Publicado por El Blog de X. Pikaza
Hace dos días, tras haber publicado la carta de Hans Küng a los obispos católicos del mundo, presenté un post titulado Una iglesia herida. Siete problemas. Hoy, retomando los motivos básicos de aquel análisis, con la ayuda inestimable de los comentarios, en su mayoría constructivos, he querido elaborar siete propuestas, que presento en forma de colaboración al compromiso de la iglesia en su conjunto, en estos momentos delicados, pero, a mi juicio, muy esperanzados.
Comienzo retomando las seis propuestas de H. Küng, que me parecen muy importantes, pero quizá más limitadas (repondiendo al lugar en que se sitúa y a las metas a las que quiere llegar). Yo he querido situarme en un contexto más amplio y así he desarrollado siete propuestas que, con vuestra ayuda, podré precisar después, o rechazarlas, si no encuentra ningún consenso. El pensamiento se elabora en diálogo y, aunque a veces me decís que no intervengo en el cuerpo a cuerpo de los diálogos concretos, puedo deciros que vuestros comentarios me interesan y me aportan mucho. Sin ellos no podría seguir escribiendo.
a) Hans Küng: Seis propuestas:
1. No callar: en vista de tantas y tan graves irregularidades, el silencio os hace cómplices.
2. Acometer reformas: en la Iglesia y en el episcopado son muchos los que se quejan de Roma, sin que ellos mismos hagan algo.
3. Actuar colegiadamente. Por tanto, no deberíais, estimados obispos, actuar solo como individuos, sino en comunidad con los demás obispos, con los sacerdotes y con el pueblo de la Iglesia, hombres y mujeres.
4. La obediencia ilimitada sólo se debe a Dios: todos vosotros, en la solemne consagración episcopal, habéis prestado ante el Papa un voto de obediencia ilimitada. Pero sabéis igualmente que jamás se debe obediencia ilimitada a una autoridad humana, solo a Dios.
5. Aspirar a soluciones regionales: es frecuente que el Vaticano haga oídos sordos a demandas justificadas del episcopado, de los sacerdotes y de los laicos.
6. Exigir un concilio: así como se requirió un concilio ecuménico para la realización de la reforma litúrgica, la libertad de religión, el ecumenismo y el diálogo interreligioso, lo mismo ocurre en cuanto a solucionar el problema de la reforma, que ha irrumpido ahora de forma dramática.
b) X. Pikaza, siete propuestas
Las presento de un modo tanteante, como pequeñas orientaciones, que no quieren sentar cátedra, ni condenar a nadie, sino abrir (o mostrar) unos pequeños cauces por los que quizá puede discurrir mejor el agua del evangelio. Son propuestas de viejo profesor, más que de profeta. Quizá sirvan para que algunos “profetas” las asuman y recreen, o que, al menos, se dejen iluminar por ellas. La primera y la última son más amplias, la primera porque se sitúa ante el tema de la pederastia, hoy discutido, la séptima porque insiste en la reforma de la Iglesia, desde arriba y desde abajo.
1. Yo no empezaría protestando contra el Papa (ni rebelándome contra él).
Ciertamente, el Papa puede tener su responsabilidad en algunas cuestiones de las que otros le acusan, pero juzgo que es una persona sabia y honesta (a su nivel), aunque pienso que el problema actual de la Iglesia le desborda, como nos desborda a todos. No creo que se logra nada “condenándole” sin más en los casos de pederastia del clero, aunque quizá algunas de sus actuaciones en ese campo (en otro tiempo) no fueron quizá todo lo transparentes que hoy se pediría, pues las circunstancias eran otras y quizá no se conocía bien la magnitud del problema.
Por otra parte, pienso que no todos los problemas y los delitos del pasado se arreglan con leyes impositivas. Es bueno juzgar los delitos, pero no por revanchismo, sino por justicia. Es bueno juzgar los delitos, pero hay veces en que debe primar la prudencia y el respeto a las personas, en casos íntimos,, buscando siempre el bien de las víctimas. Quizá haya casos en los que, por bien de las personas (ante todo de las víctimas, que son siempre las primeras a tener en cuenta), ciertos delitos (digo ciertos, no todos, ni por regla) deben resolverse “en casa”, en círculos los propios sociales, sin acudir siempre a la justicia del Estado. Por otra parte, es difícil “juzgar” desde la situación actual los problemas y delitos de otro tiempo, en otras circunstancias legales y sociales.
En esos casos en que, quizá, el problema quizá no se lleva a los juzgados estatales, eso no se puede hacer por ocultamiento, ni por falta de transparencia, sino por lograr un “juicio” más eficaz para todos. No se trataría de “no juzgar”, sino de juzgar mejor, en la línea de lo que dijo Jesús (¡no juzguéis!), es decir, “no condenéis” (Lc 6, 37). Se trataría, por tanto, en línea cristiana, de juzgar sin condenar y de buscar por todos los medios que no puedan repetirse las circunstancias del delito.
No sé precisar mejor la propuesta, pero creo que no es buena la judicialización total de la vida, en línea de intervención del Estado. La iglesia tendría que haber sido capaz de resolver por sí misma algunos casos, pero no buscando privilegios, ni tapando problemas, sino con el deseo de ser más eficaz, más fuerte en la corrección, más cercana a las víctimas, más abierta a la transformación de todos.
