Publicado por Entra y Veras
Cierto que el título nos recuerda al famoso axioma cartesiano "pienso luego existo" pero que visto desde el punto de vista del seguimiento de Jesús marca una premisa ineludible: si no somos capaces de abrir nuestro corazón no podemos hablar de seguimiento.
Leía esta semana en el periódico la crónica de un partido de fútbol. El periodista explicaba cómo sobre el césped no había pasado «nada de nada»: ni juego, ni tiros a puerta, ni goles; sólo aburrimiento al por mayor. Y el redactor deportivo citaba nada menos que una frase de Séneca: «A los que corren en un laberinto, la misma velocidad los confunde».
Tal vez me equivoque, pero tengo la impresión de que, en no pocas ocasiones, este oficio nuestro de ser cristianos lo planteamos y desarrollamos como si se tratara de una carrera de obstáculos en un laberinto de mandamientos y cumplimientos. Y, claro, trotamos más desorientados y confusos que un caballo de cartón en un dédalo de zarzas. No, el terreno de juego que nos presenta Jesús no es un escenario de enredos espinosos. Su reglamento es breve, claro, sencillo, fresco y directo: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado». No diré yo que amar es fácil. Pero sí afirmo que, con frecuencia, llenamos nuestra mochila creyente de un montón de cachivaches leguleyos que oscurecen, complican y hasta deforman la transparencia cristalina del «mandamiento nuevo» propuesto por Jesús como “señal” de identidad por la cual se nos reconocerá como discípulos suyos.
«Pienso, luego existo»: es la célebre sentencia que Descartes formuló como cimiento firme capaz de ahuyentar las dudas y sustentar el muro de las verdades. Sin ánimo de entrar en filosofías, bien podemos sostener con certeza este otro principio capital: «Amo, luego existo». No deberíamos marear tanto la perdiz del Evangelio. Si no vamos poniendo amor –paso a paso, ladrillo a ladrillo– en aquello que hablamos, callamos y hacemos, no somos seguidores del camino de Jesús. Aunque ganemos jubileos en santuarios varios, frecuentemos templos y sagrarios o nos santigüemos media docena de veces por minuto.
Es cierto que simple no es lo mismo que simplista. Las realidades importantes –y ninguna hay más esencial que esta del amor– siempre son complejas, ya que constan de numerosos y diversos elementos. Conjugar el verbo amar en la práctica del día a día no es como canturrear la tabla de multiplicar del 1: 1 x 1 = 1; 1 x 2 = 2; 1 x 3 = 3; … Tenía razón Stendhal cuando señalaba: «El amor es semejante a la Vía Láctea en el cielo: un conjunto resplandeciente formado por infinidad de pequeñas estrellas, de las cuales cada una es a menudo una nebulosa». Por eso, seamos realistas. Sabiendo que, en la gramática del amor, realismo no equivale a conformismo. Significa generosidad. Jesús estableció el siguiente criterio: «Como yo os he amado». Es, sin duda, un ideal. Tú corazón y el mío son los que deben dar la talla real. Ésa –y no otra– será nuestra estatura. Si no, nada de nada.
José Manuel Berruete, agustino recoleto.
Parroquia Nuestra Señora de Buenavista (Getafe, Madrid)
Leía esta semana en el periódico la crónica de un partido de fútbol. El periodista explicaba cómo sobre el césped no había pasado «nada de nada»: ni juego, ni tiros a puerta, ni goles; sólo aburrimiento al por mayor. Y el redactor deportivo citaba nada menos que una frase de Séneca: «A los que corren en un laberinto, la misma velocidad los confunde».
Tal vez me equivoque, pero tengo la impresión de que, en no pocas ocasiones, este oficio nuestro de ser cristianos lo planteamos y desarrollamos como si se tratara de una carrera de obstáculos en un laberinto de mandamientos y cumplimientos. Y, claro, trotamos más desorientados y confusos que un caballo de cartón en un dédalo de zarzas. No, el terreno de juego que nos presenta Jesús no es un escenario de enredos espinosos. Su reglamento es breve, claro, sencillo, fresco y directo: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado». No diré yo que amar es fácil. Pero sí afirmo que, con frecuencia, llenamos nuestra mochila creyente de un montón de cachivaches leguleyos que oscurecen, complican y hasta deforman la transparencia cristalina del «mandamiento nuevo» propuesto por Jesús como “señal” de identidad por la cual se nos reconocerá como discípulos suyos.
«Pienso, luego existo»: es la célebre sentencia que Descartes formuló como cimiento firme capaz de ahuyentar las dudas y sustentar el muro de las verdades. Sin ánimo de entrar en filosofías, bien podemos sostener con certeza este otro principio capital: «Amo, luego existo». No deberíamos marear tanto la perdiz del Evangelio. Si no vamos poniendo amor –paso a paso, ladrillo a ladrillo– en aquello que hablamos, callamos y hacemos, no somos seguidores del camino de Jesús. Aunque ganemos jubileos en santuarios varios, frecuentemos templos y sagrarios o nos santigüemos media docena de veces por minuto.
Es cierto que simple no es lo mismo que simplista. Las realidades importantes –y ninguna hay más esencial que esta del amor– siempre son complejas, ya que constan de numerosos y diversos elementos. Conjugar el verbo amar en la práctica del día a día no es como canturrear la tabla de multiplicar del 1: 1 x 1 = 1; 1 x 2 = 2; 1 x 3 = 3; … Tenía razón Stendhal cuando señalaba: «El amor es semejante a la Vía Láctea en el cielo: un conjunto resplandeciente formado por infinidad de pequeñas estrellas, de las cuales cada una es a menudo una nebulosa». Por eso, seamos realistas. Sabiendo que, en la gramática del amor, realismo no equivale a conformismo. Significa generosidad. Jesús estableció el siguiente criterio: «Como yo os he amado». Es, sin duda, un ideal. Tú corazón y el mío son los que deben dar la talla real. Ésa –y no otra– será nuestra estatura. Si no, nada de nada.
José Manuel Berruete, agustino recoleto.
Parroquia Nuestra Señora de Buenavista (Getafe, Madrid)
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