Publicado por Hesiquia
Es muy frecuente en el camino espiritual el ascenso y la caída. En continua alternancia se suceden, variando apenas la intensidad y frecuencia de los períodos. En momentos de determinación parece apelarse a la voluntad personal y en momentos de mediocridad se recuerda con frecuencia el papel de la gracia.
La relación entre gracia y libertad, entre lo destinado y el libre albedrío, ha sido siempre tema controvertido. Diferentes corrientes de pensamiento, en distintas épocas, han enfatizado uno u otro aspecto del asunto. Pero en la praxis cotidiana del imitar a Cristo, el fiel sufre una lucha entre opuestos aparentes.
Si el creyente se eleva poniendo en práctica los mandamientos y si siente que crece hacia la ciudad celestial, se envanece, por lo cual se le recuerda que ese pretendido ascenso es obra de la gracia. Es decir, que Dios ha querido darle el don de ir mejorando. Y si antepone el hecho de los esfuerzos realizados para mejorarse y su lucha personal contra el pecado, se le dice que también esos esfuerzos han sido provocados por la gracia. Así, voluntad y ascenso son obra de Dios.
Pero cuando caído y débil se arrastra en el desánimo y la falta de coherencia, se le dice que es por su voluntad débil, por su personal inclinación al mal. Se supone que debería haber podido evitar la caída, al parecer independientemente de la gracia. Al debatirse culpable en el fango; se le alienta, diciendo que la caída es fruto de la condición originaria del hombre y que pagamos lo hecho por Adán. Y se le exhorta a pedir la gracia para salir adelante y el fiel se queda pensando si este “pedir la gracia” será fruto de la intención personal o gracia también.
Este ir y venir de los argumentos, mucho más extensos y variados que el breve resumen antedicho, suelen dejar estas cosas en un cierto campo de confusión u oscuridad del entendimiento. De esta suerte las personas van inclinándose de acuerdo a sus particulares tendencias; algunos apoyándose en la actividad y otros en el dejamiento con todos sus matices.
Pero hay algo que viene a barrer con todas las disquisiciones. Algo que libera del ascenso y la caída y que constituye propiamente un nuevo nacimiento. Es la experiencia personal de Cristo en el corazón.
Ante la experiencia mística profunda, los opuestos se concilian y apartándose, dejan el lugar a un conocimiento directo de lo que, a partir de allí, se vive como la verdad del ser y las cosas.
A esta particular vivencia se la ha llamado también el descenso del Espíritu Santo, plenitud de la Gracia y de otras maneras. Pero la persona que la vive sabe que en su vida se ha formado una línea divisoria, se asiste a una conversión personal e íntima. Ha cambiado la mirada, el modo, las sensaciones, lo que se pretende, lo que se creía ha sido reemplazado por lo que se sabe, a ciencia cierta y de modo indiscutible.
Esta certeza es del interior del alma, surgiendo del Espíritu inunda el ser de uno y como tal no puede explicarse adecuadamente ya que es tan única como cada individuo. Es el modo en que Dios se ha revelado a esa persona particular. Pese a ello, los místicos han tratado de traducir lo vivido para los demás creyentes, intentando con ello acercar a la fe en la existencia de esa experiencia cumbre.
Quién participa de ese estado; quién vive en Cristo con la fuerza del Espíritu Santo, ve al Padre en todas las personas y las cosas. Ya no lucha por ascender o para no caer, se halla situado “en otro lugar”.
En esa nueva tierra del corazón, que ha sido nombrada también como “la celda interior”, la noción de esfuerzo y gracia se pierden, dejando el lugar a un estarse en la Presencia.
Allí, la acción personal, no se vive como desvinculada de la acción de Dios. Los movimientos, emociones y pensamientos se revelan como formas, mediante las cuales El Señor se expresa libremente en el mundo de lo creado.
Aquí, la lucha contra el deseo de la carne pierde vigencia, porque habiéndose encontrado “la perla” y gozando de su belleza continuamente, los que anteriormente parecían placeres apetecibles, son vistos ahora como sombra leve del gozo al que es posible acceder.
Igualmente, la antigua lucha contra el yo o ego que tiende a la vanagloria y a la soberbia desaparece, fundida en la clara conciencia de la inmortalidad del alma y de su unión con Aquél que la engendró.
Para quién ha vivido esta experiencia trascendente, el sentido de la vida humana en el mundo resulta claro. Se siente la necesidad de comunicar a los demás, que sufren la inmanencia del dolor; la real existencia de este Espíritu Santo siempre disponible en el corazón de Cristo.
