Por José María RODRÍGUEZ OLAIZOLA, SJ*
Publicado por Pastoral sj
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Si le preguntas sobre la Iglesia a cualquiera que esté informado acerca de la realidad únicamente desde los medios de comunicación, su respuesta, probablemente, estará plagada de lugares comunes. No necesariamente falsos, pero tampoco muy matizados. Fundamentalmente, por uno u otro camino, hablará de uno de estos tres ámbitos: Jerarquía, cuestiones polémicas y normas. No hace falta explicarlo mucho. Desde el Papa a los obispos, las declaraciones, tomas de postura o decisiones son examinadas y filtradas convenientemente. No todo lo que plantean aparece en los medios, pero sí aquello que puede dar lugar a buenos titulares. Y en ese sentido, ya hablemos de medios que se alineen con posturas eclesiásticas, o medios que se enfrenten a ellas, lo que tiene más repercusión son las cuestiones polémicas: el posicionamiento ante determinadas leyes, como puede ser lo relativo a la educación religiosa; las declaraciones o campañas sobre asuntos de enorme carga vital y emocional, como el aborto, la eutanasia o el control de la natalidad; y los asuntos turbios o escabrosos, como las sospechas de irregularidades en la gestión económica de tal o cual diócesis, o como los escándalos sexuales protagonizados por sacerdotes y mal asumidos por sus superiores. Todo ello genera movimiento, opinión e interés... También tienen cierto eco, aunque es más bien interno, los nombramientos o movimientos de obispos. Cuando alguien es elegido para ocupar un cargo de cierta relevancia, o es enviado a algún dicasterio en Roma, entonces la prensa de nuevo lo resalta, se procura hablar de ascensos o castigos y, generalmente, se interpreta en clave de juegos de poder.
No pretendo hablar aquí de intereses malévolos detrás de esa tendencia. Supongo que en algunos casos hay animadversión y mala uva. Pero, por otra parte, es la misma dinámica que se desarrolla en otras esferas de la vida pública. No todo es necesariamente fruto de una persecución ni de una campaña orquestada para arruinar la imagen de la Iglesia. A veces se conjugan el sensacionalismo, la necesidad de llamar la atención, la tendencia a la simplificación y la falta de formación seria –por no decir la ignorancia atrevida– de muchos de quienes analizan todas esas cuestiones. Por otra parte, a veces la insistencia en algunos asuntos parece casar con las agendas de los responsables de comunicación de la misma Iglesia, si bien éstos siempre han de andar con pies de plomo para que no se les vaya de las manos cualquier declaración o campaña.
Pero, como ocurre siempre que hay focos apuntando en una dirección, al mismo tiempo que iluminan algo, ocultan todo lo que queda fuera del haz de luz. Y cuanto más brillante y luminoso el foco, más opacado queda lo que no refulge. La Iglesia tiene sus méritos y sus ambigüedades, sus valores y su pecado, sus aciertos y sus errores. Y eso ocurre tanto entre lo que sale a la luz como en lo que pasa más desapercibido. Reconociendo eso, intentemos en estas páginas girar el foco y dejar que ilumine esas otras dimensiones menos formuladas y, sin embargo, creo que mucho más representativas de lo que es la Iglesia en su riqueza, su pluralidad y su complejidad.
Existe una Iglesia que no aparece en los medios de comunicación ni copa titulares. Está llena de vidas, rostros, nombres e historias que hablan de un evangelio concreto, real y encarnado. No habla de mitras ni de normas –o, al menos, no únicamente de ello– ni bebe de polémicas coyunturales. Es curioso constatar cómo hay cuatro dimensiones de la vida eclesial que laten con fuerza poderosa en el corazón de la Iglesia; y, sin embargo, nosotros venga a hablar de la jerarquía, como si fuera lo único o lo principal en lo que nos jugáramos las concreciones de la fe.
¿Cuáles son esas cuatro dimensiones? Koinonía, Diakonía, Liturgia y Martyría. Es decir, la comunidad, el servicio, la celebración y el testimonio radical.
Koinonía
Hablamos de la comunión, y es un concepto interesante. Podemos enzarzarnos en disquisiciones sobre el sentido del término y sobre cuál habría de ser la correcta comprensión de una eclesiología de comunión... ¿Qué quiere decir esta unión? ¿Es homogeneidad o es pluralidad? ¿Es un sistema centralizado o la diversidad más propia de una red formada por distintos nudos? ¿Insistiremos, al mirar a lo organizativo en nuestra Iglesia, en la verticalidad o en la horizontalidad?
En realidad, no quisiera lanzarme por derroteros muy teóricos ni por concepciones teológicas sobre la Iglesia, cuestiones que requieren sesudos análisis y que, por otra parte, ya han sido elaboradas por especialistas mucho más capacitados para hacerlo.
Quiere ésta ser una reflexión sobre la realidad del encuentro plural en la Iglesia. Si uno hiciese demasiado caso a una imagen bastante extendida y simplificada, parecería que todos los que pertenecemos a la Iglesia estamos cortados por un mismo patrón. O, en todo caso, que, si no somos iguales, deberíamos serlo. Esa uniformidad, que algunos desde fuera nos achacan, y otros desde dentro añoran, no sería comunión. Puede ser gregarismo o sectarismo, pero la verdadera comunión es la diversidad capaz de entenderse y complementarse. Es la pluralidad capaz de un diálogo real. Es la diferencia que no se convierte en arma arrojadiza ni en muro excluyente, sino en posibilidad de enriquecimiento común.
