Por A. Pronzato
Pedro tomó la palabra y dijo: Vosotros conocéis lo que sucedió en el país de los judíos... Lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día... (Hech 10,34.37-43).
Hermanos, ya que habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de allá arriba... Aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra... (Col 3,1-4).
...¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado... (Lc 24,1-12).
Amigo lector, hermano de fe, permíteme que hoy, en vez de comentar como de costumbre las lecturas de la liturgia de la palabra (por otra parte, se concede una amplia posibilidad de elección de textos), te diga abiertamente lo que espero de ti, que te exprese mis deseos.
No. Hoy no busco tus felicitaciones. Pretendo otra cosa mejor. Deseo recibir algo que tú puedes, debes concederme. En cierto sentido, yo solo me felicito a mí mismo. Pero tú debes realizar estas felicitaciones. Estás metido dentro, de la cabeza a los pies. No se te permite sustraerte a este compromiso. Por una vez, no puedes arreglártelas diciéndome «Feliz Pascua».
Tú me debes preparar la feliz pascua.
Es inútil precisar que mi razonamiento no va en dirección única. Lo que te exijo, a su vez tienes derecho a percibirlo de mí. Desde el momento que formulo ciertas peticiones, te pongo en la mano mis títulos de crédito, la lista de lo que se te debe.
Puedo anticipar que presiento, a través de ti, un triple «descubrimiento»:
-de la palabra
-del pensamiento
-del movimiento.
Y ahora, si tienes paciencia para seguirme, lo preciso mejor. «Pedro tomó la palabra y dijo...».
Me parece útil precisar: quién, dónde y cómo habla.
Toma la palabra uno que tiene autoridad, pero ciertamente no es un héroe.
Pedro es un «veterano» de una aventura no excesivamente gloriosa. Ha renegado, ha abandonado al Maestro. Puesto entre la espada y la pared por una comadre impertinente, ha negado que haya tenido algo que ver con él.
Si ahora tiene el coraje de testificar en favor de Jesús de Nazaret, si declara abiertamente haber «comido y bebido con él» después de la resurrección, lo hace porque ha tenido la debilidad de las lágrimas, que han resquebrajado la seguridad anterior y le han conseguido el perdón.
No, no tengo necesidad de que tú, cristiano, te presentes como el primero de la clase, mejor que los otros, más virtuoso, menos culpable. Me convence más que adoptes el tono del pecador perdonado, del condenado que obtenido la gracia inesperada.
Te concedo la palabra no porque seas más valiente, sino porque has aceptado dejarte transformar, limpiar de nuevo, rehacerte. Porque reconoces que eres un desgraciado, un pobrecillo con quien han usado misericordia.
No juegues el papel de modelo. Confiesa sin miedo que eras, que eres un desastre, pero que Alguien se ha preocupado de reparar las averías.
Dime que te has sentado a la mesa con él, no porque tuvieses más derecho que otros, sino porque tenías más necesidad.
No me sirven (y no le sirven) las palabras de uno que no se malogra. Me sirven las palabras de uno que ha sido amado, a pesar de su infidelidad.
Pedro, por otra parte, predica en casa de Cornelio, en medio de los paganos.
Por favor, hermano de fe, hombre de Iglesia, prueba al menos hoy a «pasar» ciertas fronteras tranquilizadoras, dentro de las que te encuentras bien, entre los «nuestros».
Deja de convencer a quien ya está de acuerdo, de informar a quien ya sabe, de testimoniar tu fe frente a hermanos, hermanas, cristianos fuertes y viejas amorosas, de ir a buscar siempre y sólo a quienes no se han perdido (¡ojalá!...), de acercarte exclusivamente a quienes no están lejos.
Cae en la cuenta, al menos hoy, de que la noticia ha de transmitirse sobre todo a quien no sabe nada de esto.
No, te pido por favor que no me invites a ir contigo a tu «grupo» o a tu «cenáculo» privado a celebrar la Pascua. Vámonos juntos a la iglesia, mezclémonos con la gente común, unamos nuestras voces con los cantos quizás desentonados de aquellos que son como todos los demás. Y después detengámonos en la plaza. Echemos una parrafada en el bar. Presentémonos en un ambiente que no nos sea excesivamente favorable. Llamemos a la puerta de cierta familia que deje que desear en punto a acogida.
Nada de encontronazos, de polémicas, de excomuniones. Dejemos adivinar, discretamente, que nos ha acaecido algo nuevo, y esta novedad la ponemos a disposición de todos. Nosotros no queremos ser los protagonistas. Admitamos, más bien, que con excesiva frecuencia somos estorbo, obstáculo, impedimento. Pero hay uno que ofrece todas las garantías. Y como ha removido la piedra de un sepulcro, así puede manifestarse a pesar del estorbo constituido por quien pretende representarlo.