En el caso de que sea un presbítero el que comete los delitos, es muy que difícil pueda darse un “juicio positivo de la Iglesia, dentro de ella” como el que presiento que debe haber (en ciertos casos). Para ello deberían darse las siguientes circunstancias:
(a) Impidiendo que esos presbíteros puedan seguir ejerciendo la función que ejercen, cosa que en las situación actual del clero es muy difícil, pues exigiría una movilidad mucho más grande y, quizá, una superación de la forma de vida de actual del clero, con el celibato vinculado a un servicio de autoridad pastoral.
(b) Habría que buscar siempre, ante todo, el bien de las víctimas, la seguridad o, por lo menos, la certeza moral de que ellas no puedan ser nuevamente violadas.
(c) Que ese juicio eclesial de los "violadores" no fuera nunca en contra de la ley civil, no se hiciera por ocultamiento o privilegio, sino que fuera para bien de todos (incluso para bien del Estado).
No tengo soluciones, y creo que nadie las tiene, en este momento, pero estoy convencido de que una simple condena (de multa o de cárcel) no basta, pues ese tipo de condenas no suelen servir de nada. Tampoco quiero, de ninguna manera, que la Iglesia sea un Estado dentro del Estado (con sus privilegios económicos y judiciales). Es escandaloso que se haya podido decir que otros “violadores van a la cárcel, pero los curas no”. Si eso fuera así habría que “borrarse” de esta iglesia.
Dicho esto, me atrevo a pensar que este Papa ha hecho lo que ha podido y lo que ha sabido, y desde aquí quiero mostrarle mi respeto y admiración, en un tiempo de cambios eclesiales. Pero quizá las cosas no podrán arreglarse ya con un Papa como él (de una generación pasada, de un tiempo pasado), ni siquiera con un cambio de persona en la cúpula papal, pues el tema es mucho más hondo que el de un siempre cambio de persona. Estoy convencido de que, desde la estructura actual de la iglesia, resulta muy difícil que un Papa pueda actuar sencillamente desde el “puro evangelio”, pues está coartado por tradiciones y privilegios que le marcan. Un papa puede ser muy “evangélico” como persona (y es muy posible que muchos de los últimos papas lo hayan sido). Pero la estructura de su poder («potestad ordinaria, que es suprema, plena, inmediata y universal en la Iglesia, y que puede siempre ejercer libremente», CIC 331), no parece responder al evangelio, por muchos esfuerzos que uno haga por interpretarla bien.
2. Yo tampoco empezaría escribiendo a los obispos y pidiendo su “conversión”, como si la gran reforma la pudieran hacer ellos, si se convirtieran y se alzaran contra un tipo de actitudes de este Papa.
Estoy convencido de que la mayoría de los obispos de la Iglesia católica son personas de gran altura moral, aunque estoy también convencido de que los problemas de fondo de la Iglesia actual les desbordan, de manera que para ellos resulta muy difícil situarse en un plano directo evangelio. Los obispos actuales han sido nombrados con métodos de otro tiempo, para resolver problemas que hoy son muy distintos, dentro de una estructura piramidal de poder que no responde a la experiencia de comunión de Jesús, ni las primeras iglesias, ni de la sociedad actual.
Ciertamente, es necesaria la “conversión” de los obispos y muchos de ellos (quizá la mayoría) son buenísimas personas, pero la estructura en que se mueven hace muy difícil que ellos puedan actuar con transparencia evangélica. No parece que la reforma que necesita la Iglesia actual, según el evangelio, dentro de un mundo cambiante, pueda venir sólo (ni principalamente) a través de los obispos. Aquella frase famosa (¡cuando tenía la respuesta me cambiaron las preguntas!) cobra aquí una especial actualidad, al menos en occidente.
Estoy convencido de que los obispos no pueden resolver por sí solos los problemas de la iglesia en la sociedad actual, no sólo por exigencia del evangelio (que es comunión), sino por lo que hoy día implica el liderazgo, que debe ser dialogante, directo. Parece claro que no hemos encontrado el tipo de liderazgo cristiano para el siglo XXI y no parece que con tipo de obispos actuales pueda encontrarse (al menos en occidente).
3. Pienso que los problemas no solucionan dialogando más hacia fuera, aprendiendo a respetar mejor a los judíos y musulmanes o los indios de América (¡cosa necesari!), sino que hacen falta unos grandes cambios dentro de la misma iglesia.
Es evidente que hacen falta mejorar las relaciones con esas religiones y esos grupos (de los habla Hans Küng) y con los restante grupos de nuestro tiempo, aprendiendo a eque scucharnos todos, para que las verdad y cercanía de los otros nos enseñe a vivir y nos transforme. Pero sólo sabremos dialogar con otros grupos (con los no-cristianos) si aprendemos dialogar entre nosotros (entre los católicos, en cada diócesis, en cada parroquia, en cada grupo), dejando que fluyan y se manifiesten las riquezas de nuestra tradición cristiana, sin ningún prurito de superioridad, pero sin ningún complejo, pidiéndonos perdón unos a otros (pero sin culpabilizaciones falsas), bebiendo del pozo de nuestro evangelio, pero sin despreciar otras aguas, y dejando que la nuestra pueda correr para todos.
