Alguien ha dicho que «todos los hombres somos espontáneamente capitalistas». Lo cierto es que la sed de poseer sin límites no es exclusiva de una época ni de un sistema social, sino que descansa en el mismo hombre, cualquiera que sea el sector social al que pertenezca.
El sistema capitalista lo que hace es desarrollar esta tendencia innoble del hombre en lugar de combatirla y favorecer una convivencia más solidaria y fraterna.
Lo estamos viendo todos los días. El móvil que guía a la empresa capitalista es crear la mayor diferencia posible entre el precio de venta del producto y el costo de producción.
Pero es que este móvil guía la conducta de casi toda la sociedad. El máximo beneficio posible y la acumulación indefinida de riqueza son algo aceptado por la mayoría de los cristianos como principio indiscutible que orienta su comportamiento práctico en la vida diaria.
Por otra parte, el capitalismo, lejos de promover la comunión y la solidaridad, favorece la dominación de unos sobre otros y tiende a crear y reforzar la lucha de clases.
Pero este mismo espíritu lo podemos observar ya en muchos «trabajadores» cuyos ingresos y régimen de gastos en nada ceden a los de los más aventajados capitalistas.
Basta verlos gritar sus propias reivindicaciones ahondando cada vez más el abismo clasista que los separa de sus compañeros (?) en paro.
El replegamiento egoísta sobre los propios bienes, el consumo indiscriminado y sin límites, la lucha implacable por el propio bienestar, el olvido sistemático de las víctimas más afectadas por la crisis, son signos de una posición «capitalista» por muchas confesiones de «socialismo» que puedan salir de nuestros labios.
«El hombre occidental se ha hecho materialista hasta en su pensamiento, en una sobre-valoración morbosa del dinero y la propiedad, del poder y la riqueza».
Se pretende llenar el vacío interior con la posesión de cosas. La codicia y el afán de poder son «drogas aprobadas socialmente».
Es nuestra gran equivocación. Lo ha gritado Jesús con firmeza contundente. Es una necedad vivir teniendo como único horizonte «unos graneros donde poder seguir almacenando cosechas». Es signo de nuestra gran pobreza interior.
Aunque no nos lo creamos, el dinero nos puede empobrecer. Vivir acumulando, puede ser el fin de todo goce humano, el fin de toda alegría de vivir, el fin de todo verdadero amor.
El sistema capitalista lo que hace es desarrollar esta tendencia innoble del hombre en lugar de combatirla y favorecer una convivencia más solidaria y fraterna.
Lo estamos viendo todos los días. El móvil que guía a la empresa capitalista es crear la mayor diferencia posible entre el precio de venta del producto y el costo de producción.
Pero es que este móvil guía la conducta de casi toda la sociedad. El máximo beneficio posible y la acumulación indefinida de riqueza son algo aceptado por la mayoría de los cristianos como principio indiscutible que orienta su comportamiento práctico en la vida diaria.
Por otra parte, el capitalismo, lejos de promover la comunión y la solidaridad, favorece la dominación de unos sobre otros y tiende a crear y reforzar la lucha de clases.
Pero este mismo espíritu lo podemos observar ya en muchos «trabajadores» cuyos ingresos y régimen de gastos en nada ceden a los de los más aventajados capitalistas.
Basta verlos gritar sus propias reivindicaciones ahondando cada vez más el abismo clasista que los separa de sus compañeros (?) en paro.
El replegamiento egoísta sobre los propios bienes, el consumo indiscriminado y sin límites, la lucha implacable por el propio bienestar, el olvido sistemático de las víctimas más afectadas por la crisis, son signos de una posición «capitalista» por muchas confesiones de «socialismo» que puedan salir de nuestros labios.
«El hombre occidental se ha hecho materialista hasta en su pensamiento, en una sobre-valoración morbosa del dinero y la propiedad, del poder y la riqueza».
Se pretende llenar el vacío interior con la posesión de cosas. La codicia y el afán de poder son «drogas aprobadas socialmente».
Es nuestra gran equivocación. Lo ha gritado Jesús con firmeza contundente. Es una necedad vivir teniendo como único horizonte «unos graneros donde poder seguir almacenando cosechas». Es signo de nuestra gran pobreza interior.
Aunque no nos lo creamos, el dinero nos puede empobrecer. Vivir acumulando, puede ser el fin de todo goce humano, el fin de toda alegría de vivir, el fin de todo verdadero amor.
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