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domingo, 4 de abril de 2010

LA VIDA-QUE-SOMOS NO MUERE JAMÁS

DOMINGO DE PASCUA DE RESURRECCIÓN (Juan 20, 1-9):
Enrique Martínez Lozano

“¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?”. Esta es la primera pregunta para todo “buscador”; la que puede hacer que se resitúe adecuadamente.

“Busca entre los muertos” quien se reduce al mundo de las formas, en cualquier manera que se presenten: objetos, ideas, sentimientos… Todo aquello que puede ser delimitado (pensado) es sólo un “objeto” –una forma- y, por tanto, impermanente y perecedero.

“Formas” son las olas que aparecen y desaparecen en el mar, las diferentes joyas que pueden modelarse a partir del oro, las nubes que van y vienen por el firmamento… Pero lo que nosotros andamos buscando no es ninguno de esos objetos, sino el propio mar, el oro en sí mismo, el firmamento sin límites.

Con nuestra mente únicamente podremos encontrar “formas”, porque ella misma no es sino una forma más. Todo aquello que creamos poseer a través de la mente no será más que un objeto; en el mejor de los casos, un “mapa” que señala un Territorio, pero nunca el Territorio mismo.

Las protagonistas del relato de hoy son las mujeres, las mismas que habían permanecido al pie de la cruz. Ellas constituyen el nexo de unión entre ambos acontecimientos.

Su búsqueda nace del amor: es temprano –“de madrugada”- y van “con aromas”. Pero no han logrado salir del mundo de las formas; por eso, sin esperanza, van buscando un muerto al que ungir. Y por eso también, la ausencia del cadáver únicamente las desconcierta, pero no despierta su fe.

Al hecho del “sepulcro vacío” se le podrían dar muchas explicaciones, pero por sí mismo no constituye un testimonio de la resurrección.

El testimonio proviene de dos mensajeros “con vestidos refulgentes”, símbolos de la Presencia divina, que las orientan hacia la dirección correcta, haciéndoles caer en la cuenta de que están buscando “entre los muertos”.

La resurrección no significa que una “forma” pervive eternamente, sino que, más allá de las formas que se modifican, la Vida-que-somos no muere jamás. Por eso, en la medida en que nos apercibimos de que no somos nuestro cuerpo ni nuestro “yo” mental, podemos abrirnos a nuestra identidad profunda, la Vida que, más allá de las “formas” en que se muestra, es lo que siempre permanece.

Esa experiencia ocurre “el primer día de la semana”, el día de la nueva creación. Al producirse, todo se reviste de novedad y de presencia, porque lo que se han modificado son los “ojos” con que todo se ve.

Si se usa esa misma imagen, podría decirse que reducirse al mundo de las formas es ceguera o ignorancia. Únicamente cuando caemos en la cuenta de que las formas no son sino expresión (de naturaleza no-dual) del Misterio-sin-forma que las sustenta y en el que emergen, es cuando empezamos a “ver”.

Pero nuestra mente –debido tanto al hecho de que hemos estado identificados con ella, como a su afán por constituirse en árbitro absoluto del conocer- no dejará de oponer resistencia.

Lucas –suavizando el relato original- dice que las mujeres contaban lo ocurrido a los apóstoles, pero sabemos, por Marcos, que “ellas salieron huyendo del sepulcro, llenas de temor y asombro, y no dijeron nada a nadie por el miedo que tenían” (evangelio de Marcos 16,8). Con todo, incluso el propio Lucas reconoce que los apóstoles “lo tomaron por un delirio y no las creyeron”.

No es extraño que la mente tome como “delirio” todo aquello que no está a su alcance. Como “forma” que es, decíamos antes, sólo puede aproximarse al mundo de las formas, pero es radicalmente incapaz de acceder al Misterio; incapaz, por ello mismo, de descubrir nuestra identidad más profunda. Pero esto no debería sorprendernos: si yo soy más que mi mente, puesto que puedo observarla, ¿cómo podría mi mente saber quién soy?

Para tener la verdad absoluta, haría falta una mente absoluta. Nuestra mente querría alcanzar el Misterio y –es lo que ella sabe hacer- “objetivarlo”. Sin embargo, la ironía de todo esto radica en el hecho de que es precisamente ella el obstáculo que lo impide: acalla la mente, y ahí mismo vendrás al presente y empezarás a ver más allá de ella.

Si simplemente fuéramos capaces de aceptar que nuestra mente no puede comprender lo Real, acabarían muchos de nuestros problemas.

A partir de los relatos evangélicos, no podemos saber exactamente lo que ocurrió tras la muerte de Jesús. La razón es simple: el acontecimiento mismo que llamamos “resurrección” ocurre, por definición, más allá de los límites espaciotemporales. Por lo tanto, ni los sentidos ni la mente podrían haberlo percibido, y ningún evangelio lo relata.

Lo que nos han llegado han sido “relatos de apariciones”, catequesis elaboradas y marcadamente simbólicas en las que los autores intentaron transmitir la experiencia que algunos de ellos vivieron y, al mismo tiempo, mostrar caminos que condujeran al encuentro personal con el Resucitado.

¿En qué consistió la experiencia? No disponemos de datos que nos permitan responder adecuadamente a esa cuestión. Pero no parece errado suponer que se habría tratado de una experiencia transpersonal –ocurrida más allá de la mente-, por la que los testigos llegaron a percibir con toda certeza ese “otro nivel” de lo Real, más allá de las “formas” concretas, en el que somos Vida.

A partir de los “indicios” que pueden percibirse entre líneas en los relatos de apariciones, comparto la opinión de la experta Carmen Bernabé, cuando habla de “trances y experiencias extáticas”, que ocurren en los llamados estados alterados de conciencia –trasmentales o transpersonales- y que entonces
“eran más habituales y menos extraordinarios de lo que hoy resultan en Occidente… Son estados que permiten a quienes los tienen, experimentar dimensiones de realidad que no son asequibles a la conciencia ordinaria”.

La propia Carmen Bernabé nos recuerda que, según los antropólogos,
“los lamentos rituales que son parte de los ritos de duelo adquieren, con mucha frecuencia, la forma de un diálogo con el difunto, y son el ámbito donde las mujeres que participan tienen, a menudo, experiencias extáticas”.

Por lo que –continúa diciendo-
“no es descabellado pensar que las mujeres discípulas, en el proceso de lamentación, pudieran tener algún tipo de experiencias revelatorias en torno a la sepultura. El resultado sorpresivo fue que volvieron de allí convencidas de que semejante duelo no tenía objeto, puesto que Jesús no permanecía en la tumba, el ámbito de la muerte, sino que había resucitado y se encontraba en el ámbito de Dios”

(R. AGUIRRE – C. BERNABÉ – C. GIL, Qué se sabe de Jesús de Nazaret, Verbo Divino, Estella 2009).

Aunque a la hora de ponerlo por escrito tuvieran que recurrir, forzosamente, a sus categorías culturales, el anuncio mantenía toda su verdad y vigor: “No está aquí”. Jesús no pertenece al reino de la muerte, ni nosotros tampoco.

La mente querría respuestas concretas sobre el “cómo”, olvidando su radical incapacidad para trascender el mundo de las formas. Por eso, cuando la mente se silencia, esas mismas preguntas desaparecen; queda la Vida, sabia y amorosa, que somos. Y en esa Vida, la identidad es “compartida”, hasta el punto de ser no-dos, con Jesús y con toda la humanidad.


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