Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo 9, 9-13
Jesús vio a un hombre llamado Mateo, que estaba sentado a la mesa de recaudación de impuestos, y le dijo: «Sígueme». Él se levantó y lo siguió.
Mientras Jesús estaba comiendo en la casa, acudieron muchos publicanos y pecadores, y se sentaron a comer con Él y sus discípulos. Al ver esto, los fariseos dijeron a los discípulos: «¿Por qué su Maestro come con publicanos y pecadores?»
Jesús, que había oído, respondió: «No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos. Vayan y aprendan qué significa: "Yo quiero misericordia y no sacrificios". Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores».
Queridos hermanos:
El comportamiento de Jesús que nosotros solemos contemplar como admirable y edificante no pudo resultarlo para muchos de sus contemporáneos. En aquella sociedad, no ya muy religiosa sino totalmente religiosa, el hombre de Dios debía ajustar su vida a una serie de convencionalismos indiscutidos. Y aquí viene el desconcierto causado por Jesús. Él, que no cesa de pregonar la voluntad del Padre e invitar a vivir de acuerdo con ella, a veces parece alejarse, escandalosamente, de ella.
En aquel ambiente socio-religioso se establecía una separación nítida entre justos y pecadores, puros e impuros, con unos claros patrones para asignar su puesto a cada uno. Los “publicanos” o recaudadores de impuestos pertenecían inconfundiblemente al sector de “los malos”, y no sin motivo. Su oficio los exponía a la tentación constante de trampear, cobrando más de lo legalmente establecido y quedándose con una parte de lo recaudado. Eran además traidores a la patria, pues estaban al servicio del poder romano de ocupación. Y el contacto con los representantes de dicho poder, paganos, los hacía incurrir en “impureza”.
En la escena evangélica de hoy, el escándalo producido por Jesús es mayúsculo: no es un hombre “prudentemente” amplio, que tolera que algún publicano se le acerque; es él mismo quien llama a Mateo a su seguimiento y quien, para exasperación de todos los “observantes”, parece complacerse en que “publicanos y pecadores” se sienten a la mesa con él. La coplilla se la gano a pulso: “comilón y borracho, amigo de publicanos y pecadores” (Mt 11,19).
Ayer veíamos a la multitud admirada de la “autoridad” de Jesús, que perdonaba pecados. Hoy esa autoridad se torna libertad que descoloca. Ya no se sabe dónde está lo santo y dónde lo apestado. El Jesús que tiene halo inconfundible de profeta, de hombre de Dios, opta por los pecadores, por los que todos entendían como “desagradables” a Dios. Su inmenso manto de misericordia arropa a “los otros”, a quienes correspondía “estar fuera”. Indudablemente el proceso religioso contra Jesús no se originó de la noche a la mañana. La desorientación causada por su proceder queda bien de manifiesto en la conocida pregunta-admiración de los guías religiosos de Israel: “¿hasta cuándo nos vas a tener en vilo” (Jn 10,24).
Y Jesús sigue descolocando hoy a su Iglesia, a cada uno de nosotros, que desde niños fuimos enseñados a huir de las “malas compañías”. Muchos cristianos, por diversos motivos, a veces bien razonables, se están quedando fuera. Los ensayos de pastoral de alejados, de atención a excluidos de los sacramentos, o a excomulgados, no acaban de adquirir carta de plena ciudadanía. Si nos fijamos en Jesús algo queda claro: en caso de equivocarnos, es preferible que se deba a exceso de misericordia.
Mientras Jesús estaba comiendo en la casa, acudieron muchos publicanos y pecadores, y se sentaron a comer con Él y sus discípulos. Al ver esto, los fariseos dijeron a los discípulos: «¿Por qué su Maestro come con publicanos y pecadores?»
Jesús, que había oído, respondió: «No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos. Vayan y aprendan qué significa: "Yo quiero misericordia y no sacrificios". Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores».
Queridos hermanos:
El comportamiento de Jesús que nosotros solemos contemplar como admirable y edificante no pudo resultarlo para muchos de sus contemporáneos. En aquella sociedad, no ya muy religiosa sino totalmente religiosa, el hombre de Dios debía ajustar su vida a una serie de convencionalismos indiscutidos. Y aquí viene el desconcierto causado por Jesús. Él, que no cesa de pregonar la voluntad del Padre e invitar a vivir de acuerdo con ella, a veces parece alejarse, escandalosamente, de ella.
En aquel ambiente socio-religioso se establecía una separación nítida entre justos y pecadores, puros e impuros, con unos claros patrones para asignar su puesto a cada uno. Los “publicanos” o recaudadores de impuestos pertenecían inconfundiblemente al sector de “los malos”, y no sin motivo. Su oficio los exponía a la tentación constante de trampear, cobrando más de lo legalmente establecido y quedándose con una parte de lo recaudado. Eran además traidores a la patria, pues estaban al servicio del poder romano de ocupación. Y el contacto con los representantes de dicho poder, paganos, los hacía incurrir en “impureza”.
En la escena evangélica de hoy, el escándalo producido por Jesús es mayúsculo: no es un hombre “prudentemente” amplio, que tolera que algún publicano se le acerque; es él mismo quien llama a Mateo a su seguimiento y quien, para exasperación de todos los “observantes”, parece complacerse en que “publicanos y pecadores” se sienten a la mesa con él. La coplilla se la gano a pulso: “comilón y borracho, amigo de publicanos y pecadores” (Mt 11,19).
Ayer veíamos a la multitud admirada de la “autoridad” de Jesús, que perdonaba pecados. Hoy esa autoridad se torna libertad que descoloca. Ya no se sabe dónde está lo santo y dónde lo apestado. El Jesús que tiene halo inconfundible de profeta, de hombre de Dios, opta por los pecadores, por los que todos entendían como “desagradables” a Dios. Su inmenso manto de misericordia arropa a “los otros”, a quienes correspondía “estar fuera”. Indudablemente el proceso religioso contra Jesús no se originó de la noche a la mañana. La desorientación causada por su proceder queda bien de manifiesto en la conocida pregunta-admiración de los guías religiosos de Israel: “¿hasta cuándo nos vas a tener en vilo” (Jn 10,24).
Y Jesús sigue descolocando hoy a su Iglesia, a cada uno de nosotros, que desde niños fuimos enseñados a huir de las “malas compañías”. Muchos cristianos, por diversos motivos, a veces bien razonables, se están quedando fuera. Los ensayos de pastoral de alejados, de atención a excluidos de los sacramentos, o a excomulgados, no acaban de adquirir carta de plena ciudadanía. Si nos fijamos en Jesús algo queda claro: en caso de equivocarnos, es preferible que se deba a exceso de misericordia.
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