáforas, en las que expresamos tanto nuestra intuición como nuestro desconocimiento.

Juan es aún mejor: Jesús es "La Palabra", La Luz, La Tienda de Dios, el Hijo Único... y siguen siendo metáforas. Las metáforas son mucho mejores que los conceptos.

Cuando hablamos de Jesús, o de la Santísima Trinidad, y utilizamos los conceptos de "naturaleza", "persona"... usamos conceptos que funcionan bastante bien para designar lo que nuestra razón elabora a partir de lo que vemos.... Pero que se aplican a Dios con muchas dificultades. Es lo mismo decir "Jesús verdadero Dios y verdadero hombre" que decir "Jesús, el hombre lleno del Espíritu, en quien resplandece la divinidad".

Es lo mismo. Nos estamos asomando al misterio de la presencia de Dios en el hombre, que es mucho más de lo que nuestra mente puede explicar y nuestras palabras nombrar. Esto expresaba el Libro del Éxodo, tan gráficamente, cuando prohibía hacer imágenes de Dios, cuando prohibía usar el nombre de Dios, cuando Yahvé decía a Moisés que no podía ver su rostro sin morir.

Los evangelistas reflejan esto cuando narran el descubrimiento de Jesús que hicieron los discípulos. Conocieron a un hombre apasionante, les convenció enteramente y les arrastró, creyeron en él... y se fueron preguntando: "¿quién es este...?" Y después de la resurrección descubrieron que allí había mucho más que un hombre normal. Le llamaron "el Hijo Único", "el Señor", "el hombre lleno del Espíritu".

Para nosotros, en la eucaristía de hoy celebramos la llegada de Jesús, "Dios con nosotros Libertador". Y sin entenderlo bien, sabiendo que supera nuestra capacidad de comprensión, creemos en Él, creemos, con Juan, que es La Palabra hecha carne, y que aunque nadie ha visto jamás a Dios, en Él lo podemos conocer.

Pero esto no empaña nada nuestra alegría. Nuestra curiosidad es explicarlo todo, saber cómo es por dentro el mismo Dios, explicar cómo una criatura humana puede ser Dios, entender cómo Dios puede no saber, crecer, sufrir, orar, tener angustia... Así es nuestra mente, llena de curiosidad. La Palabra no satisface esas curiosidades. Algún día veremos cara a cara y entenderemos.

Ahora sabemos algo que nos basta: Dios está con nosotros, tenemos La Palabra, hay luz para vivir, podemos aspirar a ser hijos, somos hijos... y estamos en tinieblas y somos capaces - aunque inexplicablemente - de rechazar la luz y hacernos sordos a la Palabra.

Este es el mensaje que celebramos hoy con radiante alegría: que podemos vivir, que esto tiene sentido, que está pensado por un Padre, que tenemos la fuerza y la luz que necesitamos, que nos podemos fiar de Dios... Todo eso lo vemos en Jesús, en ese hombre nacido de María, natural de Nazaret, al que vemos comer y cansarse, orar, sufrir y morir. En Él conocemos a Dios.

Es magnífico que las lecturas de hoy no nos limiten a la ternura del niñito recién nacido, sino que nos lleven hasta el fondo del mensaje: ¿quien ha nacido? Ha nacido nuestra fe en Dios Libertador. Nos hemos librado del temor a la muerte, del temor al pecado, del temor a que la vida no tenga sentido, del temor a tirar nuestra vida y que no sirva para nada, del miedo a Dios. Ha nacido el que nos ha enseñado todo eso.

Mirando a Jesús hemos conocido mucho mejor a Dios y nos hemos conocido mucho mejor, es como si en la oscuridad hubiesen encendido una luz y ahora ya podemos caminar.

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