Esa diversidad, no exenta a veces de roces y conflictos, ya se dio en las primeras comunidades, entre los mismos discípulos que escucharon a Jesús y que después entendían las cosas de manera diferente. Hubo, seguro, aciertos y equivocaciones en la manera de afrontar esos conflictos, pero en todo caso la diferencia no anulaba la unión.
Pues bien, aunque a menudo parezca lo contrario, mucha de esa comunión se da en abundantes espacios de Iglesia. Con sus luces y sus sombras, pero se da.
Se da la experiencia de acogida de muchas personas en su diversidad. Es curioso, porque a veces en la Iglesia tenemos una situación casi esquizofrénica. Por una parte, muchos de quienes hablamos como parte de la Iglesia ensalzamos, genéricamente, valores como la acogida, la igualdad, el respeto o la tolerancia. Por otra, al concretar, a menudo esquivamos ciertas cuestiones para no contradecir algunos puntos del magisterio que, sin embargo, necesitan una clara reformulación. Y, al final, la realidad concreta es que, contradiciendo nuestros propios silencios, sí podemos ser –y, de hecho, a menudo somos– espacio de acogida, igualdad, respeto y tolerancia. Es decir, que a muchas personas la teoría les dice que están en situaciones irregulares, las juzga con afirmaciones contundentes y, de algún modo, las pone en callejones sin salida; pero al tiempo la práctica de muchas gentes de Iglesia en todos los estamentos –una práctica que, dicho sea de paso, siempre ha ido muy por delante de la teoría– les responde desde una acogida primera, una misericordia sin juicio y un deseo básico de ayudar desde el respeto de las distintas situaciones…
Se da también la experiencia de diálogo. Es verdad que hay algunos diálogos difíciles y, hoy por hoy, imposibles, porque hay quien se empeña en que ciertas consideraciones sean monólogos. Pero, de nuevo, ya quisieran otras muchas instituciones tener el nivel de debate interno y de pluralidad ideológica o la capacidad de incluir en su seno posiciones bien distintas... ¿Hay conflictos? Por supuesto. ¿Divergencias? Enormes. ¿Roces? Sangrantes. Pero la diversidad favorece la búsqueda de una verdad que no podemos aferrar ni monopolizar.
En definitiva, en la Iglesia hay muchos ámbitos de pertenencia, acogida, diálogo y encuentro. Y frente a la visibilidad y la imposición de una falsa homogeneidad, se alza firme la invisible vitalidad de esta riqueza plural. Y aunque hay conflictos, errores, y divergencias –algunas de ellas notables y muy importantes–, es esa misma efervescencia la que nos mantiene avanzando, buscando y creciendo.
¿Qué es lo que nos une, entonces? Una misma fe, en el Dios de Jesucristo y su evangelio, en la Vida como palabra última que vence a la muerte, en la humanidad llamada a vivir a imagen de ese mismo Dios, desde la fe, la justicia y el amor, en la Iglesia, santa y pecadora, pero llamada a ir abriendo en nuestro mundo espacios de esperanza.
Diakonía
El diácono es el servidor. Y la diakonía es una dimensión ineludible de la vida cristiana. ¿Qué es servir? Servir es buscar, en la práctica, lo que es bueno para el otro. Aquello que hace sus vidas más dignas, más humanas, más acordes con el sueño de Dios para cada historia. Servir es poner tus manos, tu corazón, tus palabras..., en definitiva, toda tu persona, a disposición del prójimo. ¿Y quién es el prójimo? Aquel que te necesita en su desposesión. La imagen de Jesús de Nazaret despojándose de su túnica y ciñéndose la toalla a la cintura para lavar los pies de los discípulos es un icono que se convierte en central en nuestra fe. Ser es servir.
El servicio en la Iglesia tiene muchos rostros e innumerables concreciones. Es la caridad en acción. Es verdad que a menudo parece que muchas de las cuestiones candentes en la Iglesia tienen más que ver con el poder que con el servicio, y puede uno sospechar que las ambiciones personales, el afán por alcanzar cotas de dominio y una cierta distancia respecto de las vidas cotidianas de personas reales con preocupaciones concretas lleva a algunas personas (generalmente muy visibles) a encerrarse en dinámicas donde el servicio no parece excesivamente prioritario o, en todo caso, parece desenfocado. Y de nuevo aquí nos encontramos con que a menudo los focos apuntan hacia esas pequeñas miserias, hacia batallas estériles, choques de egos o búsquedas de dominio disfrazadas de fidelidad a no se sabe muy bien qué o quién. Y de nuevo esos focos dejan en la sombra todo ese mundo eclesial del amor operativo, humano, concreto, que trabaja por y para las personas, buscando lo mejor para sus vidas.
