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jueves, 4 de marzo de 2010

DIOS NO CASTIGA: III Domingo de Cuaresma (Lc 13, 1-9)



El mensaje de hoy es muy sencillo de formular, pero muy difícil de asimilar. Con demasiada frecuencia seguimos oyendo la fatídica expresión: ¡Castigo de Dios! El domingo pasado decíamos que no teníamos que esperar ningún premio de Dios. Hoy se nos aclara que no tenemos que temer ningún castigo.

Premio y castigo son dos realidades correlativas, si se da una, se da la otra. Si Dios es el que manda la lluvia, la sequía es necesariamente un castigo. Es muy difícil superar la idea de “el Dios que premia a los buenos y castiga a los malos”, pero hay que intentarlo. La dinámica en la que hemos metido a Dios, es un callejón sin salida, para Él y para nosotros. Nuestra primera obligación sería, dejar a Dios ser Dios.

En la primera lectura, la gran teofanía de Yahvé a Moisés, indica el principio de la liberación del pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto. Debemos tener mucho cuidado al leer estos textos. No son relatos históricos tal como entendemos hoy la historia.

Los acontecimientos a los que hace referencia sucedieron en el s. XIII a. de C. No se escribieron de una vez, sino que fueron elaborándose durante más de siete siglos. Seguramente que los primeros relatos fueron orales hasta el reinado de David (s. X), cuando ya aparecerían los primeros escritos dispersos sobre el tema. La última redacción se produjo en el siglo V en tiempos de Esdras y Nehemías.

Se trata de vivencias plasmadas después de siete siglos de haber ocurrido. No podemos esperar que respondan a los acontecimientos tal como sucedieron, sino que reflejen la experiencia religiosa de liberación de un pueblo.

El éxodo es la experiencia central de todo el AT. Dios salva a su pueblo y en esa salvación, el pueblo se reconoce como elegido y mimado por Dios.

En primer lugar, fíjate bien, Dios responde a las quejas del pueblo. No es un Dios impasible trascendente que le importa muy poco la suerte de los seres humanos. Es un Dios que interviene en la historia a favor del pueblo oprimido. Así lo creían ellos. Otra cosa es como tenemos que interpretar esa actuación de Dios.

En segundo lugar, se sirve de los seres humanos para llevar a cabo la obra de salvación. Aunque Moisés se declara incapacitado, es enviado. Esto es muy importante a la hora de aplicar a Dios la liberación. Somos nosotros los responsables de que la humanidad camine hacia una liberación o que siga hundiendo en la miseria a la mayoría de los seres humanos. Estas dos verdades son claves para entender al Dios de Jesús.

“Yo soy el que soy”. Estamos ante la intuición más sublime de toda la Biblia, y seguramente de todo el pensamiento religioso: Dios no tiene nombre, simplemente, ES. El nombre de Dios es una expresión verbal: “El que es y actúa”.

En aquella cultura, conocer el nombre de alguien era dominarlo. La enseñanza es que Dios es inabarcable y nadie puede conocerle ni manipularle. Es una pena que, sin tener esto en cuenta, hayamos intentado durante dos mil años “conocer” a Dios y meterlo en conceptos para manipularlo. Las pretensiones de la “teología” han sido y siguen siendo descabelladas. Todos sabemos que el discurso sobre Dios es siempre analógico, es decir: sencillamente inadecuado, y sólo “sequndum quid” acertado. Pero a la hora de la verdad, olvidamos esto y defendemos nuestros ridículos conceptos sobre Dios como si se tratara de la mismísima realidad divina.

Partiendo de la experiencia de Israel, Pablo advierte a los cristianos de Corinto, que no basta pertenecer a una comunidad para estar seguro. Nada podrá suplir la respuesta personal a las exigencias de tu ser. El ampararse en seguridades de grupo, puede ser una trampa.

Esta recomendación de Pablo está muy de acuerdo con el evangelio. Pablo dice: “El que se cree seguro, ¡cuidado! no caiga.” Y Jesús dice por dos veces: “si no os convertís todos pereceréis”. La vida humana es camino hacia la plenitud, que necesita de constantes “rectificaciones”, si no corregimos el rumbo equivocado, nos precipitaremos al abismo.

El evangelio de hoy nos plantea el eterno problema, ¿Es el mal consecuencia del pecado? Así lo creían los judíos del tiempo de Jesús y así lo siguen creyendo la mayoría de los cristianos de hoy. Desde una visión mágica de Dios, se creía que todo lo que sucedía era fruto de su voluntad. Los males se consideraban castigos y los bienes premios. Incluso la lectura de Pablo que acabamos de leer se puede interpretar en esa dirección.

Jesús se declara completamente en contra de esa manera de pensar. Lo expresa claramente el evangelio de hoy, pero lo encontramos en otros muchos pasajes; el más claro es el del ciego de nacimiento en el evangelio de Juan, donde los discípulos preguntan a Jesús, ¿Quién pecó, éste o sus padres? Para Jesús la relación de Dios con nosotros está en un ámbito más profundo.

