Entre los infames “Proverbios desde el Infierno” de William Blake encontramos éste: “Mata antes a un bebé en su cuna que nutrir deseos no realizados”.
Hay en él sutiles matices de significado, pero este proverbio a simple vista habla volúmenes, especialmente para nuestra generación. La mayoría de nosotros se siente hoy, de modo congénito, mal dispuesta y existencialmente incapaz de sufrir tensión durante largos períodos de tiempo, de vivir frustrados, de aceptar lo incompleto, de estar en paz con las circunstancias de nuestra vida, de sentirnos cómodos dentro de nuestro propio pellejo, y de vivir sin consumación frente al deseo sexual. Por supuesto, al fin no tenemos otra opción o alternativa. No estamos por encima de nuestra humanidad, y tenemos sencillamente que aceptar y vivir con las tensiones de lo naturalmente incompleto; pero nos esforzamos por soportarlo sin impaciencia amarga, sin inquietud patológica y sin todo el juego negativo de acciones y mecanismos de compensación.
Emocional y moralmente, éste es nuestro talón de Aquiles. Nuestra generación tiene algunas cualidades -emocionales y morales- maravillosas, pero paciencia, castidad, aceptación madura de los límites de las circunstancias de la vida, y capacidad para vivir la tensión con nobleza, no son precisamente nuestro fuerte. Los efectos de esto pueden observarse en cualquier parte y de muchas maneras; uno de los lugares privilegiados en que esto puede observarse es dentro de nuestro esfuerzo para ser fieles a nuestros compromisos de relación.
Hemos hecho, por ejemplo, que el compromiso del matrimonio para toda la vida nos parezca muy dificultoso, porque nos resulta difícil aceptar que cualquier matrimonio, por bueno que sea, nos pueda quitar nuestra soledad. Hemos desacralizado la sexualidad y roto o cortado su conexión con el matrimonio, porque somos incapaces de aceptar el sexo como limitado exclusivamente a un compromiso matrimonial. Por otra parte, hemos convertido básicamente el concepto de celibato consagrado como algo existencialmente imposible, porque -así lo sentimos- no puede esperarse que nadie cargue con la tensión sexual durante toda su vida. Y, lo más doloroso de todo, hemos sembrado una profunda inquietud dentro de nosotros mismos, porque, en nuestra incapacidad de aceptar lo incompleto de nuestras vidas, nos torturamos con el pensamiento de que estamos perdiendo la vida, de que no habríamos de vivir tan “incompletos” y de que deberíamos estar gozando ya la sinfonía completa y acabada que tan profundamente anhelamos.
Pero no tenemos nosotros toda la culpa. Mucha culpa la tienen los que supuestamente debían prepararnos para la vida, y no nos proporcionaron los medios emocionales y sicológicos para aceptar las frustraciones innatas de la vida y el ascetismo obligatorio que la vida misma lleva consigo. Más sencillo: a demasiados entre nosotros no se nos enseñó que la vida es difícil, que tenemos que emplearla mayormente esperando una u otra forma de frustración, y que ése es el estado normal y natural de las cosas. Demasiados de entre nosotros recibimos una falsa serie de expectativas. Se nos grabó la impresión de que, en efecto, podíamos tener y gozarlo todo: clara alegría sin sombra, y total intimidad sin frustración o distancia.
Todavía peor, a muchos de nosotros no se nos permitió, de forma sencilla y básica, vivir frustrados, es decir, sentirnos bien acerca de nosotros mismos y de nuestras vidas, aun cuando, por lo general, estemos frustrados. No se nos permitió aceptar que la frustración es natural, lo más normal de la vida, y que está bien aceptarnos a nosotros mismos y a nuestra vida tal como es, y encontrar alegría y felicidad inmersos en ella, a pesar de las frustraciones.
Todavía formo yo parte de la generación cuyos mayores nos proporcionaron eso, precisamente, en lo moral y religioso.
Heredé esto de mis padres quienes, profundamente entrenados en el concepto de pecado original, se veían a sí mismos como “gimiendo y llorando en este valle de lágrimas”. Esta perspectiva, más bien estoica, que cree que de esta parte de la eternidad toda alegría va acompañada de sombra, no les hizo morbosos. Al contrario, eso les permitió aceptar los límites y las circunstancias de sus vidas y, paradójicamente, encontrar alegría en lo imperfecto, precisamente porque no esperaban lo sumamente perfecto. Comprendieron que es normal sentirse frustrado, no tener todo lo que quieres, tener que vivir resignándote a lo incompleto y aceptar el hecho de que en esta vida experimentaremos más hambre que saciedad.
La mayoría de nosotros tendrá que aprender esto por el camino difícil, a través de amarga experiencia, por medio de lágrimas y a través de mucha inquietud que podríamos evitar si supiéramos ya que el hambre, la falta de saciedad, es lo normal. Como escribió el famoso teólogo jesuita Karl Rahner: “En el tormento de la insuficiencia de todo lo alcanzable aprendemos por fin que aquí, en esta vida, todas las sinfonías deben permanecer inacabadas”.
Invariable y realmente la sabiduría y la madurez un día nos alcanzan y la vida al fin nos va cambiando a cada uno de nosotros en asceta. Podemos dar coces contra el aguijón durante un tiempo, como un niño pataleando contra su madre que lo sujeta con sus brazos, pero finalmente nos cansamos, paramos de gemir, y aceptamos las restricciones y limitaciones, aunque no siempre pacíficamente. Pero puede hacerse con paz si aceptamos que la frustración es normal; que es parte integrante de la vida.
Así pues, yo enmendaría el proverbio de Blake mencionado al principio: Mejor matar a un bebé en su cuna…, a no ser que le des a ese niño una serie realista de expectativas con las que sepa lidiar con el deseo y la frustración no correspondidos.