Hay infinidad de instituciones y gentes de Iglesia que viven el servicio de la mejor manera que saben –y en bastantes casos saben mucho. Si nos pusiéramos a enumerar, la lista sería interminable. Cada quién conoce algunas de esas realidades, pero son incontables. Ahí están todas las organizaciones eclesiales que se dedican a atender a los más rotos en tantísimos lugares. Las Cáritas diocesanas; innumerables ONGs, vinculadas a órdenes religiosas, que buscan promover el desarrollo a través de la educación, la solidaridad, el trabajo por la justicia, la lucha contra la pobreza y contra la explotación infantil, el trabajo con los refugiados, con los desplazados, con los inmigrantes; pastorales de la salud; capellanías en las cárceles... Servicio es la reflexión y el trabajo intelectual de quien busca una verdad más acorde con la dignidad humana y con una imagen de Dios que siempre ha de irse desvelando un poco más. Servicio es también el acompañamiento, quizá menos sonoro, pero igualmente necesario, de tantas personas que se sienten solas, que buscan acogida, o de los jóvenes que se preguntan por un sentido y tienen sed de trascendencia. Y así podríamos seguir...
Evidentemente, no es la Iglesia la única que trabaja en esos campos. Pero, ciertamente, la Iglesia lo hace. Y en muchas ocasiones y contextos es la única que está ahí. En cada diócesis, en cada país donde la Iglesia está presente, el servicio, y especialmente el servicio a los más rotos, suele ser una realidad.
Por supuesto que muchas veces nos quedamos cortos, que falta garra, compromiso, empuje. Que en cada uno de nosotros pelea el buen samaritano con el maestro de la Ley, más pendiente de sus intereses que del prójimo. Por supuesto que no vamos a ponernos medallas como salvadores de la humanidad; y es que nuestros pies de barro, personales e institucionales, nos han de hacer tremendamente humildes a la hora de alabar estas presencias. Pero, dicho esto, lo cierto es que hay mucho bien en acción. E insisto en el «mucho», porque, si no, parece que el servicio es la excepción que confirma la regla y que, cuando alguien se encuentra con una realidad eclesial fascinante en su manera de sanar las heridas, eso tiene un carácter excepcional. No es cierto. La Iglesia, muchas veces de manera invisible, sirve.
Liturgia
La capacidad de celebrar es otra de las dimensiones más hondas de la Iglesia. Se trata de celebrar la vida en toda su densidad. En la alegría y la tristeza, la salud, la enfermedad, la muerte, las horas buenas y las malas. Celebrar el paso del tiempo, los momentos de especial significado, las experiencias más profundas del ser humano (algunas de ellas cotidianas, y otras excepcionales).
¿Cuál es el problema con nuestra liturgia? Realmente, hay unos cuantos. Para quienes la ven desde fuera, les parece indescifrable, acaso anacrónica, aburrida –en un mundo que valora el ritmo– y repetitiva. Hay muchas personas que participan esporádicamente, al menos en la Eucaristía, con motivo de bodas, bautizos, primeras comuniones o funerales. Pero, claro, el enganche es difícil, y las distracciones múltiples. Es difícil entender la dinámica interna de las celebraciones. Y en muchos de esos casos lo que prima es el folklore o las dimensiones más sociales, muchas de ellas prescindiendo de lo religioso. Y la verdad es que, a menudo, a quienes participamos desde dentro nos puede ocurrir lo mismo. Se junta un punto de anquilosamiento (esto no cambia nunca) con otro de ignorancia (se han perdido referencias y significados). Se junta nuestra dificultad para utilizar lenguajes comprensibles con la falta de formación básica de las personas, que, privadas de claves de comprensión, miran sin participar, recitan sin sentir o escuchan sin entender de qué va toda esa historia. Y, claro, al final termina siendo algo muy vacío.
No es de extrañar que los no creyentes, en según qué contextos, quieran buscar ceremonias alternativas y, una vez consolidadas las bodas civiles, aparezcan de vez en cuando ideas como las primeras comuniones civiles o los bautismos civiles. Cierto es que la misma formulación denota alguna incoherencia y una falta de imaginación y creatividad notables. Si optas por lo no religioso, ¿a qué viene hablar de comuniones o bautismos? Llámalo de otra manera. «Presentación» para dar la bienvenida a un nuevo infante entre los allegados, o «de niña a princesa», para explicar ese día en que mi niña también se viste de blanco y se celebra la apoteosis del dominio infantil sobre los adultos y el sentido del gasto innecesario como demostración pública de no se sabe muy bien qué (algo que, dicho sea de paso, también ocurre tristemente en muchas celebraciones religiosas).
Dejando de lado el tono burlón, lo que es comprensible es que la gente quiera celebrar el nacimiento de un hijo y presentarlo «oficialmente», u otros eventos significativos de la vida. Porque, al final, de eso se trata, de celebrar la vida.
