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miércoles, 30 de junio de 2010

Es imprescindible ser ecuménico

Por Ron Rolheiser, omi
Publicado por Ciudad Redonda

“Es en el hogar donde comenzamos”. Fue T.S. Eliot quien escribió esas palabras, que son válidas para todos nosotros en cuanto a la religión y a nuestra comprensión de la confesión cristiana concreta dentro de la cual crecimos.
Yo nací y me crié, con profundas raíces, como católico romano. Mis padres tenían una fe firme y se aseguraron de que la fe y la práctica religiosa fueran centrales en cada aspecto de nuestras vidas. Íbamos a misa siempre que podíamos, hasta diariamente cuando la celebración estaba a mano, nos confesábamos al menos cada dos semanas, todos los días rezábamos el rosario en familia, recitábamos todos juntos el “Ángelus” al menos dos veces al día, aprendimos un buen número de oraciones, memorizamos el catecismo católico, teníamos instalado en casa un cuadro con la foto del Papa, y creíamos que el catolicismo romano, entre todas las religiones y confesiones cristianas, era la única fe verdadera, la única religión plenamente válida. No llegamos a creer que los otros, protestantes y gente de otras religiones, no irían al cielo, pero no estábamos totalmente seguros sobre cómo sucedería eso, dado que creíamos que ellos no pertenecían a la fe verdadera. Por eso vivíamos con una cierta desconfianza de otras confesiones cristianas y de otras religiones, seguros de nuestra propia verdad, pero siempre cautelosos para no entremezclarnos religiosamente con otros, temerosos de que de alguna manera nuestra fe se debilitara o contaminara por el contacto religioso con no-católicos romanos.

Y efectivamente el hogar era, y es, un buen lugar por donde comenzar. Yo estoy profundamente agradecido por haber tenido tales raíces religiosas, fuertes y conservadoras. Pero han cambiado para mí cantidad de cosas desde que era joven, idealista, joven católico y romano que crecía en una comunidad de inmigrantes en las praderas de Canadá. En mis primeros años de seminario, mis profesores, expertos honestos -mayoría de ellos sacerdotes católicos romanos-, me introdujeron a algunos formidables profesores bíblicos y teólogos anglicanos y protestantes, cuyas intuiciones, actitudes y compromiso profundizaron mi conocimiento de Jesús y me ayudaron a afianzarme con mayor firmeza en mi propia vida religiosa.

Más tarde, en mis años posteriores de seminario, me junté en clase con hombres y mujeres de diversas confesiones cristianas, todos ellos estaban estudiando para el ministerio y todos estaban profundamente comprometidos con Cristo. Mi amistad con ellos y mi respeto por su fe no me llevaron a abandonar el catolicismo romano e ingresar en otra confesión cristiana, pero comenzaron realmente a remodelar mi pensamiento sobre lo que constituye la verdadera fe y la religión auténtica. Esta experiencia me ayudó también a percatarme de que lo que tenemos en común como cristianos hace parecer muy pequeñas nuestras diferencias.

Desde mi ordenación sacerdotal he enseñado y ejercido el ministerio en varios países y en diversas universidades y seminarios. He orado y compartido mi fe con ellos; les he dado clases e impartido conferencias; y he llegado a tener profunda amistad con hombres y mujeres de toda clase de persuasión “confesional” o religiosa: anglicanos, episcopalianos, protestantes, evangélicos, budistas, musulmanes, hindúes, y sinceros buscadores humanitarios.

Me he educado profundamente, tanto en mi fe como en mi espiritualidad, con pensadores anglicanos y protestantes tales como C.S Lewis, Paul Tillich, Dietrich Bonhoefer, Jim Wallis, Jurgen Moltmann y Alan Jones, entre otros. Hoy, junto a mi comunidad católica romana, hay entre otros un buen número de anglicanos, episcopalianos, protestantes, evangélicos y personas de otras religiones -almas gemelas en la fe-, que me ayudan a fundamentar mi entrega y compromiso religioso. Su fe y su amistad me han ayudado a interiorizar algo que la famosa novelista americana Virginia Woolf expresó sabiamente una vez: “¿Por qué somos tan duros unos con otros, cuando la vida es tan difícil para todos nosotros, y cuando, al fin, valoramos sumamente las mismas cosas?” Ella se refería a la falta de empatía entre los sexos, pero se podía haber referido exactamente igual a la falta de empatía entre diferentes confesiones cristianas y diferentes religiones.

Con esto no intento sugerir que todas las religiones son iguales o que todas las denominaciones dentro del cristianismo son senderos iguales hacia Dios. No hay nada pueblerino o estrecho de miras en creer que la propia religión es la correcta o en creer que, perteneciendo a una cierta iglesia, es más que puro accidente histórico o simple gusto eclesial. Sentir profunda lealtad a la verdad tal como uno la percibe es una señal de fe genuina.

Pero todo esto sí que sugiere que tenemos que estar abiertos a una nueva empatía hacia aquellos cuya iglesia es diferente de la nuestra y a una comprensión más amplia de lo que significa pertenecer a una confesión o religión particular. A veces también tenemos que arrepentirnos de nuestro estrecho “confesionalismo”.

Quizás lo que todo esto nos indica, más que nada, es que tenemos que estar abiertos a una comprensión más profunda de la inefabilidad de Dios y de la humildad que Dios mismo pide de nosotros. Yo todavía soy un católico romano convencido y comprometido, pero, como el evangelista Juan, ahora sé que Jesús tiene otras ovejas que no son de este rebaño. Por ello me alegro, y me alegro también por las palabras del poeta persa del siglo XIV, Hafiz: “¿Te parecería extraño que Hafiz dijera: amo a todas las iglesias, mezquitas, templos y a cualquier clase de lugar sagrado, porque sé que es allí donde el pueblo proclama los diversos nombres de un único Dios?”.

Traducido por: Carmelo Astiz, cmf

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