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sábado, 3 de abril de 2010

DOMINGO DE PASCUA DE RESURRECCIÓN (Juan 20, 1-9): Una experiencia transformadora y gozosa

Fernando Torres Pérez cmf
Publicado por Ciudad Redonda

Dicen los psicólogos que las personas cuando han pasado por experiencias terribles, dolorosas y que les han hecho sentirse confusos, pasan un tiempo en el que no ven ninguna posibilidad de salir adelante. Todo es negro en su vida y no saben qué hacer ni siquiera llegan a entender lo que les ha sucedido. De alguna manera, ni siquiera se atreven a ponerle nombre. Pero también dicen que a veces esas personas viven lo que llaman la experiencia del “¡Ajá!” Es decir, un momento en el que, de repente, ven con claridad, entienden lo sucedido, recuperan el sentido. No significa que el dolor y el sufrimiento haya desaparecido. Pero a partir de esa experiencia ese dolor se entiende, se comprende, y, por eso mismo, se hace más vivible. La persona recupera el sentido y el control de su propia vida. Sabe a qué atenerse.

Posiblemente la experiencia de la resurrección que vivieron los discípulos de Jesús tiene mucho de esa experiencia del “¡Ajá!” o, al menos, esa explicación nos sirve para comprender mejor lo que pudieron vivir aquellos hombres y mujeres en aquellos días en Jerusalén. La experiencia vivida había sido terrible. Ciertamente no habían sido los mejores discípulos, los mejores alumnos de Jesús. Muchas veces no habían entendido al maestro. Casi seguro que habían entendido muchos menos sus últimos pasos y sus últimas palabras, camino de Jerusalén donde ni a él ni a ellos les podía esperar otra cosa que el enfrentamiento violento con las autoridades, un enfrentamiento en el que llevaban todas las de perder. Lo que sucedió no fue por casualidad.



De la confusión a la claridad de la fe

Y ahora estaban allí derrotados, hundidos, sin maestro. Su vida había perdido su norte, su sentido. No quedaba más remedio que volverse cada uno a su casa. Había sido un bonito sueño que había terminado en pesadilla. Es entonces cuando tiene lugar la experiencia de la resurrección. Es difícil explicar lo que realmente sucedió. El Evangelio es muy parco en palabras. Apenas nos dice que la piedra estaba quitada y los lienzos por el suelo y el sudario doblado en lugar aparte. Podían haber cavilado. Habrían encontrado veinte formas de explicar lo sucedido. Pero de alguna manera entendieron que Jesús estaba vivo, que no habían sido los romanos ni los judíos ni unos ladrones los que se habían llevado el cadáver, que aquella ausencia era signo de una vida más plena. En definitiva, entendieron de golpe que Jesús estaba vivo.

Ahora todo cobraba sentido. A la sorpresa inicial siguió la reflexión, que es lo que se refleja en la primera y en la segunda lecturas, y en todo el Nuevo Testamento. Todos los datos, todos los recuerdos se iban colocando en su sitio. Sentían que el gozo les nacía muy de dentro. Todo el dolor vivido en los últimos días en Jerusalén cobraba un nuevo valor. Entendían que la muerte de Jesús tenía sentido. Era el signo que marcaba el comienzo de un mundo nuevo. El Reino había comenzado. Dios, el abbá de Jesús, no le había fallado. Porque había confiado hasta el final, Dios le había levantado de entre los muertos y le había regalado la vida plena. Y eso, que iba más allá de los límites de la imaginación humana pero que los discípulos sabían que era cierto, abría para la humanidad una esperanza nueva. La resurrección de Jesús era el signo de nuestra propia resurrección, de nuestra salvación. Posiblemente los discípulos lo vivieron así.



Llamados a compartir el gozo de la Pascua

Hoy, para nosotros, es apenas una celebración más de la Pascua. Nos alegramos y gozamos al recordar la resurrección de Jesús. Hemos vivido el Jueves y Viernes Santo pero no de la misma manera que lo vivieron los discípulos. Vemos con perspectiva la historia de Jesús. Creemos que es el Hijo de Dios. Y nos parece normal hablar de su resurrección. ¡No podía ser de otra manera!

Nos convendría recuperar aquel momento primero del “¡Ajá!”, sentir la sorpresa inicial de los que se veían envueltos en la duda y la confusión y de pronto sintieron la luz que les hizo comprender y alumbrar la esperanza. Fue tan fuerte aquella experiencia que sintieron la necesidad imperiosa de compartirla con todos los hombres y mujeres de todos los tiempos. Así ha llegado a nosotros. Es tiempo de recuperar aquel gozo primero, aquel entusiasmo. Y de compartir la esperanza, la reconciliación, la vida con los que nos rodean. Porque el amor de Dios es más fuerte que la muerte. Esa es nuestra fe.

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