Y eso mismo hace la liturgia, pero con la referencia primera a Dios y la conciencia de que Dios interviene, a su modo misterioso, en nuestras historias, dando fuerza, luz, aliento, dándose a sí mismo, proponiendo su palabra para iluminar nuestros días y su evangelio para orientar nuestros pasos. Aquí lo invisible necesita mucha más luz. Todo el mundo de significados, el sentido profundo, el ritmo en que se mueven las celebraciones es precioso si se sabe formular y entender, porque es la expresión de un diálogo continuo entre Dios, uno mismo y los otros, en el contexto de la propia vida, con sus altibajos. Y da igual si hablamos de la Eucaristía o del sacramento de la reconciliación, del bautismo o de la celebración del matrimonio... Cada celebración tiene sentido, no como separación de lo secular y lo sagrado, no como entrada en una esfera distinta de la realidad en la cual nos alejamos de nuestra propia vida. La liturgia es celebración de la vida. Y a ella traemos nuestros días, el hacernos adultos, el ir entrelazando historia y evangelio, nuestro sentido de pertenencia a un grupo más amplio de personas y el lidiar con la fragilidad, el amor, el perdón, la enfermedad o la muerte.
Cierto es que hay ahí una tarea pendiente, que es la de formar y traducir. Y a menudo la rigidez en los esquemas o el empeño en aferrarse milimétricamente a rúbricas y formulaciones intocables son vanos. Imagino que quienes insisten en seguir al pie de la letra todos los rituales tienen sus motivos (fidelidad, universalidad, sentido de lo celebrado y proclamado); pero, honestamente, creo que demasiada rigidez es errónea, porque la liturgia ha de ser participada, comprendida y vivida para no convertirse en un rito seco.
Martyría
El testimonio es parte de nuestras vidas. Somos testigos, querámoslo o no, de aquello en lo que creemos. El que cree en el dinero lo demuestra con su manera de perseguirlo. Lo mismo el que cree en la belleza, el placer, la ciencia o el poder. Y el que cree en Dios y su evangelio también lo muestra. El testimonio es la capacidad de hablar, de palabra, pero sobre todo de hecho, de aquello que da sentido a nuestras vidas. Y el testimonio de la fe es hacerlo de una manera radical, innegociable, hasta dar la vida si fuera necesario.
Ciertamente, otra dimensión bien fecunda en la historia de nuestra Iglesia es la cadena humana forjada por tantas vidas que transmiten, comunican, dan fe de aquello en lo que creemos: Jesús de Nazaret, el hijo de Dios, resucitado de entre los muertos por la acción del Espíritu. Y su revelación de un Dios que es amor y quiere el bien de los seres humanos. Es decir, el doble testimonio de la fe en Dios y en la dignidad de los seres humanos, que se expresa, en una formulación ya clásica, como la defensa de la fe y la promoción de la justicia que nace del evangelio. ¿Cómo ha llegado esa verdad hasta ti, hasta mí? Gracias al testimonio de otros. Desde aquellos primeros discípulos, movidos por el Espíritu en Pentecostés, hasta quienes nos han transmitido directamente la fe: abuelos, padres, educadores, amigos... El testimonio ha sido dar razón de la fe, dar razón de la esperanza y dar razón del amor bien concreto, ese que busca que la lógica del evangelio se implante. En muchos casos, luchando por contrarrestar otras lógicas que se basan en el dominio, la fuerza o la injusticia. Y, en consecuencia, enfrentándose al conflicto.
Desde Esteban, el primer mártir del que se nos habla en los Hechos de los Apóstoles, apedreado a las puertas de Jerusalén, hasta la última persona asesinada por su defensa del evangelio, la lista de mártires es enorme. Seguro que el último ya no es el mismo cuando yo escribo estas páginas y cuando tú las lees, porque sigue estando a la orden del día, aunque sea menos visible, esa violencia que quita de enmedio a quien inquieta, estorba o planta cara. Hay nombres anónimos, y hay otros conocidos –pensemos en monseñor Romero, asesinado por enfrentarse, en nombre del pueblo salvadoreño, a una clase dominante explotadora y al ejército controlado por ella.
En muchos lugares, el testimonio es hoy en día tarea cotidiana, y las muertes son más pequeñas y largas y van entrelazadas con las alegrías, los logros, las pequeñas victorias y los milagros cotidianos. Entonces la vida no se da de una vez, sino a lo largo de los años. Y los golpes no son físicos, aunque también desgastan. Y se llaman desprecio, burla, insignificancia, indiferencia o rechazo. Quien mantiene el tipo, la fe y la palabra en esas condiciones, también está haciendo real aquello de ir al mundo entero y proclamar el evangelio. Y hay muchas personas que viven así: dando testimonio de una buena noticia que muchos necesitan escuchar.
Conclusión
Aunque es una imagen manida, es válida para hablar de la Iglesia invisible la idea de la punta del iceberg que muestra únicamente una superficie minúscula, cuando bajo el agua se oculta una masa inmensa de hielo. Bajo una superficie mediática y a menudo polémica, cuando el foco se aleja de los titulares, late con fuerza inquebrantable esa Iglesia universal, plural y viva que trata de proclamar el evangelio. Vaya por delante que hay pecado en nuestra casa. Que la propia Iglesia o sus gentes a menudo causan sufrimiento injusto, y, no haciendo el bien que queremos, hacemos el mal que no queremos. En ese sentido, hay mucho que revisar, y se requieren buenas dosis de humildad para hacerlo. Pero, dicho eso, también es cierto que en muchos contextos surge, como un torrente, esa Iglesia que quiere ser hogar común en el que todos encuentren un motivo para seguir esperando; formada por personas que tratan de pasar por el mundo haciendo el bien, a imagen de quien nos puso en marcha, sanando las heridas, abriendo las prisiones injustas, compartiendo el pan, la paz y la palabra que tantos necesitan; una Iglesia que busca celebrar las vidas, en las horas sombrías y en los momentos pletóricos, ayudando a descubrir esa verdad, a menudo oculta, de la presencia de Dios que ilumina nuestros días; y que acoge en su seno a tantos hombres y mujeres que proclaman, con pasión, esfuerzo y buenas dosis de sacrificio y renuncia, la verdad del evangelio.