Debemos dejar de interpretar como actuación de Dios lo que no son más que fuerzas de la naturaleza o consecuencia de atropellos humanos. Ninguna desgracia que nos pueda alcanzar, debemos atribuirla a un castigo de Dios; de la misma manera que no podemos creer que somos buenos porque las cosas nos salen bien. El evangelio de hoy no puede estar más claro, pero como decíamos el domingo pasado, estamos incapacitados para oír lo que nos dice. Sólo oímos lo que queremos escuchar desde nuestros prejuicios.

Insisto, debemos salir de esa idea de Dios Señor o patrón soberano que desde fuera nos vigila y exige su tributo. De nada sirve camuflarla con sutilezas. Por ejemplo: Dios, puede que no castigue aquí abajo, pero castiga en la otra vida... O, Dios nos castiga, pero es por amor y para salvarnos... O Dios castiga sólo a los malos... O merecemos castigo, pero Cristo, con su muerte, nos libró de él.

Pensar que Dios nos trata como tratamos nosotros al asno, que sólo funciona a base de palo o zanahoria, es ridiculizar a Dios y al ser humano

Claro que estamos constantemente en manos de Dios, pero su acción no tiene nada que ver con las causas segundas. La acción de Dios es de distinta naturaleza que la acción del hombre, por eso la acción de Dios, ni se suma ni se resta ni se interfiere con la acción de las causas físicas.

Desde el Paleolítico, se ha creído que todos los acontecimientos eran queridos y por lo tanto realizados puntualmente, por “un dios” todopoderoso. Pero resulta que Dios, por ser “acto puro”, por estar haciéndolo todo en todo instante, no puede hacer nada en concreto. No puede empezar a hacer nada, porque una acción es enriquecimiento del ser que actúa, y si Dios pudiera ser más, antes no sería Dios. Tampoco puede dejar de hacer nada de lo que está haciendo, porque perdería algo y dejaría de ser Dios.

Y si no os convertís, todos pereceréis. La expresión “os convertís”, no traduce adecuadamente el verbo griego que significa más bien: “si no cambiáis de mentalidad, si no veis la realidad desde otra perspectiva…”

No dice Jesús que los que murieron no eran pecadores, sino que todos somos igualmente pecadores y tenemos que cambiar de rumbo. Sin una toma de conciencia de que el camino que llevamos nos lleva al abismo, nunca estaremos motivados para evitar el desastre. Si no tomamos conciencia de que tenemos algo que rectificar, no hay salvación posible.

Si soy yo el que voy caminando hacia el abismo, solo yo puedo cambiar de rumbo y evitar el desastre. Cada uno tiene la responsabilidad de sus acciones u omisiones y debe esforzarse por acertar en lo que hace o deja de hacer.

No somos marionetas en las manos de Dios, sino personas, es decir seres autónomos que debemos apechugar con nuestra responsabilidad, sin esperar que seres extraterrestres nos saquen las castañas del fuego en los momentos de dificultad. Pero sin temor a que, por habernos equivocado, tomen represalias contra nosotros.

La parábola de la higuera arroja mucha luz sobre el tema. Recordemos que la higuera era uno de los símbolos del pueblo de Israel. El número tres es símbolo de plenitud. Es como si dijera: Dios te da todo el tiempo del mundo y además un año. Pero por mucha paciencia que tenga Dios, el tiempo para dar fruto es limitado. Dios es amor total, don incondicional, pero no puede suplir lo que tengo que hacer yo. Soy único, irrepetible. Tengo una tarea asignada; si no la llevo a cabo, esa tarea se quedará sin realizar y la culpa será solo mía.

No tiene que venir nadie a premiarme o castigarme. El cumplir la tarea será el premio, no cumplirla el castigo. La tarea del ser humano no es hacer cosas sino hacerse, es decir, tomar conciencia de su verdadero ser y vivir esa realidad a tope. Claro que si ese proceso de concienciación no se traduce en “frutos”, será la prueba de que no se ha dado.

¿Qué significa dar fruto? ¿En qué consistiría la salvación para nosotros aquí y ahora? Tal vez sea ésta la cuestión más importante que nos debemos plantear.

No se trata de hacer o dejar de hacer esto o aquello para alcanzar la salvación. Se trata de alcanzar una liberación interior que me lleve a hacer esto o dejar de hacer lo otro porque me lo pide mi auténtico ser.

La salvación no es alcanzar nada ni conseguir nada. Es tu verdadero ser, estar identificado con Dios. Descubrir y vivir esa realidad es tu verdadera salvación.

Una persona le preguntó a un místico, famoso por los milagros que hacía: ¿Tú eres Dios? Él contestó sencillamente: “Sí, soy Dios; y tú también lo eres. La única diferencia consiste en que yo lo sé y tú no lo sabes.” Mientras no lo “sepamos”, Dios seguirá siendo un ídolo para nosotros.



Meditación-contemplación

No tienes que esperar nada de fuera.
Dios ya lo ha dado todo, lo que falta lo tienes que hacer tú.
Pero la tarea fundamental está dentro de ti mismo.
Es un proceso de iluminación, de toma de conciencia de lo que eres.
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Convertirse es centrarse.
Presupone la conciencia de estar descentrado.
Si no descubres que tu camino te lleva fuera, a las cosas terrenas,
no estarás motivado para ninguna rectificación.
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No intentes cambiar de objetivos fuera de ti. Es perder el tiempo.
La única meta que te puede saciar está dentro.
Céntrate, concéntrate.
Ese es el único camino de conversión.
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