Es necesaria (como he dicho) una buena transparencia judicial (y de un modo muy concreto en los casos de pederastia), pero con la pura justicia y castigo no se arreglan las cosas. Por otra parte, me parece injusto (y obsceno) que una iglesia que ha formado a sus ministros a su imagen y semejanza se desentienda ahora de ellos y diga: “que los juzgue el Estado”, como si ella no fuera responsable de lo que hacen sus “curas”. Ciertamente, el Estado tiene que intervenir en lo que es de Estado, pero a la Iglesia le queda un margen amplísimo para corregirse ella y para “corregir” con ella a sus “delincuentes” (como deben hacerlo las familias y otros grupos sociales). Para ello es necesario que la Iglesia sea espacio de comunión en libertad, donde todos puedan manifestarse libremente, al servicio de un amor común... y comunión de corrección mutua, para todos. No parece que esa sea hoy la situación, pues son muchos los que en la Iglesia no pueden decir nada, o son castigados si lo dicen.
4. Quizá el mayor problema y la mayor tarea sea la de lograr una mayor autenticidad y transparencia, empezando por sus ministros.
Son muchos los que piensan que la Iglesia esconde detrás de ella algo que no dice, que tiene unos secretos oscuros detrás de sus clausuras y sus muros, detrás de sus viejos privilegios clericales. Posiblemente eso no es cierto, al menos en la magnitud en que se dice, pero es evidente que ha llegado el momento de abrir todas las puertas, las de los vaticanos externos e internos para vivir sin más secretos que los de la vida personal, sin más privilegios que los de la humanidad, a pie de calle, como Jesús y sus primeros seguidores.
Se trata, simplemente, de ser lo que somos y de así mostrarlo, de manera que cada uno pueda expresarse como quiera (como él quiera) desde el evangelio, pero en amor, como persona, sin sacralizaciones añadidas y sin ningún tipo de culto a la personalidad (ni a la propia ni a la ajena, ni a la del Papa ni a la de un determinado Padre). Sólo si la iglesia es escuela de libertad y transparencia, de autenticidad y de verdad personal, si no tenemos miedo a mostrarnos como somos, habrá cesado en gran parte el malestar que ahora sienten muchos ante las estructuras de la Iglesia, como si ella escondiera muertos debajo de sus alfombras.
5. Se trata de “crear personas” (es decir, de dejar que surjan), simplemente eso, permitiendo a cada uno que sea él mismo y animándole a serlo,
desde su propia libertad, como un ser que es recibido y amado por sí mismo, sin poner ningún tipo de “barrera” sacral (o estructural) entre cada uno y Dios, sin “brokers” o personas que ocupan tu lugar y hablan por tí. Para que eso sea posible, para que cada uno (varón o mujer, griego o judío, esclavo o libre: Gal 3, 28) pueda descubrirse amado en una comunidad de amados, es necesario un intenso cambio social, creando comunidades alternativas (donde cada persona descubra y potencia su valor infinito).
Sin duda, la iglesia ha sido y sigue siendo transmisora de evangelio y le debemos mucho, muchísimo todos los cristianos. Pero muchos queremos que ella cambie, y debemos cambiarla nosotros, buscando y creando unas estructuras sociales en las que cada uno sea valora y admitido, tal como es, como persona. Ciertamente, el cristianismo no es una revolución social (como podría ser marxismo), pero si no lleva en sí el impulso de un gran cambio social deja de ser cristianismo.
6. Se trata, por tanto, de crear bases sociales, espacios humanos de maduración y convivencia, es decir, iglesias,
no como distritos administrativos de una Iglesia Superior, manejada desde arriba por un Papa que «en virtud de su función, tiene potestad ordinaria, que es suprema, plena, inmediata y universal en la Iglesia, y que puede siempre ejercer libremente» (como “manda” al CIC 331). No se trata, por tanto, de cambiar de Papa (éste actual me parece, en su línea muy bueno), sino de cambiar radicalmente de “experiencia de base”, suscitando grupos de “creyentes” (de amantes) que comparten y despliegan la vida en esperanza.
Sin duda, hay que pedir que cese ya este modelo de Vaticano, este tipo de obispos (que, por otra parte, son de ayer, de los últimos mil años de la Iglesia), pero sabiendo que el cambio no vendrá simplemente de arriba, sino de las mismas comunidades. Sólo en la medida en que cambien las comunidades cambiarán los liderazgos, surgirán formas nuevas de ejercer los ministerios. Pero hay que empezar ya, desde ahora mismo, sin necesidad de pedir permiso a nadie, pues el evangelio es nuestro, de todos los creyentes, pero en comunión, no en simple ruptura.
7. Desde arriba y desde abajo. Hay que volver, según eso, a la pluralidad de los carismas y de las funciones de liderazgo, en la línea de lo que San Pablo describió en 1 Cor 12-14.
