Por A. Pronzato
Derramaré sobre la dinastía de David v sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de clemencia. Me mirarán a mí, a quien traspasaron... (Zac 12,10-11).
Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús... Herederos de la promesa (Gál 3,26-29).
...Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?... (Lc 9,18-24).
Cuando Lucas presenta a Jesús «orando solo», hay motivo para esperar un giro importante en su misión, un punto cualificador de su pedagogía.
La oración prepara siempre algo decisivo.
Aquí la cuestión fundamental se refiere a la identidad de Jesús. Hasta ahora nadie le ha pedido los documentos, como nos sucede a nosotros en un puesto de frontera o durante un control de la policía. Es el mismo interesado quien, teniendo que «pasar» a la vida de los discípulos (ahí está la verdadera frontera, la difícil), pretende que lo identifiquen, que caigan en la cuenta de quien acogen en su territorio. «¿Quién dice la gente que soy yo?». Todavía no es el verdadero problema. Una especie de sondeo de opinión frente al cual sus amigos se las arreglan con suficiente desenvoltura.
Jesús parece que escucha aquellas respuestas más bien distraído, como si las cosas no le afectaran realmente. Una simple curiosidad. «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Ahora se plantea la verdadera pregunta, la esencial.
De la información a la fe personal, del conocer el pensamiento de la gente a la manifestación del propio pensamiento, de la encuesta al compromiso personal.
Se tiene la impresión de un silencio embarazoso, roto finalmente por la declaración de Pedro: El Mesías de Dios. O sea, el Cristo, el esperado de Israel, el consagrado por el Señor.
Se pasa a la segunda escena. Jesús anuncia la propia pasión inminente, la muerte y la resurrección.
Es necesario precisar cómo es Mesías. Y el modo no está ciertamente de acuerdo con las esperas de la gente, y ni siquiera de los «suyos».
El destino de sufrimiento constituye motivo de escándalo. Y aunque no falta el elemento gloria, ésta llega a través del abajamiento, la humillación, la derrota. Un procedimiento poco «normal».
Por esta razón, después de la respuesta de Pedro, Jesús impone silencio. La gente no debe saberlo con tanta prisa. Es necesario primero que aparezca evidente el sentido de un camino que no es triunfal, sino que pasa a través del rechazo de los tres poderes aliados (civil-económico, religioso, teológico-cultural), la descalificación de la «gente que cuenta», el dolor.
Solamente si se acepta este estilo suyo perdedor, podemos afirmar que se sabe quién es el Mesías.
Unicamente si se comprende que su vida es una «vida dada» por los demás, se demuestra haber descubierto el secreto de su venida en medio de nosotros.
Y, a propósito de esto, es necesario referirse a la profecía de Zacarías (primera lectura): «...Me mirarán a mí, a quien traspasaron». Juan, en la escena (que le es peculiar) del costado traspasado, después de la muerte en cruz, hace una referencia explícita a este texto (19,37).
La muerte del condenado «traspasado» abre un desgarrón en la vida de Jesús. Por eso la sangre que sale del costado traspasado por la lanza, junto con el agua, nos invita a mirar a través de esa puerta abierta de par en par y a descubrir el secreto de una vida «dada», y de su amor por los hombres.
Pero no basta definir correctamente quién es Jesús (primera escena). Y ni siquiera precisar su itinerario poco triunfal (segunda escena). Es necesario aclarar las condiciones del seguimiento, o sea, a qué nos comprometemos cuando se toma la decisión de seguir al Maestro.
«El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo».
Tres observaciones:
-«El que quiera...». Jesús no da por descontado el hecho de que estemos puestos en su mismo camino. No es algo connatural. Y ni mucho menos es una decisión fácil. Es necesaria una elección precisa, valiente, lúcida, libre. «El que quiera...».
A lo largo de ese camino Jesús no se hace ilusiones de que va a ir acompañado por un cortejo imponente. Le basta «alguien» que quiera lo que él mismo quiere en consonancia con la voluntad del Padre.