* Miembro del Consejo de Redacción de Sal Terrae. Trabaja en Sal Terrae y en pastoral universitaria. Valladolid..
No pretendo hablar aquí de intereses malévolos detrás de esa tendencia. Supongo que en algunos casos hay animadversión y mala uva. Pero, por otra parte, es la misma dinámica que se desarrolla en otras esferas de la vida pública. No todo es necesariamente fruto de una persecución ni de una campaña orquestada para arruinar la imagen de la Iglesia. A veces se conjugan el sensacionalismo, la necesidad de llamar la atención, la tendencia a la simplificación y la falta de formación seria –por no decir la ignorancia atrevida– de muchos de quienes analizan todas esas cuestiones. Por otra parte, a veces la insistencia en algunos asuntos parece casar con las agendas de los responsables de comunicación de la misma Iglesia, si bien éstos siempre han de andar con pies de plomo para que no se les vaya de las manos cualquier declaración o campaña.
Pero, como ocurre siempre que hay focos apuntando en una dirección, al mismo tiempo que iluminan algo, ocultan todo lo que queda fuera del haz de luz. Y cuanto más brillante y luminoso el foco, más opacado queda lo que no refulge. La Iglesia tiene sus méritos y sus ambigüedades, sus valores y su pecado, sus aciertos y sus errores. Y eso ocurre tanto entre lo que sale a la luz como en lo que pasa más desapercibido. Reconociendo eso, intentemos en estas páginas girar el foco y dejar que ilumine esas otras dimensiones menos formuladas y, sin embargo, creo que mucho más representativas de lo que es la Iglesia en su riqueza, su pluralidad y su complejidad.
Existe una Iglesia que no aparece en los medios de comunicación ni copa titulares. Está llena de vidas, rostros, nombres e historias que hablan de un evangelio concreto, real y encarnado. No habla de mitras ni de normas –o, al menos, no únicamente de ello– ni bebe de polémicas coyunturales. Es curioso constatar cómo hay cuatro dimensiones de la vida eclesial que laten con fuerza poderosa en el corazón de la Iglesia; y, sin embargo, nosotros venga a hablar de la jerarquía, como si fuera lo único o lo principal en lo que nos jugáramos las concreciones de la fe.
¿Cuáles son esas cuatro dimensiones? Koinonía, Diakonía, Liturgia y Martyría. Es decir, la comunidad, el servicio, la celebración y el testimonio radical.
Koinonía
Hablamos de la comunión, y es un concepto interesante. Podemos enzarzarnos en disquisiciones sobre el sentido del término y sobre cuál habría de ser la correcta comprensión de una eclesiología de comunión... ¿Qué quiere decir esta unión? ¿Es homogeneidad o es pluralidad? ¿Es un sistema centralizado o la diversidad más propia de una red formada por distintos nudos? ¿Insistiremos, al mirar a lo organizativo en nuestra Iglesia, en la verticalidad o en la horizontalidad?
En realidad, no quisiera lanzarme por derroteros muy teóricos ni por concepciones teológicas sobre la Iglesia, cuestiones que requieren sesudos análisis y que, por otra parte, ya han sido elaboradas por especialistas mucho más capacitados para hacerlo.
Quiere ésta ser una reflexión sobre la realidad del encuentro plural en la Iglesia. Si uno hiciese demasiado caso a una imagen bastante extendida y simplificada, parecería que todos los que pertenecemos a la Iglesia estamos cortados por un mismo patrón. O, en todo caso, que, si no somos iguales, deberíamos serlo. Esa uniformidad, que algunos desde fuera nos achacan, y otros desde dentro añoran, no sería comunión. Puede ser gregarismo o sectarismo, pero la verdadera comunión es la diversidad capaz de entenderse y complementarse. Es la pluralidad capaz de un diálogo real. Es la diferencia que no se convierte en arma arrojadiza ni en muro excluyente, sino en posibilidad de enriquecimiento común.
Esa diversidad, no exenta a veces de roces y conflictos, ya se dio en las primeras comunidades, entre los mismos discípulos que escucharon a Jesús y que después entendían las cosas de manera diferente. Hubo, seguro, aciertos y equivocaciones en la manera de afrontar esos conflictos, pero en todo caso la diferencia no anulaba la unión.
Pues bien, aunque a menudo parezca lo contrario, mucha de esa comunión se da en abundantes espacios de Iglesia. Con sus luces y sus sombras, pero se da.