Eso significa que debemos recuperar las raíces de la experiencia cristiana, desde nuestro tiempo, sin olvidar la historia anterior, pero sin dejarnos esclavizar por ella (como parece suceder actualmente en la administración del Vaticano y de los obispados, que aparecen como esclavos de una tradición que no les deja actuar en libertad). Alguien pensaría que sería mejor un gran borrón y cuenta nueva, como si no hubiera Vaticano, como si no hubiera obispos, como si no hubiera estos presbíteros, cesarlos a todos a la fuerza, para empezar con otros. Pues bien, estoy convencido de que esa no es la solución, pues debemos contar también con lo que hay, con lo que somos.
No se puede decir en modo alguno que todo lo de arriba es malo y lo de abajo bueno, pues Dios está en todos, incluso en lo que llamamos "arriba", y puede hacer que se escuche su voz incluso a través de este Vaticano, pero no para que quede como está, sino para que cambie y cambiemos todos. Nos decía el Cardenal Benelli el año 1981, hay que rifare da capo (o rehacer de base, por arriba y por abajo, in capite et in membris, si puede hablarse aquí de una “caput” que no sea Cristo).
En este re-hacerlo todo tenemos que dejar también un espacio y una tarea a los obispos actuales, sabiendo que ellos pueden aportar su experiencia, pues no son una clase distinta (como los nobles del antiguo régimen en la Revolución Francesa), sino personas que forman también parte de la base de la Iglesia. Tenemos que empezar teniendo misericordia con el Papa y los obispos, en este momento, en que tantos y tantos parece que sólo quieren juzgarles y condenarles.
Se trata de rehacerlo todo para que todos tengan un espacio, en la iglesia, para el mundo, un espacio que los niños puedan crecer en amor, para que los mayores puedan abrirse al gozo de la comunidad y de la contemplación del misterio, para que los pobres puedan ser portadores de su propio destino. En este contexto quiero repetir una palabra clave, que está hacia el fin de mi libro Sistema Libertad, Iglesia (Trotta, Madrid 2001), donde decía que los dos caminos deben vincularse:
Un camino desde arriba. El Vaticano mantiene una actitud tradicional: insiste en el sistema y actúa como "estado religioso unificado", con nuncios ante las naciones, nombramiento directo de obispos, formación presbiteral en seminarios, celibato, exclusión de mujeres etc. Mirado de un modo exclusivista, este modelo se encuentra a mi entender ya seco, y así me atrevo a confesarlo después de trabajar durante casi treinta años a su servicio, como profesor de seminario y facultad de teología, en la formación de estudiantes para el presbiterado. Está acabado (al menos en occidente), por la escasez vocacional y, sobre todo, por el tipo de vocaciones que prepara, desligadas de sus comunidades, separadas de la vida y crecimiento real de los cristianos. Las facultades de teología son para el estudio del cristianismo en el contexto de la cultura y religiones de la tierra. Las vocaciones ministeriales han de surgir y cultivarse desde el interior de las comunidades cristianas, que son semillero (seminario) para aquellos que deseen (y sean encargados de) realizar tareas apostólicas, varones o mujeres, célibes o casados, sin desligarse de su entorno y su trabajo humano, tras un tiempo de maduración y prueba, reasumiendo de forma no patriarcal la inspiración de Pastorales.
En principio, sólo las comunidades pueden suscitar y animar ministros de evangelio (especialmente presbíteros y obispos). Es normal que esos ministros conozcan la Palabra, pero no tienen por qué ser especialistas en ella, pues los teólogos se dedicarán básicamente a la enseñanza, no al ministerio de organización eclesial. La forma actual de preparar ministros en abstracto y para todo (celebración y enseñanza, dirección comunitaria y servicios sociales...), elevándoles de nivel al ordenarles de presbíteros (e incluso de obispos), sin referencia a una comunidad concreta en la que puedan compartir la fe, me parece carente de sentido (o vale sólo para casos excepcionales, de posibles misioneros).
Un camino desde abajo. Hay comunidades que empiezan a reunirse por sí mismas, sin un presbítero oficial, suscitando desde abajo sus propios ministerios de celebración y plegaria, servicio social y amor mutuo etc, como al principio de la iglesia. Son comunidades que han comenzado a compartir la Palabra y celebrar el Perdón y la Cena de Señor sin contar con un ministro ordenado al estilo tradicional, pero sin haber roto por ello con la iglesia católica, sino todo lo contrario, sabiéndose iglesia. Estos "ministros" pueden recibir nombres distintos: a veces se les llaman colaboradores, otra son auxiliares o párrocos seglares, otras asistentes pastorales...
Lo del nombre es lo de menos. Más importante es el hecho de que algunos están reconocidos y realizan funciones oficiales: todo lo del presbítero menos "consagrar" y "absolver" de manera solemne. En otros casos, tanto las comunidades como sus "ministros" actúan sin respaldo oficial, llegando incluso a consagrar y absolver los pecados, en celebraciones de la Cena o Perdón. En caso de conflicto con la jerarquía pueden afirmar que actúan de un modo "privado": lo que presiden no es Eucaristía o Penitencia sacramental, sino celebración piadosa (no oficial) de la Cena y Perdón de Jesús. Pero esta parece una disputa de palabras.
Las comunidades que actúan de esta forma carecen de visibilidad oficial (no tienen comunión ministerial externa), pero pueden estar en Comunión real con el conjunto de la iglesia. Ellas son, por ahora, pequeñas y frágiles, pero estoy convencido de que van a multiplicarse, eligiendo sus ministros (varones o mujeres), para un tiempo más o menos largo, conforme a la palabra de Mc 9, 39 no se lo impidáis. Desde el momento en que el sistema sacral pierde fuerza, ellas pueden elevarse, creando una comunión o federación de iglesias, como al principio.
