1.- Contaba el P. Martín Descalzo de un niño al que preguntaron si rezaba y contestó: “Todos los días”. Y a la pregunta: “Y qué le pides a Dios” contestó con naturalidad: “Nada. Le digo si puedo ayudarle en algo”. ¿Es que puede un niño ayudar al Dios omnipotente? ¿Es que necesita Dios nuestra ayuda?
El evangelio de hoy nos dice que sí, que ese Jesús, cuando llegaba el tiempo de ser subido al cielo, es decir, en su última subida a Jerusalén, cuando sabe que se mete en la boca del lobo, que va a enfrentarse con los que le odian y que lo van a encarcelar y matar, va por el camino diciendo a los que se encuentran:
--“Sígueme”, que es una contestación al “si puedo ayudarte en algo”, ¿y que si no le podemos ayudar para que nos llama?
--“Sígueme”, “te necesito para que mi obra no se acabe conmigo, necesito que tu seas mis manos y mis pies, porque a mi me van atar los pies y manos a la cruz y así me voy a quedar para siempre…” “Sé mis manos y mis pies”.
2.- “¿Si puedo ayudarte en algo…? Este niño no pedía nada. No se quejaba a Dios. No le lloraba. No había hecho de Dios como una tienda grande, como El Corte Inglés. Este niño no pertenecía a la Iglesia como a un club deportivo. Sin saber formularlo, sabía que la religión es un compromiso de ayudar a Dios y a los hombres, de dar y darse, de echarle una mano a Dios en su obra, de estar con el incondicionalmente.
3.- En las memorias de Julián Marías –ese gran escritor católico español del siglo XX—hay una frase escrita después de su boda. “Siempre he creído que la vida no vale la pena más que jugándosela a una sola carta, sin restricciones, sin reservas…”. Jugarse la vida a una sola carta, a la carta de Dios.
Si seguimos a Dios en la esperanza de que eso influya en nuestras cuentas corrientes, o en nuestros apartamentos o pisitos, esas dos cartas no nos valen, porque “El Hijo del Hombre no tiene donde apoyar su cabeza”. O jugamos la carta irrevocable de Dios o perdemos la partida.
3.- Hay que quemar las naves, bueno lo que según la primera lectura quemó Eliseo fueron nada menos que doce yuntas de bueyes. Esperemos que no se le quemasen… sino que quedasen bien asados para la comida de despedida de los suyos. Se despidió, pero quemando las naves de manera irrevocable.
El Señor parece más tajante aún. Parece decir: “Ni te despidas…”. “Porque el que pone mano al arado y echa la vista atrás no vale para el Reino de los cielos”. Aunque la nota dominante en esta comparación sería: “el que agarra el volante de su coche y anda mirando atrás se desgracia. Una vez sentado al volante y puesto el cinturón de seguridad lo único razonable es mirar adelante.
Las añoranzas de otros tiempos, la nostalgia de lo pasado, ¿a dónde nos lleva? ¿A lloriquearle al Señor? ¿A quejarnos de Él? ¿A exigirle que venga a arreglar las cosas que nosotros deberíamos mejorar?
La oración del niño es mucho más razonable: “Señor, en qué te puedo ayudar, ahora, mirando al futuro, que es lo único que está en nuestras manos, porque el pasado, pasado está”. Ojalá nos decidamos a jugarlo todo a la sola carta de Dios y que nuestra oración sea siempre: “¿en qué te puedo echar una mano, Señor?”. O sentados al volante: “a donde te llevo, Señor”.
El evangelio de hoy nos dice que sí, que ese Jesús, cuando llegaba el tiempo de ser subido al cielo, es decir, en su última subida a Jerusalén, cuando sabe que se mete en la boca del lobo, que va a enfrentarse con los que le odian y que lo van a encarcelar y matar, va por el camino diciendo a los que se encuentran:
--“Sígueme”, que es una contestación al “si puedo ayudarte en algo”, ¿y que si no le podemos ayudar para que nos llama?
--“Sígueme”, “te necesito para que mi obra no se acabe conmigo, necesito que tu seas mis manos y mis pies, porque a mi me van atar los pies y manos a la cruz y así me voy a quedar para siempre…” “Sé mis manos y mis pies”.
2.- “¿Si puedo ayudarte en algo…? Este niño no pedía nada. No se quejaba a Dios. No le lloraba. No había hecho de Dios como una tienda grande, como El Corte Inglés. Este niño no pertenecía a la Iglesia como a un club deportivo. Sin saber formularlo, sabía que la religión es un compromiso de ayudar a Dios y a los hombres, de dar y darse, de echarle una mano a Dios en su obra, de estar con el incondicionalmente.
3.- En las memorias de Julián Marías –ese gran escritor católico español del siglo XX—hay una frase escrita después de su boda. “Siempre he creído que la vida no vale la pena más que jugándosela a una sola carta, sin restricciones, sin reservas…”. Jugarse la vida a una sola carta, a la carta de Dios.
Si seguimos a Dios en la esperanza de que eso influya en nuestras cuentas corrientes, o en nuestros apartamentos o pisitos, esas dos cartas no nos valen, porque “El Hijo del Hombre no tiene donde apoyar su cabeza”. O jugamos la carta irrevocable de Dios o perdemos la partida.
3.- Hay que quemar las naves, bueno lo que según la primera lectura quemó Eliseo fueron nada menos que doce yuntas de bueyes. Esperemos que no se le quemasen… sino que quedasen bien asados para la comida de despedida de los suyos. Se despidió, pero quemando las naves de manera irrevocable.
El Señor parece más tajante aún. Parece decir: “Ni te despidas…”. “Porque el que pone mano al arado y echa la vista atrás no vale para el Reino de los cielos”. Aunque la nota dominante en esta comparación sería: “el que agarra el volante de su coche y anda mirando atrás se desgracia. Una vez sentado al volante y puesto el cinturón de seguridad lo único razonable es mirar adelante.
Las añoranzas de otros tiempos, la nostalgia de lo pasado, ¿a dónde nos lleva? ¿A lloriquearle al Señor? ¿A quejarnos de Él? ¿A exigirle que venga a arreglar las cosas que nosotros deberíamos mejorar?
La oración del niño es mucho más razonable: “Señor, en qué te puedo ayudar, ahora, mirando al futuro, que es lo único que está en nuestras manos, porque el pasado, pasado está”. Ojalá nos decidamos a jugarlo todo a la sola carta de Dios y que nuestra oración sea siempre: “¿en qué te puedo echar una mano, Señor?”. O sentados al volante: “a donde te llevo, Señor”.
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