-«Que se niegue a sí mismo...». Se hablaba antes de documentos de identidad. El verbo «negarse» implica la cancelación brutal de la identidad precedente, la desaparición de los datos válidos para el pasado y que permitían el reconocimiento de la persona. Ahora el único signo auténtico de reconocimiento del discípulo es el de la cruz.
Para descubrir si uno es seguidor de Cristo, es necesario controlar si ha aprendido a «perder».
«El que pierda su vida por mi causa la salvará».
La alternativa entre «salvar» y «perder» la vida es la alternativa entre la voluntad de interpretar la vida en clave de ventaja e interés individuales, y la disponibilidad para «hacer de ella don», o sea, para gastarla, como Cristo, en favor de los otros.
-«Cargue con su cruz cada día...». En Mateo y Marcos falta esta precisión «cada día». Consiguientemente parece pensarse sólo en la cruz extraordinaria del martirio, de la vida ofrecida hasta el sacrificio supremo por la causa del evangelio. O sea, se trataría de la cruz ligada al apostolado, a la misión.
Lucas, por el contrario, subraya la dimensión de la cruz cotidiana. La adhesión a Cristo se mide por la aceptación, por amor, del «peso» que presenta la existencia ordinaria (preocupaciones, disgustos, incidentes insignificantes, incomprensiones, pequeños sacrificios, trabajo monótono, olvido de sí, un servicio habitual prestado a otro y no siempre tenido en cuenta...).
El cristiano no es el héroe de lo excepcional, del gesto heroico «una tantum». Sino el humilde portador de una cruz ordinaria, hecha de tantas cosas pequeñísimas no siempre agradables (casi nunca agradables).
El verdadero heroísmo, el más útil para los otros, es el de una fidelidad sufrida y gozosa, silenciosa y cotidiana, costosa y poco lucida.
El héroe hace hablar de sí.
El discípulo que lleva la cruz «cada día» no tiene la pretensión de llamar la atención del público, sino que se contenta con dejar hablar a los hechos insignificantes, y sin embargo necesarios.
A pocos se les concede el gesto excepcional.
A todos se les pide el compromiso humilde a lo largo del camino «acostumbrado». Y se da cuenta de que está subiendo sólo porque las piernas, en cierto momento, empiezan a dolerle, y la respiración se hace (un poco) dificultosa, y el corazón late (un poco) más de prisa, y aquel peso «ligero» sobre las espaldas se hace cada vez (un poco) menos ligero...
Y, sobre todo, que al día siguiente hay que volver a empezar.
Caen las barreras. La presentación continuada de la Carta a los Gálatas nos propone este domingo (segunda lectura) un breve texto que toca dos «nudos» de la existencia cristiana:
-La conformidad con Cristo, la asimilación a él. Con el bautismo nos hemos «revestido de Cristo». Entiéndase bien: no se trata de un vestido exterior, sino de una identificación profunda, de una transformación radical.
No es una pertenencia superficial, sino una participación en la filiación divina, una inserción en el ser mismo de Cristo.
Ya no cuenta lo que éramos antes. Han nacido «criaturas nuevas» (Gál 6,15).
-Las «nuevas criaturas» no reconocen las barreras que dividen a los hombres. «Ya no hay distinción entre judíos y gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres, porque todos son uno en Cristo Jesús».
En el pueblo de Dios se relativizan -si no es que quedan abolidas- las diferencias (religiosas, culturales, sociales).
La condición de hijos elimina cualquier discriminación porque confiere a todos una idéntica dignidad y el mismo valor.
Para «dejar pasar» al territorio de la salvación, Dios no mira los datos que para nosotros son tan importantes (hombre o mujer, culto o ignorante, acomodado o pobre, con títulos o un «cualquiera», famoso o «nadie»).
Para él sólo cuenta la persona que cree y que ama.
Y cuando, en la famosa frontera, pregunte, como hacen algunos aduaneros: «¿Algo que declarar?», ciertamente no le interesa la mercancía inútil que arrastramos con nosotros. Solamente pretende averiguar si, en nuestro equipaje personal, hay una cruz.
Todo lo que se quiera de pequeña. Con tal que no sea puramente decorativa.
La cruz llevada con amor, o sea, la prueba determinante de que Dios puede fiarse de nosotros.