Se da la experiencia de acogida de muchas personas en su diversidad. Es curioso, porque a veces en la Iglesia tenemos una situación casi esquizofrénica. Por una parte, muchos de quienes hablamos como parte de la Iglesia ensalzamos, genéricamente, valores como la acogida, la igualdad, el respeto o la tolerancia. Por otra, al concretar, a menudo esquivamos ciertas cuestiones para no contradecir algunos puntos del magisterio que, sin embargo, necesitan una clara reformulación. Y, al final, la realidad concreta es que, contradiciendo nuestros propios silencios, sí podemos ser –y, de hecho, a menudo somos– espacio de acogida, igualdad, respeto y tolerancia. Es decir, que a muchas personas la teoría les dice que están en situaciones irregulares, las juzga con afirmaciones contundentes y, de algún modo, las pone en callejones sin salida; pero al tiempo la práctica de muchas gentes de Iglesia en todos los estamentos –una práctica que, dicho sea de paso, siempre ha ido muy por delante de la teoría– les responde desde una acogida primera, una misericordia sin juicio y un deseo básico de ayudar desde el respeto de las distintas situaciones…
Se da también la experiencia de diálogo. Es verdad que hay algunos diálogos difíciles y, hoy por hoy, imposibles, porque hay quien se empeña en que ciertas consideraciones sean monólogos. Pero, de nuevo, ya quisieran otras muchas instituciones tener el nivel de debate interno y de pluralidad ideológica o la capacidad de incluir en su seno posiciones bien distintas... ¿Hay conflictos? Por supuesto. ¿Divergencias? Enormes. ¿Roces? Sangrantes. Pero la diversidad favorece la búsqueda de una verdad que no podemos aferrar ni monopolizar.
En definitiva, en la Iglesia hay muchos ámbitos de pertenencia, acogida, diálogo y encuentro. Y frente a la visibilidad y la imposición de una falsa homogeneidad, se alza firme la invisible vitalidad de esta riqueza plural. Y aunque hay conflictos, errores, y divergencias –algunas de ellas notables y muy importantes–, es esa misma efervescencia la que nos mantiene avanzando, buscando y creciendo.
¿Qué es lo que nos une, entonces? Una misma fe, en el Dios de Jesucristo y su evangelio, en la Vida como palabra última que vence a la muerte, en la humanidad llamada a vivir a imagen de ese mismo Dios, desde la fe, la justicia y el amor, en la Iglesia, santa y pecadora, pero llamada a ir abriendo en nuestro mundo espacios de esperanza.
Diakonía
El diácono es el servidor. Y la diakonía es una dimensión ineludible de la vida cristiana. ¿Qué es servir? Servir es buscar, en la práctica, lo que es bueno para el otro. Aquello que hace sus vidas más dignas, más humanas, más acordes con el sueño de Dios para cada historia. Servir es poner tus manos, tu corazón, tus palabras..., en definitiva, toda tu persona, a disposición del prójimo. ¿Y quién es el prójimo? Aquel que te necesita en su desposesión. La imagen de Jesús de Nazaret despojándose de su túnica y ciñéndose la toalla a la cintura para lavar los pies de los discípulos es un icono que se convierte en central en nuestra fe. Ser es servir.
El servicio en la Iglesia tiene muchos rostros e innumerables concreciones. Es la caridad en acción. Es verdad que a menudo parece que muchas de las cuestiones candentes en la Iglesia tienen más que ver con el poder que con el servicio, y puede uno sospechar que las ambiciones personales, el afán por alcanzar cotas de dominio y una cierta distancia respecto de las vidas cotidianas de personas reales con preocupaciones concretas lleva a algunas personas (generalmente muy visibles) a encerrarse en dinámicas donde el servicio no parece excesivamente prioritario o, en todo caso, parece desenfocado. Y de nuevo aquí nos encontramos con que a menudo los focos apuntan hacia esas pequeñas miserias, hacia batallas estériles, choques de egos o búsquedas de dominio disfrazadas de fidelidad a no se sabe muy bien qué o quién. Y de nuevo esos focos dejan en la sombra todo ese mundo eclesial del amor operativo, humano, concreto, que trabaja por y para las personas, buscando lo mejor para sus vidas.
Hay infinidad de instituciones y gentes de Iglesia que viven el servicio de la mejor manera que saben –y en bastantes casos saben mucho. Si nos pusiéramos a enumerar, la lista sería interminable. Cada quién conoce algunas de esas realidades, pero son incontables. Ahí están todas las organizaciones eclesiales que se dedican a atender a los más rotos en tantísimos lugares. Las Cáritas diocesanas; innumerables ONGs, vinculadas a órdenes religiosas, que buscan promover el desarrollo a través de la educación, la solidaridad, el trabajo por la justicia, la lucha contra la pobreza y contra la explotación infantil, el trabajo con los refugiados, con los desplazados, con los inmigrantes; pastorales de la salud; capellanías en las cárceles... Servicio es la reflexión y el trabajo intelectual de quien busca una verdad más acorde con la dignidad humana y con una imagen de Dios que siempre ha de irse desvelando un poco más. Servicio es también el acompañamiento, quizá menos sonoro, pero igualmente necesario, de tantas personas que se sienten solas, que buscan acogida, o de los jóvenes que se preguntan por un sentido y tienen sed de trascendencia. Y así podríamos seguir...