Te mando un abrazo hermanados en la invocación del Santo Nombre
La relación entre gracia y libertad, entre lo destinado y el libre albedrío, ha sido siempre tema controvertido. Diferentes corrientes de pensamiento, en distintas épocas, han enfatizado uno u otro aspecto del asunto. Pero en la praxis cotidiana del imitar a Cristo, el fiel sufre una lucha entre opuestos aparentes.
Si el creyente se eleva poniendo en práctica los mandamientos y si siente que crece hacia la ciudad celestial, se envanece, por lo cual se le recuerda que ese pretendido ascenso es obra de la gracia. Es decir, que Dios ha querido darle el don de ir mejorando. Y si antepone el hecho de los esfuerzos realizados para mejorarse y su lucha personal contra el pecado, se le dice que también esos esfuerzos han sido provocados por la gracia. Así, voluntad y ascenso son obra de Dios.
Pero cuando caído y débil se arrastra en el desánimo y la falta de coherencia, se le dice que es por su voluntad débil, por su personal inclinación al mal. Se supone que debería haber podido evitar la caída, al parecer independientemente de la gracia. Al debatirse culpable en el fango; se le alienta, diciendo que la caída es fruto de la condición originaria del hombre y que pagamos lo hecho por Adán. Y se le exhorta a pedir la gracia para salir adelante y el fiel se queda pensando si este “pedir la gracia” será fruto de la intención personal o gracia también.
Este ir y venir de los argumentos, mucho más extensos y variados que el breve resumen antedicho, suelen dejar estas cosas en un cierto campo de confusión u oscuridad del entendimiento. De esta suerte las personas van inclinándose de acuerdo a sus particulares tendencias; algunos apoyándose en la actividad y otros en el dejamiento con todos sus matices.
Pero hay algo que viene a barrer con todas las disquisiciones. Algo que libera del ascenso y la caída y que constituye propiamente un nuevo nacimiento. Es la experiencia personal de Cristo en el corazón.
Ante la experiencia mística profunda, los opuestos se concilian y apartándose, dejan el lugar a un conocimiento directo de lo que, a partir de allí, se vive como la verdad del ser y las cosas.
A esta particular vivencia se la ha llamado también el descenso del Espíritu Santo, plenitud de la Gracia y de otras maneras. Pero la persona que la vive sabe que en su vida se ha formado una línea divisoria, se asiste a una conversión personal e íntima. Ha cambiado la mirada, el modo, las sensaciones, lo que se pretende, lo que se creía ha sido reemplazado por lo que se sabe, a ciencia cierta y de modo indiscutible.
Esta certeza es del interior del alma, surgiendo del Espíritu inunda el ser de uno y como tal no puede explicarse adecuadamente ya que es tan única como cada individuo. Es el modo en que Dios se ha revelado a esa persona particular. Pese a ello, los místicos han tratado de traducir lo vivido para los demás creyentes, intentando con ello acercar a la fe en la existencia de esa experiencia cumbre.
Quién participa de ese estado; quién vive en Cristo con la fuerza del Espíritu Santo, ve al Padre en todas las personas y las cosas. Ya no lucha por ascender o para no caer, se halla situado “en otro lugar”.
En esa nueva tierra del corazón, que ha sido nombrada también como “la celda interior”, la noción de esfuerzo y gracia se pierden, dejando el lugar a un estarse en la Presencia.
Allí, la acción personal, no se vive como desvinculada de la acción de Dios. Los movimientos, emociones y pensamientos se revelan como formas, mediante las cuales El Señor se expresa libremente en el mundo de lo creado.
Aquí, la lucha contra el deseo de la carne pierde vigencia, porque habiéndose encontrado “la perla” y gozando de su belleza continuamente, los que anteriormente parecían placeres apetecibles, son vistos ahora como sombra leve del gozo al que es posible acceder.
Igualmente, la antigua lucha contra el yo o ego que tiende a la vanagloria y a la soberbia desaparece, fundida en la clara conciencia de la inmortalidad del alma y de su unión con Aquél que la engendró.
Para quién ha vivido esta experiencia trascendente, el sentido de la vida humana en el mundo resulta claro. Se siente la necesidad de comunicar a los demás, que sufren la inmanencia del dolor; la real existencia de este Espíritu Santo siempre disponible en el corazón de Cristo.
Te mando un abrazo hermanados en la invocación del Santo Nombre
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