La idea del infierno, con su fuego eterno, nació en las afue ras de Jerusalén. En el valle Hinnón (la gehenna), hoy con vertido en un paseo ajardinado, se encontraban los estercole ros de la ciudad; el humo perenne de la basura que allí se que maba fue el trampolín para el nacimiento teológico de la ima gen del infierno de nuestros temores.
Con la amenaza del fuego eterno se ha arreglado casi todo en la Iglesia Católica. Desde pequeños nos habituaron a este fuego; con él se nos asustaba y forzaba a abandonar cualquier vicio o pecado, a fin de no caer en ese terrible castigo, paten tado por un Dios, antes que padre, justiciero terrible.
La religión católica, durante siglos, estuvo reducida a sal var a los hombres de aquel fuego, como si se tratase de un servicio de bomberos o más terriblemente de un culto pagano a Plutón y a todos los habitantes de lo subterráneo y oscuro, fuerzas del mal utilizadas políticamente para aterrorizar la conciencia. A base de oír hablar del fuego eterno, los católicos crecieron con el corazón encogido, le tomaron miedo a la cien cia, a la razón y a la libertad; prefirieron dejar de pensar y declinaron su responsabilidad en quienes, en nombre de Dios y en conciencia, dictaminaban el camino a seguir.
Históricamente se llegó incluso a recomendar la ignoran cia como el mejor camino para no caer en herejías: '¡Oh cuán ta filosofía, / cuánta ciencia de gobierno, / retórica, geometría, / música y astrología, / camina para el infierno!', can taba el poeta. La ciencia, la razón, la investigación eran los mejores conductores hacia lo más profundo de un abismo don de el fuego quemaría -maravilla de maravillas- por siempre sin consumir.
El fuego del infierno es, para mí, el signo del fanatismo e intolerancia en que hemos estado sumidos los católicos. Pe cado social que arrastra desde siglos el catolicismo español y del que solamente nos veremos libres a base de razón, ciencia, pérdida de dogmatismos, comprensión, pluralismo, aceptación del otro y respeto mutuo. Conscientes de que no hay nada más que un absoluto -Dios-, los católicos hubiéramos de bido ser menos intransigentes y deberíamos haber relativizado toda verdad o comportamiento humano. Nada hay absoluto de tejas para abajo.
Fanatismo e intolerancia distan años luz del evangelio, exigente al máximo, pero no intransigente; que invita, pero no impone; que ofrece, pero no fuerza; que anima, pero no violenta. Jesús de Nazaret cortó por lo sano los brotes de fanatismo de sus discípulos, como refiere el evangelista Lucas: «Cuando iba llegando el tiempo de que se lo llevaran, Jesús decidió irrevocablemente ir a Jerusalén. Envió mensajeros por delante; yendo de camino entraron en una aldea de Samaria para preparar alojamiento, pero se negaron a recibirlo porque se dirigía a Jerusalén. Al ver esto, Santiago y Juan, discípulos suyos, le propusieron: Señor, si quieres, decimos que caiga un rayo y acabe con ellos. El se volvió y les regañó. Y se mar charon a otra aldea» (Lc 9,51-53).
Para Jesús, quedaban atrás los tiempos de Elías, profeta que fulminaba con fuego del cielo y rayos a los enviados del rey (2 Re 1,10-12), o que degollaba a los profetas de Baal, en nombre de Yahvé, Dios único, soberano e intransigente (1 Re 18).
Lo terrible del caso es que los católicos hemos olvidado desde siglos la enseñanza del Maestro nazareno: el aplasta miento de musulmanes y judíos, la Inquisición con su calor de hogueras, la imagen de un Santiago matamoros, el 'fuera de la Iglesia no hay salvación', la imposición de la fe por la fuerza a los no católicos, la intransigencia y la intolerancia han configurado históricamente una España en la que ser católico y español eran una misma realidad.