Evidentemente, no es la Iglesia la única que trabaja en esos campos. Pero, ciertamente, la Iglesia lo hace. Y en muchas ocasiones y contextos es la única que está ahí. En cada diócesis, en cada país donde la Iglesia está presente, el servicio, y especialmente el servicio a los más rotos, suele ser una realidad.
Por supuesto que muchas veces nos quedamos cortos, que falta garra, compromiso, empuje. Que en cada uno de nosotros pelea el buen samaritano con el maestro de la Ley, más pendiente de sus intereses que del prójimo. Por supuesto que no vamos a ponernos medallas como salvadores de la humanidad; y es que nuestros pies de barro, personales e institucionales, nos han de hacer tremendamente humildes a la hora de alabar estas presencias. Pero, dicho esto, lo cierto es que hay mucho bien en acción. E insisto en el «mucho», porque, si no, parece que el servicio es la excepción que confirma la regla y que, cuando alguien se encuentra con una realidad eclesial fascinante en su manera de sanar las heridas, eso tiene un carácter excepcional. No es cierto. La Iglesia, muchas veces de manera invisible, sirve.
Liturgia
La capacidad de celebrar es otra de las dimensiones más hondas de la Iglesia. Se trata de celebrar la vida en toda su densidad. En la alegría y la tristeza, la salud, la enfermedad, la muerte, las horas buenas y las malas. Celebrar el paso del tiempo, los momentos de especial significado, las experiencias más profundas del ser humano (algunas de ellas cotidianas, y otras excepcionales).
¿Cuál es el problema con nuestra liturgia? Realmente, hay unos cuantos. Para quienes la ven desde fuera, les parece indescifrable, acaso anacrónica, aburrida –en un mundo que valora el ritmo– y repetitiva. Hay muchas personas que participan esporádicamente, al menos en la Eucaristía, con motivo de bodas, bautizos, primeras comuniones o funerales. Pero, claro, el enganche es difícil, y las distracciones múltiples. Es difícil entender la dinámica interna de las celebraciones. Y en muchos de esos casos lo que prima es el folklore o las dimensiones más sociales, muchas de ellas prescindiendo de lo religioso. Y la verdad es que, a menudo, a quienes participamos desde dentro nos puede ocurrir lo mismo. Se junta un punto de anquilosamiento (esto no cambia nunca) con otro de ignorancia (se han perdido referencias y significados). Se junta nuestra dificultad para utilizar lenguajes comprensibles con la falta de formación básica de las personas, que, privadas de claves de comprensión, miran sin participar, recitan sin sentir o escuchan sin entender de qué va toda esa historia. Y, claro, al final termina siendo algo muy vacío.
No es de extrañar que los no creyentes, en según qué contextos, quieran buscar ceremonias alternativas y, una vez consolidadas las bodas civiles, aparezcan de vez en cuando ideas como las primeras comuniones civiles o los bautismos civiles. Cierto es que la misma formulación denota alguna incoherencia y una falta de imaginación y creatividad notables. Si optas por lo no religioso, ¿a qué viene hablar de comuniones o bautismos? Llámalo de otra manera. «Presentación» para dar la bienvenida a un nuevo infante entre los allegados, o «de niña a princesa», para explicar ese día en que mi niña también se viste de blanco y se celebra la apoteosis del dominio infantil sobre los adultos y el sentido del gasto innecesario como demostración pública de no se sabe muy bien qué (algo que, dicho sea de paso, también ocurre tristemente en muchas celebraciones religiosas).
Dejando de lado el tono burlón, lo que es comprensible es que la gente quiera celebrar el nacimiento de un hijo y presentarlo «oficialmente», u otros eventos significativos de la vida. Porque, al final, de eso se trata, de celebrar la vida.
Y eso mismo hace la liturgia, pero con la referencia primera a Dios y la conciencia de que Dios interviene, a su modo misterioso, en nuestras historias, dando fuerza, luz, aliento, dándose a sí mismo, proponiendo su palabra para iluminar nuestros días y su evangelio para orientar nuestros pasos. Aquí lo invisible necesita mucha más luz. Todo el mundo de significados, el sentido profundo, el ritmo en que se mueven las celebraciones es precioso si se sabe formular y entender, porque es la expresión de un diálogo continuo entre Dios, uno mismo y los otros, en el contexto de la propia vida, con sus altibajos. Y da igual si hablamos de la Eucaristía o del sacramento de la reconciliación, del bautismo o de la celebración del matrimonio... Cada celebración tiene sentido, no como separación de lo secular y lo sagrado, no como entrada en una esfera distinta de la realidad en la cual nos alejamos de nuestra propia vida. La liturgia es celebración de la vida. Y a ella traemos nuestros días, el hacernos adultos, el ir entrelazando historia y evangelio, nuestro sentido de pertenencia a un grupo más amplio de personas y el lidiar con la fragilidad, el amor, el perdón, la enfermedad o la muerte.