Pedro, finalmente, relata hechos. No ilustra una doctrina. Exhibe una narración. No adoctrina. Anuncia. No hace moral. Testimonia una fe. No recluta. Difunde un contagio.
Usa un lenguaje claro, esencial, rudo. «Lo mataron colgándolo de un madero, pero Dios lo resucitó».
En medio de tantas frases dulzonas, palabras medidas con el metro de la prudencia humana, adjetivos pesados en la balanza de los oportunismos más engañosos, mensajes manipulados en los laboratorios de la diplomacia, tengo necesidad de volver a escuchar la voz impetuosa de la profecía, el grito de la indignación, especialmente cuando se trata de denunciar el hecho (que desgraciadamente no pertenece al pasado) de que se atenta contra la vida de Cristo, porque la vida del hombre (de todos los hombres) se encuentra amenazada, porque se fabrican excesivos preparados de muerte.
Al menos en pascua quiero un anuncio y un compromiso preciso de paz. Al menos hoy exijo que esta palabra se diga sola, sin acompañamientos de pero, sin embargo, a pesar de...
Hermano, si has resucitado con Cristo, busca los bienes de allá arriba. Aspira a los bienes de allá arriba, no a los de la tierra.
No invento yo esta exigencia. Ya la formuló Pablo.
Por favor, no hagas trampas en el juego. Conozco el truco.
Sí, se habla de las cosas de allá arriba. Pero, mientras tanto, se piensa, se busca, se atrapan, cuantas más mejor, las cosas de aquí abajo. No te es lícito lanzar a los ojos de los ingenuos el polvo de tus palabras «celestiales», espirituales, para poder hundir sin estorbos tus manos en los negocios terrenos más lucrativos.
El cielo es una inaudita «posibilidad» que te ofrece el Resucitado, no una cobertura para tus intereses más mezquinos.
Dices religión, y piensas en el dinero. Dices Iglesia, y piensas en la carrera. Dices servicio, y piensas en privilegios. Dices moral y piensas en escapatorias y evasiones sutiles.
Un poco de pudor, si no te parece mal. Háblame de la resurrección de Cristo después de haber limpiado bien tus pensamientos, de haber orientado hacia la luz tu búsqueda, de haber hecho callar el ruido de la cartera, de haber sincronizado el corazón con el registro de la fe y no con el del provecho.
No pretendo que estés mirando siempre al cielo, podrías provocar accidentes de carretera. Mira también a la tierra. Pero sin olvidar pensar «alto» y «ancho». Sin dejarte secuestrar el corazón por los intereses más materiales.
No me hables a todas horas del cielo. Podrías cansarme. Me basta con cualquier alusión, comedida. Pocas palabras, pero no «perturbadas» por el ruido de las cuentas que rondan por tu cerebro.
Finalmente, compañero de aventura, deseo verte en movimiento. Pascua es camino, viaje, carrera, impaciencia de anuncio. Naturalmente no es suficiente que te agites, que te des prisa. Pretendo verte en el lugar preciso.
«¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?».
No te resignes a custodiar tumbas vacías, archivos llenos de polvo, códices enmohecidos.
Tu papel no es el de los guardias puestos allí para vigilar el sepulcro. Sino el de las mujeres encargadas de empalmar los cabos sueltos, han asistido a la muerte, han estado presentes en la sepultura, se han dejado encontrar por la luz de la mañana pascual, de contar, de recordar lo que los apóstoles han olvidado, de informar de que está vivo, está en otra parte.
Te pido por favor no obligarme a buscar a Cristo donde no está. No me invites a combatir batallas que no tienen nada que ver con él y con su mensaje.
No me impongas turnos para ritos en los que falta la vida. No me pidas sacrificios para operaciones de... momificación. Ten, por el contrario, el coraje de pedirme todo para festejar a Uno que ha vencido a la muerte.
No, no me lleves a buscar al Viviente entre los muertos, incluso si caminan y se ponen de rodillas y dan limosna. Hoy quiero oírte hablar de vida, de paz, de perdón que es más creativo que la venganza, de amor que derrota al odio, de debilidad que es más fuerte que la fuerza, de luz que pone en crisis la trama de las tinieblas.
No importa si tus palabras, como las de las mujeres que volvían del sepulcro vacío, pueden parecer un «desvarío».
Lo son sólo para aquellos que ya se han hecho a la idea de Cristo en el sepulcro, resignados a vivir en el encerramiento de sus miedos. Hay alguien, te lo aseguro, que para salir fuera espera solamente la señal de tus pasos.