Comienzo retomando las seis propuestas de H. Küng, que me parecen muy importantes, pero quizá más limitadas (repondiendo al lugar en que se sitúa y a las metas a las que quiere llegar). Yo he querido situarme en un contexto más amplio y así he desarrollado siete propuestas que, con vuestra ayuda, podré precisar después, o rechazarlas, si no encuentra ningún consenso. El pensamiento se elabora en diálogo y, aunque a veces me decís que no intervengo en el cuerpo a cuerpo de los diálogos concretos, puedo deciros que vuestros comentarios me interesan y me aportan mucho. Sin ellos no podría seguir escribiendo.
a) Hans Küng: Seis propuestas:
1. No callar: en vista de tantas y tan graves irregularidades, el silencio os hace cómplices.
2. Acometer reformas: en la Iglesia y en el episcopado son muchos los que se quejan de Roma, sin que ellos mismos hagan algo.
3. Actuar colegiadamente. Por tanto, no deberíais, estimados obispos, actuar solo como individuos, sino en comunidad con los demás obispos, con los sacerdotes y con el pueblo de la Iglesia, hombres y mujeres.
4. La obediencia ilimitada sólo se debe a Dios: todos vosotros, en la solemne consagración episcopal, habéis prestado ante el Papa un voto de obediencia ilimitada. Pero sabéis igualmente que jamás se debe obediencia ilimitada a una autoridad humana, solo a Dios.
5. Aspirar a soluciones regionales: es frecuente que el Vaticano haga oídos sordos a demandas justificadas del episcopado, de los sacerdotes y de los laicos.
6. Exigir un concilio: así como se requirió un concilio ecuménico para la realización de la reforma litúrgica, la libertad de religión, el ecumenismo y el diálogo interreligioso, lo mismo ocurre en cuanto a solucionar el problema de la reforma, que ha irrumpido ahora de forma dramática.
b) X. Pikaza, siete propuestas
Las presento de un modo tanteante, como pequeñas orientaciones, que no quieren sentar cátedra, ni condenar a nadie, sino abrir (o mostrar) unos pequeños cauces por los que quizá puede discurrir mejor el agua del evangelio. Son propuestas de viejo profesor, más que de profeta. Quizá sirvan para que algunos “profetas” las asuman y recreen, o que, al menos, se dejen iluminar por ellas. La primera y la última son más amplias, la primera porque se sitúa ante el tema de la pederastia, hoy discutido, la séptima porque insiste en la reforma de la Iglesia, desde arriba y desde abajo.
1. Yo no empezaría protestando contra el Papa (ni rebelándome contra él).
Ciertamente, el Papa puede tener su responsabilidad en algunas cuestiones de las que otros le acusan, pero juzgo que es una persona sabia y honesta (a su nivel), aunque pienso que el problema actual de la Iglesia le desborda, como nos desborda a todos. No creo que se logra nada “condenándole” sin más en los casos de pederastia del clero, aunque quizá algunas de sus actuaciones en ese campo (en otro tiempo) no fueron quizá todo lo transparentes que hoy se pediría, pues las circunstancias eran otras y quizá no se conocía bien la magnitud del problema.
Por otra parte, pienso que no todos los problemas y los delitos del pasado se arreglan con leyes impositivas. Es bueno juzgar los delitos, pero no por revanchismo, sino por justicia. Es bueno juzgar los delitos, pero hay veces en que debe primar la prudencia y el respeto a las personas, en casos íntimos,, buscando siempre el bien de las víctimas. Quizá haya casos en los que, por bien de las personas (ante todo de las víctimas, que son siempre las primeras a tener en cuenta), ciertos delitos (digo ciertos, no todos, ni por regla) deben resolverse “en casa”, en círculos los propios sociales, sin acudir siempre a la justicia del Estado. Por otra parte, es difícil “juzgar” desde la situación actual los problemas y delitos de otro tiempo, en otras circunstancias legales y sociales.
En esos casos en que, quizá, el problema quizá no se lleva a los juzgados estatales, eso no se puede hacer por ocultamiento, ni por falta de transparencia, sino por lograr un “juicio” más eficaz para todos. No se trataría de “no juzgar”, sino de juzgar mejor, en la línea de lo que dijo Jesús (¡no juzguéis!), es decir, “no condenéis” (Lc 6, 37). Se trataría, por tanto, en línea cristiana, de juzgar sin condenar y de buscar por todos los medios que no puedan repetirse las circunstancias del delito.
No sé precisar mejor la propuesta, pero creo que no es buena la judicialización total de la vida, en línea de intervención del Estado. La iglesia tendría que haber sido capaz de resolver por sí misma algunos casos, pero no buscando privilegios, ni tapando problemas, sino con el deseo de ser más eficaz, más fuerte en la corrección, más cercana a las víctimas, más abierta a la transformación de todos.