La «señal» del Hijo y... de los hijos.
Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús... Herederos de la promesa (Gál 3,26-29).
...Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?... (Lc 9,18-24).
La respuesta que le interesa
Cuando Lucas presenta a Jesús «orando solo», hay motivo para esperar un giro importante en su misión, un punto cualificador de su pedagogía.
La oración prepara siempre algo decisivo.
Aquí la cuestión fundamental se refiere a la identidad de Jesús. Hasta ahora nadie le ha pedido los documentos, como nos sucede a nosotros en un puesto de frontera o durante un control de la policía. Es el mismo interesado quien, teniendo que «pasar» a la vida de los discípulos (ahí está la verdadera frontera, la difícil), pretende que lo identifiquen, que caigan en la cuenta de quien acogen en su territorio. «¿Quién dice la gente que soy yo?». Todavía no es el verdadero problema. Una especie de sondeo de opinión frente al cual sus amigos se las arreglan con suficiente desenvoltura.
Jesús parece que escucha aquellas respuestas más bien distraído, como si las cosas no le afectaran realmente. Una simple curiosidad. «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Ahora se plantea la verdadera pregunta, la esencial.
De la información a la fe personal, del conocer el pensamiento de la gente a la manifestación del propio pensamiento, de la encuesta al compromiso personal.
Se tiene la impresión de un silencio embarazoso, roto finalmente por la declaración de Pedro: El Mesías de Dios. O sea, el Cristo, el esperado de Israel, el consagrado por el Señor.
La aceptación de su camino
Se pasa a la segunda escena. Jesús anuncia la propia pasión inminente, la muerte y la resurrección.
Es necesario precisar cómo es Mesías. Y el modo no está ciertamente de acuerdo con las esperas de la gente, y ni siquiera de los «suyos».
El destino de sufrimiento constituye motivo de escándalo. Y aunque no falta el elemento gloria, ésta llega a través del abajamiento, la humillación, la derrota. Un procedimiento poco «normal».
Por esta razón, después de la respuesta de Pedro, Jesús impone silencio. La gente no debe saberlo con tanta prisa. Es necesario primero que aparezca evidente el sentido de un camino que no es triunfal, sino que pasa a través del rechazo de los tres poderes aliados (civil-económico, religioso, teológico-cultural), la descalificación de la «gente que cuenta», el dolor.
Solamente si se acepta este estilo suyo perdedor, podemos afirmar que se sabe quién es el Mesías.
Unicamente si se comprende que su vida es una «vida dada» por los demás, se demuestra haber descubierto el secreto de su venida en medio de nosotros.
Y, a propósito de esto, es necesario referirse a la profecía de Zacarías (primera lectura): «...Me mirarán a mí, a quien traspasaron». Juan, en la escena (que le es peculiar) del costado traspasado, después de la muerte en cruz, hace una referencia explícita a este texto (19,37).
La muerte del condenado «traspasado» abre un desgarrón en la vida de Jesús. Por eso la sangre que sale del costado traspasado por la lanza, junto con el agua, nos invita a mirar a través de esa puerta abierta de par en par y a descubrir el secreto de una vida «dada», y de su amor por los hombres.
Aceptar nuestro camino
Pero no basta definir correctamente quién es Jesús (primera escena). Y ni siquiera precisar su itinerario poco triunfal (segunda escena). Es necesario aclarar las condiciones del seguimiento, o sea, a qué nos comprometemos cuando se toma la decisión de seguir al Maestro.
«El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo».
Tres observaciones:
-«El que quiera...». Jesús no da por descontado el hecho de que estemos puestos en su mismo camino. No es algo connatural. Y ni mucho menos es una decisión fácil. Es necesaria una elección precisa, valiente, lúcida, libre. «El que quiera...».
A lo largo de ese camino Jesús no se hace ilusiones de que va a ir acompañado por un cortejo imponente. Le basta «alguien» que quiera lo que él mismo quiere en consonancia con la voluntad del Padre.
-«Que se niegue a sí mismo...». Se hablaba antes de documentos de identidad. El verbo «negarse» implica la cancelación brutal de la identidad precedente, la desaparición de los datos válidos para el pasado y que permitían el reconocimiento de la persona. Ahora el único signo auténtico de reconocimiento del discípulo es el de la cruz.