Traducido por Carmelo Astiz, cmf
Hay en él sutiles matices de significado, pero este proverbio a simple vista habla volúmenes, especialmente para nuestra generación. La mayoría de nosotros se siente hoy, de modo congénito, mal dispuesta y existencialmente incapaz de sufrir tensión durante largos períodos de tiempo, de vivir frustrados, de aceptar lo incompleto, de estar en paz con las circunstancias de nuestra vida, de sentirnos cómodos dentro de nuestro propio pellejo, y de vivir sin consumación frente al deseo sexual. Por supuesto, al fin no tenemos otra opción o alternativa. No estamos por encima de nuestra humanidad, y tenemos sencillamente que aceptar y vivir con las tensiones de lo naturalmente incompleto; pero nos esforzamos por soportarlo sin impaciencia amarga, sin inquietud patológica y sin todo el juego negativo de acciones y mecanismos de compensación.
Emocional y moralmente, éste es nuestro talón de Aquiles. Nuestra generación tiene algunas cualidades -emocionales y morales- maravillosas, pero paciencia, castidad, aceptación madura de los límites de las circunstancias de la vida, y capacidad para vivir la tensión con nobleza, no son precisamente nuestro fuerte. Los efectos de esto pueden observarse en cualquier parte y de muchas maneras; uno de los lugares privilegiados en que esto puede observarse es dentro de nuestro esfuerzo para ser fieles a nuestros compromisos de relación.
Hemos hecho, por ejemplo, que el compromiso del matrimonio para toda la vida nos parezca muy dificultoso, porque nos resulta difícil aceptar que cualquier matrimonio, por bueno que sea, nos pueda quitar nuestra soledad. Hemos desacralizado la sexualidad y roto o cortado su conexión con el matrimonio, porque somos incapaces de aceptar el sexo como limitado exclusivamente a un compromiso matrimonial. Por otra parte, hemos convertido básicamente el concepto de celibato consagrado como algo existencialmente imposible, porque -así lo sentimos- no puede esperarse que nadie cargue con la tensión sexual durante toda su vida. Y, lo más doloroso de todo, hemos sembrado una profunda inquietud dentro de nosotros mismos, porque, en nuestra incapacidad de aceptar lo incompleto de nuestras vidas, nos torturamos con el pensamiento de que estamos perdiendo la vida, de que no habríamos de vivir tan “incompletos” y de que deberíamos estar gozando ya la sinfonía completa y acabada que tan profundamente anhelamos.
Pero no tenemos nosotros toda la culpa. Mucha culpa la tienen los que supuestamente debían prepararnos para la vida, y no nos proporcionaron los medios emocionales y sicológicos para aceptar las frustraciones innatas de la vida y el ascetismo obligatorio que la vida misma lleva consigo. Más sencillo: a demasiados entre nosotros no se nos enseñó que la vida es difícil, que tenemos que emplearla mayormente esperando una u otra forma de frustración, y que ése es el estado normal y natural de las cosas. Demasiados de entre nosotros recibimos una falsa serie de expectativas. Se nos grabó la impresión de que, en efecto, podíamos tener y gozarlo todo: clara alegría sin sombra, y total intimidad sin frustración o distancia.
Todavía peor, a muchos de nosotros no se nos permitió, de forma sencilla y básica, vivir frustrados, es decir, sentirnos bien acerca de nosotros mismos y de nuestras vidas, aun cuando, por lo general, estemos frustrados. No se nos permitió aceptar que la frustración es natural, lo más normal de la vida, y que está bien aceptarnos a nosotros mismos y a nuestra vida tal como es, y encontrar alegría y felicidad inmersos en ella, a pesar de las frustraciones.
Todavía formo yo parte de la generación cuyos mayores nos proporcionaron eso, precisamente, en lo moral y religioso.
Heredé esto de mis padres quienes, profundamente entrenados en el concepto de pecado original, se veían a sí mismos como “gimiendo y llorando en este valle de lágrimas”. Esta perspectiva, más bien estoica, que cree que de esta parte de la eternidad toda alegría va acompañada de sombra, no les hizo morbosos. Al contrario, eso les permitió aceptar los límites y las circunstancias de sus vidas y, paradójicamente, encontrar alegría en lo imperfecto, precisamente porque no esperaban lo sumamente perfecto. Comprendieron que es normal sentirse frustrado, no tener todo lo que quieres, tener que vivir resignándote a lo incompleto y aceptar el hecho de que en esta vida experimentaremos más hambre que saciedad.
La mayoría de nosotros tendrá que aprender esto por el camino difícil, a través de amarga experiencia, por medio de lágrimas y a través de mucha inquietud que podríamos evitar si supiéramos ya que el hambre, la falta de saciedad, es lo normal. Como escribió el famoso teólogo jesuita Karl Rahner: “En el tormento de la insuficiencia de todo lo alcanzable aprendemos por fin que aquí, en esta vida, todas las sinfonías deben permanecer inacabadas”.
Invariable y realmente la sabiduría y la madurez un día nos alcanzan y la vida al fin nos va cambiando a cada uno de nosotros en asceta. Podemos dar coces contra el aguijón durante un tiempo, como un niño pataleando contra su madre que lo sujeta con sus brazos, pero finalmente nos cansamos, paramos de gemir, y aceptamos las restricciones y limitaciones, aunque no siempre pacíficamente. Pero puede hacerse con paz si aceptamos que la frustración es normal; que es parte integrante de la vida.
Así pues, yo enmendaría el proverbio de Blake mencionado al principio: Mejor matar a un bebé en su cuna…, a no ser que le des a ese niño una serie realista de expectativas con las que sepa lidiar con el deseo y la frustración no correspondidos.
Traducido por Carmelo Astiz, cmf
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