Hermanos, ya que habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de allá arriba... Aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra... (Col 3,1-4).
...¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado... (Lc 24,1-12).
Amigo lector, hermano de fe, permíteme que hoy, en vez de comentar como de costumbre las lecturas de la liturgia de la palabra (por otra parte, se concede una amplia posibilidad de elección de textos), te diga abiertamente lo que espero de ti, que te exprese mis deseos.
No. Hoy no busco tus felicitaciones. Pretendo otra cosa mejor. Deseo recibir algo que tú puedes, debes concederme. En cierto sentido, yo solo me felicito a mí mismo. Pero tú debes realizar estas felicitaciones. Estás metido dentro, de la cabeza a los pies. No se te permite sustraerte a este compromiso. Por una vez, no puedes arreglártelas diciéndome «Feliz Pascua».
Tú me debes preparar la feliz pascua.
Es inútil precisar que mi razonamiento no va en dirección única. Lo que te exijo, a su vez tienes derecho a percibirlo de mí. Desde el momento que formulo ciertas peticiones, te pongo en la mano mis títulos de crédito, la lista de lo que se te debe.
Puedo anticipar que presiento, a través de ti, un triple «descubrimiento»:
-de la palabra
-del pensamiento
-del movimiento.
Y ahora, si tienes paciencia para seguirme, lo preciso mejor. «Pedro tomó la palabra y dijo...».
Me parece útil precisar: quién, dónde y cómo habla.
Toma la palabra uno que tiene autoridad, pero ciertamente no es un héroe.
Pedro es un «veterano» de una aventura no excesivamente gloriosa. Ha renegado, ha abandonado al Maestro. Puesto entre la espada y la pared por una comadre impertinente, ha negado que haya tenido algo que ver con él.
Si ahora tiene el coraje de testificar en favor de Jesús de Nazaret, si declara abiertamente haber «comido y bebido con él» después de la resurrección, lo hace porque ha tenido la debilidad de las lágrimas, que han resquebrajado la seguridad anterior y le han conseguido el perdón.
No, no tengo necesidad de que tú, cristiano, te presentes como el primero de la clase, mejor que los otros, más virtuoso, menos culpable. Me convence más que adoptes el tono del pecador perdonado, del condenado que obtenido la gracia inesperada.
Te concedo la palabra no porque seas más valiente, sino porque has aceptado dejarte transformar, limpiar de nuevo, rehacerte. Porque reconoces que eres un desgraciado, un pobrecillo con quien han usado misericordia.
No juegues el papel de modelo. Confiesa sin miedo que eras, que eres un desastre, pero que Alguien se ha preocupado de reparar las averías.
Dime que te has sentado a la mesa con él, no porque tuvieses más derecho que otros, sino porque tenías más necesidad.
No me sirven (y no le sirven) las palabras de uno que no se malogra. Me sirven las palabras de uno que ha sido amado, a pesar de su infidelidad.
Pedro, por otra parte, predica en casa de Cornelio, en medio de los paganos.
Por favor, hermano de fe, hombre de Iglesia, prueba al menos hoy a «pasar» ciertas fronteras tranquilizadoras, dentro de las que te encuentras bien, entre los «nuestros».
Deja de convencer a quien ya está de acuerdo, de informar a quien ya sabe, de testimoniar tu fe frente a hermanos, hermanas, cristianos fuertes y viejas amorosas, de ir a buscar siempre y sólo a quienes no se han perdido (¡ojalá!...), de acercarte exclusivamente a quienes no están lejos.
Cae en la cuenta, al menos hoy, de que la noticia ha de transmitirse sobre todo a quien no sabe nada de esto.
No, te pido por favor que no me invites a ir contigo a tu «grupo» o a tu «cenáculo» privado a celebrar la Pascua. Vámonos juntos a la iglesia, mezclémonos con la gente común, unamos nuestras voces con los cantos quizás desentonados de aquellos que son como todos los demás. Y después detengámonos en la plaza. Echemos una parrafada en el bar. Presentémonos en un ambiente que no nos sea excesivamente favorable. Llamemos a la puerta de cierta familia que deje que desear en punto a acogida.
Nada de encontronazos, de polémicas, de excomuniones. Dejemos adivinar, discretamente, que nos ha acaecido algo nuevo, y esta novedad la ponemos a disposición de todos. Nosotros no queremos ser los protagonistas. Admitamos, más bien, que con excesiva frecuencia somos estorbo, obstáculo, impedimento. Pero hay uno que ofrece todas las garantías. Y como ha removido la piedra de un sepulcro, así puede manifestarse a pesar del estorbo constituido por quien pretende representarlo.