En el caso de que sea un presbítero el que comete los delitos, es muy que difícil pueda darse un “juicio positivo de la Iglesia, dentro de ella” como el que presiento que debe haber (en ciertos casos). Para ello deberían darse las siguientes circunstancias:
(a) Impidiendo que esos presbíteros puedan seguir ejerciendo la función que ejercen, cosa que en las situación actual del clero es muy difícil, pues exigiría una movilidad mucho más grande y, quizá, una superación de la forma de vida de actual del clero, con el celibato vinculado a un servicio de autoridad pastoral.
(b) Habría que buscar siempre, ante todo, el bien de las víctimas, la seguridad o, por lo menos, la certeza moral de que ellas no puedan ser nuevamente violadas.
(c) Que ese juicio eclesial de los "violadores" no fuera nunca en contra de la ley civil, no se hiciera por ocultamiento o privilegio, sino que fuera para bien de todos (incluso para bien del Estado).
No tengo soluciones, y creo que nadie las tiene, en este momento, pero estoy convencido de que una simple condena (de multa o de cárcel) no basta, pues ese tipo de condenas no suelen servir de nada. Tampoco quiero, de ninguna manera, que la Iglesia sea un Estado dentro del Estado (con sus privilegios económicos y judiciales). Es escandaloso que se haya podido decir que otros “violadores van a la cárcel, pero los curas no”. Si eso fuera así habría que “borrarse” de esta iglesia.
Dicho esto, me atrevo a pensar que este Papa ha hecho lo que ha podido y lo que ha sabido, y desde aquí quiero mostrarle mi respeto y admiración, en un tiempo de cambios eclesiales. Pero quizá las cosas no podrán arreglarse ya con un Papa como él (de una generación pasada, de un tiempo pasado), ni siquiera con un cambio de persona en la cúpula papal, pues el tema es mucho más hondo que el de un siempre cambio de persona. Estoy convencido de que, desde la estructura actual de la iglesia, resulta muy difícil que un Papa pueda actuar sencillamente desde el “puro evangelio”, pues está coartado por tradiciones y privilegios que le marcan. Un papa puede ser muy “evangélico” como persona (y es muy posible que muchos de los últimos papas lo hayan sido). Pero la estructura de su poder («potestad ordinaria, que es suprema, plena, inmediata y universal en la Iglesia, y que puede siempre ejercer libremente», CIC 331), no parece responder al evangelio, por muchos esfuerzos que uno haga por interpretarla bien.
2. Yo tampoco empezaría escribiendo a los obispos y pidiendo su “conversión”, como si la gran reforma la pudieran hacer ellos, si se convirtieran y se alzaran contra un tipo de actitudes de este Papa.
Estoy convencido de que la mayoría de los obispos de la Iglesia católica son personas de gran altura moral, aunque estoy también convencido de que los problemas de fondo de la Iglesia actual les desbordan, de manera que para ellos resulta muy difícil situarse en un plano directo evangelio. Los obispos actuales han sido nombrados con métodos de otro tiempo, para resolver problemas que hoy son muy distintos, dentro de una estructura piramidal de poder que no responde a la experiencia de comunión de Jesús, ni las primeras iglesias, ni de la sociedad actual.
Ciertamente, es necesaria la “conversión” de los obispos y muchos de ellos (quizá la mayoría) son buenísimas personas, pero la estructura en que se mueven hace muy difícil que ellos puedan actuar con transparencia evangélica. No parece que la reforma que necesita la Iglesia actual, según el evangelio, dentro de un mundo cambiante, pueda venir sólo (ni principalamente) a través de los obispos. Aquella frase famosa (¡cuando tenía la respuesta me cambiaron las preguntas!) cobra aquí una especial actualidad, al menos en occidente.
Estoy convencido de que los obispos no pueden resolver por sí solos los problemas de la iglesia en la sociedad actual, no sólo por exigencia del evangelio (que es comunión), sino por lo que hoy día implica el liderazgo, que debe ser dialogante, directo. Parece claro que no hemos encontrado el tipo de liderazgo cristiano para el siglo XXI y no parece que con tipo de obispos actuales pueda encontrarse (al menos en occidente).
3. Pienso que los problemas no solucionan dialogando más hacia fuera, aprendiendo a respetar mejor a los judíos y musulmanes o los indios de América (¡cosa necesari!), sino que hacen falta unos grandes cambios dentro de la misma iglesia.
Es evidente que hacen falta mejorar las relaciones con esas religiones y esos grupos (de los habla Hans Küng) y con los restante grupos de nuestro tiempo, aprendiendo a eque scucharnos todos, para que las verdad y cercanía de los otros nos enseñe a vivir y nos transforme. Pero sólo sabremos dialogar con otros grupos (con los no-cristianos) si aprendemos dialogar entre nosotros (entre los católicos, en cada diócesis, en cada parroquia, en cada grupo), dejando que fluyan y se manifiesten las riquezas de nuestra tradición cristiana, sin ningún prurito de superioridad, pero sin ningún complejo, pidiéndonos perdón unos a otros (pero sin culpabilizaciones falsas), bebiendo del pozo de nuestro evangelio, pero sin despreciar otras aguas, y dejando que la nuestra pueda correr para todos.