Es hora de volver los ojos al evangelio para acabar con tanto fanatismo histórico y cancelar para siempre tan triste y poco evangélico pasado. El fanatismo hace del mundo un in fierno.
Con la amenaza del fuego eterno se ha arreglado casi todo en la Iglesia Católica. Desde pequeños nos habituaron a este fuego; con él se nos asustaba y forzaba a abandonar cualquier vicio o pecado, a fin de no caer en ese terrible castigo, paten tado por un Dios, antes que padre, justiciero terrible.
La religión católica, durante siglos, estuvo reducida a sal var a los hombres de aquel fuego, como si se tratase de un servicio de bomberos o más terriblemente de un culto pagano a Plutón y a todos los habitantes de lo subterráneo y oscuro, fuerzas del mal utilizadas políticamente para aterrorizar la conciencia. A base de oír hablar del fuego eterno, los católicos crecieron con el corazón encogido, le tomaron miedo a la cien cia, a la razón y a la libertad; prefirieron dejar de pensar y declinaron su responsabilidad en quienes, en nombre de Dios y en conciencia, dictaminaban el camino a seguir.
Históricamente se llegó incluso a recomendar la ignoran cia como el mejor camino para no caer en herejías: '¡Oh cuán ta filosofía, / cuánta ciencia de gobierno, / retórica, geometría, / música y astrología, / camina para el infierno!', can taba el poeta. La ciencia, la razón, la investigación eran los mejores conductores hacia lo más profundo de un abismo don de el fuego quemaría -maravilla de maravillas- por siempre sin consumir.
El fuego del infierno es, para mí, el signo del fanatismo e intolerancia en que hemos estado sumidos los católicos. Pe cado social que arrastra desde siglos el catolicismo español y del que solamente nos veremos libres a base de razón, ciencia, pérdida de dogmatismos, comprensión, pluralismo, aceptación del otro y respeto mutuo. Conscientes de que no hay nada más que un absoluto -Dios-, los católicos hubiéramos de bido ser menos intransigentes y deberíamos haber relativizado toda verdad o comportamiento humano. Nada hay absoluto de tejas para abajo.
Fanatismo e intolerancia distan años luz del evangelio, exigente al máximo, pero no intransigente; que invita, pero no impone; que ofrece, pero no fuerza; que anima, pero no violenta. Jesús de Nazaret cortó por lo sano los brotes de fanatismo de sus discípulos, como refiere el evangelista Lucas: «Cuando iba llegando el tiempo de que se lo llevaran, Jesús decidió irrevocablemente ir a Jerusalén. Envió mensajeros por delante; yendo de camino entraron en una aldea de Samaria para preparar alojamiento, pero se negaron a recibirlo porque se dirigía a Jerusalén. Al ver esto, Santiago y Juan, discípulos suyos, le propusieron: Señor, si quieres, decimos que caiga un rayo y acabe con ellos. El se volvió y les regañó. Y se mar charon a otra aldea» (Lc 9,51-53).
Para Jesús, quedaban atrás los tiempos de Elías, profeta que fulminaba con fuego del cielo y rayos a los enviados del rey (2 Re 1,10-12), o que degollaba a los profetas de Baal, en nombre de Yahvé, Dios único, soberano e intransigente (1 Re 18).
Lo terrible del caso es que los católicos hemos olvidado desde siglos la enseñanza del Maestro nazareno: el aplasta miento de musulmanes y judíos, la Inquisición con su calor de hogueras, la imagen de un Santiago matamoros, el 'fuera de la Iglesia no hay salvación', la imposición de la fe por la fuerza a los no católicos, la intransigencia y la intolerancia han configurado históricamente una España en la que ser católico y español eran una misma realidad.
Es hora de volver los ojos al evangelio para acabar con tanto fanatismo histórico y cancelar para siempre tan triste y poco evangélico pasado. El fanatismo hace del mundo un in fierno.
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