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viernes, 2 de julio de 2010

Evangelio Misionero del Dia: 03 de Julio de 2010 - SANTO TOMAS, APOSTOL (Fiesta)


Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 20, 24-29

Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Los otros discípulos le dijeron: «¡Hemos visto al Señor!»
Él les respondió: «Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré».
Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: «¡La paz esté con ustedes!»
Luego dijo a Tomás: «Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe».
Tomás respondió: «¡Señor mío y Dios mío!»
Jesús le dijo:
«Ahora crees, porque me has visto.
¡Felices los que creen sin haber visto!»

Compartiendo la Palabra
Por Severiano Blanco cmf

Queridos hermanos:

Acerca de algunos apóstoles de Jesús los evangelios sólo nos dan a conocer el nombre. Luego surgió la leyenda antigua o medieval que los convirtió en fundadores de determinadas iglesias, que se buscaban desesperadamente raíces apostólicas. Con Tomás “el mellizo” hemos tenido algo más de suerte, aunque ésta en parte se deba a su escasa prontitud para creer: “si no veo en sus manos…”. Algunas sectas de los primeros siglos, basándose en su nombre-apodo, convirtieron a Tomás en mellizo con Jesús.

El apóstol Tomás guarda un cierto parecido con Pedro, y en algún aspecto hasta le supera. En la noche de despedida, así como Pedro no entiende lo del lavatorio de los pies, Tomás se siente superado por el discurso de Jesús sobre su inminente partida: “Señor, no sabemos a dónde vas; ¿cómo podemos saber el camino?” (Jn 14,5). Algún tiempo antes, cuando Pedro se oponía a que Jesús subiese a Jerusalén para sufrir la pasión, Tomás exhortaba decididamente a los compañeros: “vayamos también nosotros y muramos con él” (Jn 11,16).

Pero el más amplio recuerdo que nos ha conservado la tradición evangélica sobre este apóstol es el que nos presenta la liturgia de hoy: Tomás, uno de los Doce, ya ausente ya presente en el grupo, incrédulo primero y creyente después. Probablemente el cuarto evangelista se ha servido de su historia peculiar para ofrecer una lección a la iglesia de todos los tiempos: ciertamente ha sido importante el testimonio y mediación de otros para que a nosotros nos haya llegado la fe; pero a Jesús no basta conocerle de oídas, sino que es preciso entrar en contacto, en comunión con él, esa comunión que aquí se expresa en términos de palpar sus llagas, ya gloriosas. La mística vio en el contacto con la llaga del costado un adentrarse en el corazón de Cristo, lo que se plasmó en la oración: “Lanza de Longinos, mano de Tomás, dejadme a mí también entrar”.

Algún evangelista sale al paso de la confusión entre una aparición de Cristo Resucitado y un fantasma apoderándose de la imaginación de los discípulos. La afirmación del contacto “físico” con las llagas del Crucificado da “objetividad” a las experiencias pascuales e impide que se confunda la fe en la resurrección con la convicción platónica de la “inmortalidad del alma”. El Resucitado es el Encarnado corpóreo; en él lo terreno y material ha sido glorificado por el poder del Padre. Y la confesión de fe de Tomás es el reconocimiento de esa presencia inabarcable y sobrecogedora.

Los apóstoles son mucho más que el mero fundamento histórico de la existencia de la iglesia: son una llamada constante a que ésta haga suya la experiencia de aquellos y un correctivo también permanente a las posibles deformaciones de la fe.

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