Es necesaria (como he dicho) una buena transparencia judicial (y de un modo muy concreto en los casos de pederastia), pero con la pura justicia y castigo no se arreglan las cosas. Por otra parte, me parece injusto (y obsceno) que una iglesia que ha formado a sus ministros a su imagen y semejanza se desentienda ahora de ellos y diga: “que los juzgue el Estado”, como si ella no fuera responsable de lo que hacen sus “curas”. Ciertamente, el Estado tiene que intervenir en lo que es de Estado, pero a la Iglesia le queda un margen amplísimo para corregirse ella y para “corregir” con ella a sus “delincuentes” (como deben hacerlo las familias y otros grupos sociales). Para ello es necesario que la Iglesia sea espacio de comunión en libertad, donde todos puedan manifestarse libremente, al servicio de un amor común... y comunión de corrección mutua, para todos. No parece que esa sea hoy la situación, pues son muchos los que en la Iglesia no pueden decir nada, o son castigados si lo dicen.
4. Quizá el mayor problema y la mayor tarea sea la de lograr una mayor autenticidad y transparencia, empezando por sus ministros.
Son muchos los que piensan que la Iglesia esconde detrás de ella algo que no dice, que tiene unos secretos oscuros detrás de sus clausuras y sus muros, detrás de sus viejos privilegios clericales. Posiblemente eso no es cierto, al menos en la magnitud en que se dice, pero es evidente que ha llegado el momento de abrir todas las puertas, las de los vaticanos externos e internos para vivir sin más secretos que los de la vida personal, sin más privilegios que los de la humanidad, a pie de calle, como Jesús y sus primeros seguidores.
Se trata, simplemente, de ser lo que somos y de así mostrarlo, de manera que cada uno pueda expresarse como quiera (como él quiera) desde el evangelio, pero en amor, como persona, sin sacralizaciones añadidas y sin ningún tipo de culto a la personalidad (ni a la propia ni a la ajena, ni a la del Papa ni a la de un determinado Padre). Sólo si la iglesia es escuela de libertad y transparencia, de autenticidad y de verdad personal, si no tenemos miedo a mostrarnos como somos, habrá cesado en gran parte el malestar que ahora sienten muchos ante las estructuras de la Iglesia, como si ella escondiera muertos debajo de sus alfombras.
5. Se trata de “crear personas” (es decir, de dejar que surjan), simplemente eso, permitiendo a cada uno que sea él mismo y animándole a serlo,
desde su propia libertad, como un ser que es recibido y amado por sí mismo, sin poner ningún tipo de “barrera” sacral (o estructural) entre cada uno y Dios, sin “brokers” o personas que ocupan tu lugar y hablan por tí. Para que eso sea posible, para que cada uno (varón o mujer, griego o judío, esclavo o libre: Gal 3, 28) pueda descubrirse amado en una comunidad de amados, es necesario un intenso cambio social, creando comunidades alternativas (donde cada persona descubra y potencia su valor infinito).
Sin duda, la iglesia ha sido y sigue siendo transmisora de evangelio y le debemos mucho, muchísimo todos los cristianos. Pero muchos queremos que ella cambie, y debemos cambiarla nosotros, buscando y creando unas estructuras sociales en las que cada uno sea valora y admitido, tal como es, como persona. Ciertamente, el cristianismo no es una revolución social (como podría ser marxismo), pero si no lleva en sí el impulso de un gran cambio social deja de ser cristianismo.
6. Se trata, por tanto, de crear bases sociales, espacios humanos de maduración y convivencia, es decir, iglesias,
no como distritos administrativos de una Iglesia Superior, manejada desde arriba por un Papa que «en virtud de su función, tiene potestad ordinaria, que es suprema, plena, inmediata y universal en la Iglesia, y que puede siempre ejercer libremente» (como “manda” al CIC 331). No se trata, por tanto, de cambiar de Papa (éste actual me parece, en su línea muy bueno), sino de cambiar radicalmente de “experiencia de base”, suscitando grupos de “creyentes” (de amantes) que comparten y despliegan la vida en esperanza.
Sin duda, hay que pedir que cese ya este modelo de Vaticano, este tipo de obispos (que, por otra parte, son de ayer, de los últimos mil años de la Iglesia), pero sabiendo que el cambio no vendrá simplemente de arriba, sino de las mismas comunidades. Sólo en la medida en que cambien las comunidades cambiarán los liderazgos, surgirán formas nuevas de ejercer los ministerios. Pero hay que empezar ya, desde ahora mismo, sin necesidad de pedir permiso a nadie, pues el evangelio es nuestro, de todos los creyentes, pero en comunión, no en simple ruptura.
7. Desde arriba y desde abajo. Hay que volver, según eso, a la pluralidad de los carismas y de las funciones de liderazgo, en la línea de lo que San Pablo describió en 1 Cor 12-14.
Eso significa que debemos recuperar las raíces de la experiencia cristiana, desde nuestro tiempo, sin olvidar la historia anterior, pero sin dejarnos esclavizar por ella (como parece suceder actualmente en la administración del Vaticano y de los obispados, que aparecen como esclavos de una tradición que no les deja actuar en libertad). Alguien pensaría que sería mejor un gran borrón y cuenta nueva, como si no hubiera Vaticano, como si no hubiera obispos, como si no hubiera estos presbíteros, cesarlos a todos a la fuerza, para empezar con otros. Pues bien, estoy convencido de que esa no es la solución, pues debemos contar también con lo que hay, con lo que somos.