Para descubrir si uno es seguidor de Cristo, es necesario controlar si ha aprendido a «perder».
«El que pierda su vida por mi causa la salvará».
La alternativa entre «salvar» y «perder» la vida es la alternativa entre la voluntad de interpretar la vida en clave de ventaja e interés individuales, y la disponibilidad para «hacer de ella don», o sea, para gastarla, como Cristo, en favor de los otros.
-«Cargue con su cruz cada día...». En Mateo y Marcos falta esta precisión «cada día». Consiguientemente parece pensarse sólo en la cruz extraordinaria del martirio, de la vida ofrecida hasta el sacrificio supremo por la causa del evangelio. O sea, se trataría de la cruz ligada al apostolado, a la misión.
Lucas, por el contrario, subraya la dimensión de la cruz cotidiana. La adhesión a Cristo se mide por la aceptación, por amor, del «peso» que presenta la existencia ordinaria (preocupaciones, disgustos, incidentes insignificantes, incomprensiones, pequeños sacrificios, trabajo monótono, olvido de sí, un servicio habitual prestado a otro y no siempre tenido en cuenta...).
El cristiano no es el héroe de lo excepcional, del gesto heroico «una tantum». Sino el humilde portador de una cruz ordinaria, hecha de tantas cosas pequeñísimas no siempre agradables (casi nunca agradables).
El verdadero heroísmo, el más útil para los otros, es el de una fidelidad sufrida y gozosa, silenciosa y cotidiana, costosa y poco lucida.
El héroe hace hablar de sí.
El discípulo que lleva la cruz «cada día» no tiene la pretensión de llamar la atención del público, sino que se contenta con dejar hablar a los hechos insignificantes, y sin embargo necesarios.
A pocos se les concede el gesto excepcional.
A todos se les pide el compromiso humilde a lo largo del camino «acostumbrado». Y se da cuenta de que está subiendo sólo porque las piernas, en cierto momento, empiezan a dolerle, y la respiración se hace (un poco) dificultosa, y el corazón late (un poco) más de prisa, y aquel peso «ligero» sobre las espaldas se hace cada vez (un poco) menos ligero...
Y, sobre todo, que al día siguiente hay que volver a empezar.
Caen las barreras. La presentación continuada de la Carta a los Gálatas nos propone este domingo (segunda lectura) un breve texto que toca dos «nudos» de la existencia cristiana:
-La conformidad con Cristo, la asimilación a él. Con el bautismo nos hemos «revestido de Cristo». Entiéndase bien: no se trata de un vestido exterior, sino de una identificación profunda, de una transformación radical.
No es una pertenencia superficial, sino una participación en la filiación divina, una inserción en el ser mismo de Cristo.
Ya no cuenta lo que éramos antes. Han nacido «criaturas nuevas» (Gál 6,15).
-Las «nuevas criaturas» no reconocen las barreras que dividen a los hombres. «Ya no hay distinción entre judíos y gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres, porque todos son uno en Cristo Jesús».
En el pueblo de Dios se relativizan -si no es que quedan abolidas- las diferencias (religiosas, culturales, sociales).
La condición de hijos elimina cualquier discriminación porque confiere a todos una idéntica dignidad y el mismo valor.
Para «dejar pasar» al territorio de la salvación, Dios no mira los datos que para nosotros son tan importantes (hombre o mujer, culto o ignorante, acomodado o pobre, con títulos o un «cualquiera», famoso o «nadie»).
Para él sólo cuenta la persona que cree y que ama.
Y cuando, en la famosa frontera, pregunte, como hacen algunos aduaneros: «¿Algo que declarar?», ciertamente no le interesa la mercancía inútil que arrastramos con nosotros. Solamente pretende averiguar si, en nuestro equipaje personal, hay una cruz.
Todo lo que se quiera de pequeña. Con tal que no sea puramente decorativa.
La cruz llevada con amor, o sea, la prueba determinante de que Dios puede fiarse de nosotros.
La «señal» del Hijo y... de los hijos.
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