Pedro, finalmente, relata hechos. No ilustra una doctrina. Exhibe una narración. No adoctrina. Anuncia. No hace moral. Testimonia una fe. No recluta. Difunde un contagio.
Usa un lenguaje claro, esencial, rudo. «Lo mataron colgándolo de un madero, pero Dios lo resucitó».
En medio de tantas frases dulzonas, palabras medidas con el metro de la prudencia humana, adjetivos pesados en la balanza de los oportunismos más engañosos, mensajes manipulados en los laboratorios de la diplomacia, tengo necesidad de volver a escuchar la voz impetuosa de la profecía, el grito de la indignación, especialmente cuando se trata de denunciar el hecho (que desgraciadamente no pertenece al pasado) de que se atenta contra la vida de Cristo, porque la vida del hombre (de todos los hombres) se encuentra amenazada, porque se fabrican excesivos preparados de muerte.
Al menos en pascua quiero un anuncio y un compromiso preciso de paz. Al menos hoy exijo que esta palabra se diga sola, sin acompañamientos de pero, sin embargo, a pesar de...
Hermano, si has resucitado con Cristo, busca los bienes de allá arriba. Aspira a los bienes de allá arriba, no a los de la tierra.
No invento yo esta exigencia. Ya la formuló Pablo.
Por favor, no hagas trampas en el juego. Conozco el truco.
Sí, se habla de las cosas de allá arriba. Pero, mientras tanto, se piensa, se busca, se atrapan, cuantas más mejor, las cosas de aquí abajo. No te es lícito lanzar a los ojos de los ingenuos el polvo de tus palabras «celestiales», espirituales, para poder hundir sin estorbos tus manos en los negocios terrenos más lucrativos.
El cielo es una inaudita «posibilidad» que te ofrece el Resucitado, no una cobertura para tus intereses más mezquinos.
Dices religión, y piensas en el dinero. Dices Iglesia, y piensas en la carrera. Dices servicio, y piensas en privilegios. Dices moral y piensas en escapatorias y evasiones sutiles.
Un poco de pudor, si no te parece mal. Háblame de la resurrección de Cristo después de haber limpiado bien tus pensamientos, de haber orientado hacia la luz tu búsqueda, de haber hecho callar el ruido de la cartera, de haber sincronizado el corazón con el registro de la fe y no con el del provecho.
No pretendo que estés mirando siempre al cielo, podrías provocar accidentes de carretera. Mira también a la tierra. Pero sin olvidar pensar «alto» y «ancho». Sin dejarte secuestrar el corazón por los intereses más materiales.
No me hables a todas horas del cielo. Podrías cansarme. Me basta con cualquier alusión, comedida. Pocas palabras, pero no «perturbadas» por el ruido de las cuentas que rondan por tu cerebro.
Finalmente, compañero de aventura, deseo verte en movimiento. Pascua es camino, viaje, carrera, impaciencia de anuncio. Naturalmente no es suficiente que te agites, que te des prisa. Pretendo verte en el lugar preciso.
«¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?».
No te resignes a custodiar tumbas vacías, archivos llenos de polvo, códices enmohecidos.
Tu papel no es el de los guardias puestos allí para vigilar el sepulcro. Sino el de las mujeres encargadas de empalmar los cabos sueltos, han asistido a la muerte, han estado presentes en la sepultura, se han dejado encontrar por la luz de la mañana pascual, de contar, de recordar lo que los apóstoles han olvidado, de informar de que está vivo, está en otra parte.
Te pido por favor no obligarme a buscar a Cristo donde no está. No me invites a combatir batallas que no tienen nada que ver con él y con su mensaje.
No me impongas turnos para ritos en los que falta la vida. No me pidas sacrificios para operaciones de... momificación. Ten, por el contrario, el coraje de pedirme todo para festejar a Uno que ha vencido a la muerte.
No, no me lleves a buscar al Viviente entre los muertos, incluso si caminan y se ponen de rodillas y dan limosna. Hoy quiero oírte hablar de vida, de paz, de perdón que es más creativo que la venganza, de amor que derrota al odio, de debilidad que es más fuerte que la fuerza, de luz que pone en crisis la trama de las tinieblas.
No importa si tus palabras, como las de las mujeres que volvían del sepulcro vacío, pueden parecer un «desvarío».
Lo son sólo para aquellos que ya se han hecho a la idea de Cristo en el sepulcro, resignados a vivir en el encerramiento de sus miedos. Hay alguien, te lo aseguro, que para salir fuera espera solamente la señal de tus pasos.
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