Cierto es que hay ahí una tarea pendiente, que es la de formar y traducir. Y a menudo la rigidez en los esquemas o el empeño en aferrarse milimétricamente a rúbricas y formulaciones intocables son vanos. Imagino que quienes insisten en seguir al pie de la letra todos los rituales tienen sus motivos (fidelidad, universalidad, sentido de lo celebrado y proclamado); pero, honestamente, creo que demasiada rigidez es errónea, porque la liturgia ha de ser participada, comprendida y vivida para no convertirse en un rito seco.
Martyría
El testimonio es parte de nuestras vidas. Somos testigos, querámoslo o no, de aquello en lo que creemos. El que cree en el dinero lo demuestra con su manera de perseguirlo. Lo mismo el que cree en la belleza, el placer, la ciencia o el poder. Y el que cree en Dios y su evangelio también lo muestra. El testimonio es la capacidad de hablar, de palabra, pero sobre todo de hecho, de aquello que da sentido a nuestras vidas. Y el testimonio de la fe es hacerlo de una manera radical, innegociable, hasta dar la vida si fuera necesario.
Ciertamente, otra dimensión bien fecunda en la historia de nuestra Iglesia es la cadena humana forjada por tantas vidas que transmiten, comunican, dan fe de aquello en lo que creemos: Jesús de Nazaret, el hijo de Dios, resucitado de entre los muertos por la acción del Espíritu. Y su revelación de un Dios que es amor y quiere el bien de los seres humanos. Es decir, el doble testimonio de la fe en Dios y en la dignidad de los seres humanos, que se expresa, en una formulación ya clásica, como la defensa de la fe y la promoción de la justicia que nace del evangelio. ¿Cómo ha llegado esa verdad hasta ti, hasta mí? Gracias al testimonio de otros. Desde aquellos primeros discípulos, movidos por el Espíritu en Pentecostés, hasta quienes nos han transmitido directamente la fe: abuelos, padres, educadores, amigos... El testimonio ha sido dar razón de la fe, dar razón de la esperanza y dar razón del amor bien concreto, ese que busca que la lógica del evangelio se implante. En muchos casos, luchando por contrarrestar otras lógicas que se basan en el dominio, la fuerza o la injusticia. Y, en consecuencia, enfrentándose al conflicto.
Desde Esteban, el primer mártir del que se nos habla en los Hechos de los Apóstoles, apedreado a las puertas de Jerusalén, hasta la última persona asesinada por su defensa del evangelio, la lista de mártires es enorme. Seguro que el último ya no es el mismo cuando yo escribo estas páginas y cuando tú las lees, porque sigue estando a la orden del día, aunque sea menos visible, esa violencia que quita de enmedio a quien inquieta, estorba o planta cara. Hay nombres anónimos, y hay otros conocidos –pensemos en monseñor Romero, asesinado por enfrentarse, en nombre del pueblo salvadoreño, a una clase dominante explotadora y al ejército controlado por ella.
En muchos lugares, el testimonio es hoy en día tarea cotidiana, y las muertes son más pequeñas y largas y van entrelazadas con las alegrías, los logros, las pequeñas victorias y los milagros cotidianos. Entonces la vida no se da de una vez, sino a lo largo de los años. Y los golpes no son físicos, aunque también desgastan. Y se llaman desprecio, burla, insignificancia, indiferencia o rechazo. Quien mantiene el tipo, la fe y la palabra en esas condiciones, también está haciendo real aquello de ir al mundo entero y proclamar el evangelio. Y hay muchas personas que viven así: dando testimonio de una buena noticia que muchos necesitan escuchar.
Conclusión
Aunque es una imagen manida, es válida para hablar de la Iglesia invisible la idea de la punta del iceberg que muestra únicamente una superficie minúscula, cuando bajo el agua se oculta una masa inmensa de hielo. Bajo una superficie mediática y a menudo polémica, cuando el foco se aleja de los titulares, late con fuerza inquebrantable esa Iglesia universal, plural y viva que trata de proclamar el evangelio. Vaya por delante que hay pecado en nuestra casa. Que la propia Iglesia o sus gentes a menudo causan sufrimiento injusto, y, no haciendo el bien que queremos, hacemos el mal que no queremos. En ese sentido, hay mucho que revisar, y se requieren buenas dosis de humildad para hacerlo. Pero, dicho eso, también es cierto que en muchos contextos surge, como un torrente, esa Iglesia que quiere ser hogar común en el que todos encuentren un motivo para seguir esperando; formada por personas que tratan de pasar por el mundo haciendo el bien, a imagen de quien nos puso en marcha, sanando las heridas, abriendo las prisiones injustas, compartiendo el pan, la paz y la palabra que tantos necesitan; una Iglesia que busca celebrar las vidas, en las horas sombrías y en los momentos pletóricos, ayudando a descubrir esa verdad, a menudo oculta, de la presencia de Dios que ilumina nuestros días; y que acoge en su seno a tantos hombres y mujeres que proclaman, con pasión, esfuerzo y buenas dosis de sacrificio y renuncia, la verdad del evangelio.
* Miembro del Consejo de Redacción de Sal Terrae. Trabaja en Sal Terrae y en pastoral universitaria. Valladolid.
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