No se puede decir en modo alguno que todo lo de arriba es malo y lo de abajo bueno, pues Dios está en todos, incluso en lo que llamamos "arriba", y puede hacer que se escuche su voz incluso a través de este Vaticano, pero no para que quede como está, sino para que cambie y cambiemos todos. Nos decía el Cardenal Benelli el año 1981, hay que rifare da capo (o rehacer de base, por arriba y por abajo, in capite et in membris, si puede hablarse aquí de una “caput” que no sea Cristo).
En este re-hacerlo todo tenemos que dejar también un espacio y una tarea a los obispos actuales, sabiendo que ellos pueden aportar su experiencia, pues no son una clase distinta (como los nobles del antiguo régimen en la Revolución Francesa), sino personas que forman también parte de la base de la Iglesia. Tenemos que empezar teniendo misericordia con el Papa y los obispos, en este momento, en que tantos y tantos parece que sólo quieren juzgarles y condenarles.
Se trata de rehacerlo todo para que todos tengan un espacio, en la iglesia, para el mundo, un espacio que los niños puedan crecer en amor, para que los mayores puedan abrirse al gozo de la comunidad y de la contemplación del misterio, para que los pobres puedan ser portadores de su propio destino. En este contexto quiero repetir una palabra clave, que está hacia el fin de mi libro Sistema Libertad, Iglesia (Trotta, Madrid 2001), donde decía que los dos caminos deben vincularse:
Un camino desde arriba. El Vaticano mantiene una actitud tradicional: insiste en el sistema y actúa como "estado religioso unificado", con nuncios ante las naciones, nombramiento directo de obispos, formación presbiteral en seminarios, celibato, exclusión de mujeres etc. Mirado de un modo exclusivista, este modelo se encuentra a mi entender ya seco, y así me atrevo a confesarlo después de trabajar durante casi treinta años a su servicio, como profesor de seminario y facultad de teología, en la formación de estudiantes para el presbiterado. Está acabado (al menos en occidente), por la escasez vocacional y, sobre todo, por el tipo de vocaciones que prepara, desligadas de sus comunidades, separadas de la vida y crecimiento real de los cristianos. Las facultades de teología son para el estudio del cristianismo en el contexto de la cultura y religiones de la tierra. Las vocaciones ministeriales han de surgir y cultivarse desde el interior de las comunidades cristianas, que son semillero (seminario) para aquellos que deseen (y sean encargados de) realizar tareas apostólicas, varones o mujeres, célibes o casados, sin desligarse de su entorno y su trabajo humano, tras un tiempo de maduración y prueba, reasumiendo de forma no patriarcal la inspiración de Pastorales.
En principio, sólo las comunidades pueden suscitar y animar ministros de evangelio (especialmente presbíteros y obispos). Es normal que esos ministros conozcan la Palabra, pero no tienen por qué ser especialistas en ella, pues los teólogos se dedicarán básicamente a la enseñanza, no al ministerio de organización eclesial. La forma actual de preparar ministros en abstracto y para todo (celebración y enseñanza, dirección comunitaria y servicios sociales...), elevándoles de nivel al ordenarles de presbíteros (e incluso de obispos), sin referencia a una comunidad concreta en la que puedan compartir la fe, me parece carente de sentido (o vale sólo para casos excepcionales, de posibles misioneros).
Un camino desde abajo. Hay comunidades que empiezan a reunirse por sí mismas, sin un presbítero oficial, suscitando desde abajo sus propios ministerios de celebración y plegaria, servicio social y amor mutuo etc, como al principio de la iglesia. Son comunidades que han comenzado a compartir la Palabra y celebrar el Perdón y la Cena de Señor sin contar con un ministro ordenado al estilo tradicional, pero sin haber roto por ello con la iglesia católica, sino todo lo contrario, sabiéndose iglesia. Estos "ministros" pueden recibir nombres distintos: a veces se les llaman colaboradores, otra son auxiliares o párrocos seglares, otras asistentes pastorales...
Lo del nombre es lo de menos. Más importante es el hecho de que algunos están reconocidos y realizan funciones oficiales: todo lo del presbítero menos "consagrar" y "absolver" de manera solemne. En otros casos, tanto las comunidades como sus "ministros" actúan sin respaldo oficial, llegando incluso a consagrar y absolver los pecados, en celebraciones de la Cena o Perdón. En caso de conflicto con la jerarquía pueden afirmar que actúan de un modo "privado": lo que presiden no es Eucaristía o Penitencia sacramental, sino celebración piadosa (no oficial) de la Cena y Perdón de Jesús. Pero esta parece una disputa de palabras.
Las comunidades que actúan de esta forma carecen de visibilidad oficial (no tienen comunión ministerial externa), pero pueden estar en Comunión real con el conjunto de la iglesia. Ellas son, por ahora, pequeñas y frágiles, pero estoy convencido de que van a multiplicarse, eligiendo sus ministros (varones o mujeres), para un tiempo más o menos largo, conforme a la palabra de Mc 9, 39 no se lo impidáis. Desde el momento en que el sistema sacral pierde fuerza, ellas pueden elevarse, creando una comunión o federación de iglesias, como al principio.
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