Por Fernando Torres Pérez cmf
¿Sabían que los cascos azules de la ONU están presentes en Haití, Liberia, Costa de Marfil, Darfur, República Democrática del Congo, Sudán, Chad, República Centroafricana, Sahara Occidental, Kosovo, Chipre, Líbano, Palestina, Siria, Afganistán, India, Pakistán, y Timor? Los cascos azules son fuerzas militares provenientes de los ejércitos nacionales de los países miembros de la ONU que trabajan para restablecer la paz en zonas de conflicto. El color azul de sus cascos así como de sus vehículos es ya conocido internacionalmente. Sus misiones de paz no son la panacea, no resuelven todos los problemas. Sus mismas tropas son a veces causa de mayores conflictos. Pero lo fundamental sigue estando ahí: son misiones internacionales de paz, dirigidas por la Organización de Naciones Unidas. Es prácticamente la primera vez en la historia que las naciones acuerdan utilizar sus ejércitos para misiones que van más allá de la defensa de sus fronteras o de la guerra preventiva ante enemigos reales o imaginarios. ¿No es ésta una buena noticia?
Pues algo así es lo que nos dice el Evangelio de hoy. Jesús quiere anunciar el reino de Dios. Y eso se concreta en un anuncio sencillo: el anuncio de la paz. Los discípulos de Jesús son enviados a anunciar el Reino, son enviados a anunciar la paz. En la práctica es lo mismo una cosa que otra. Porque la verdadera paz no es sólo la ausencia de guerra sino la justicia y la fraternidad vividas y experimentadas. Y la justicia y la fraternidad tienen mucho que ver con el Reino de Dios.
Anunciar la paz, anunciar el Reino
Hay en el Evangelio prácticamente un paralelo entre la primera parte donde Jesús les pide a los discípulos que anuncien la paz y la segunda en que se habla del Reino de Dios. En la primera parte se dice que deben desear la paz y que si los de la casa no la reciben, la paz volverá a los discípulos. En la segunda se habla de la cercanía del Reino. Si nadie acoge el mensaje, los discípulos se deberán ir a otro lugar pero recordándoles a sus oyentes que el Reino está cerca.
La paz y el Reino se anuncian de la misma manera: en sencillez, en simplicidad (como ovejas en medio de lobos), en pobreza de medios (ni talega, ni alforja, ni sandalias). Sólo hay que llevar las manos abiertas y regalar el mensaje, compartiendo lo que se tiene: el cansancio, la vida, la comida, la esperanza, el amor... Y entonces “vuestros huesos florecerán como un prado”, como dice la primera lectura del profeta Isaías. Entonces descubriremos que hacer de este mundo un lugar mejor para vivir –sin marginaciones de ningún tipo, sin excluir a nadie, sin odio, sin violencia– no es tan difícil. Basta con salir de la coraza defensiva de que nos solemos cubrir y abrir la mano al hermano. A partir de ahí la paz y el Reino se harán presentes en nuestras vidas. Y brotará la alabanza al Dios de la paz y de la vida.
Testigos de Jesús
Un pequeño detalle: anunciar la paz y el Reino tiene poco que ver con anunciarnos a nosotros mismos. No se trata de ser nosotros el mensaje sino los mensajeros. Es importante. Como dice Pablo en la segunda lectura, “Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de Jesucristo”. La verdadera paz nos viene regalada cuando abrimos nuestras manos al don de Dios. Cuando anunciamos a Jesús con nuestras obras y con nuestras palabras –siempre mejor más de lo primero que de lo segundo–, entonces se produce el milagro de la paz. Y el Reino se hace presente en nuestras vidas. Y se abre un resquicio para superar la violencia fratricida, esa amenaza de muerte permanente para la humanidad a lo largo de su historia.
Los cascos azules de la ONU no son exactamente mensajeros de la paz evangélica. No resuelven de verdad los conflictos. No restablecen la justicia. A veces, muchas veces, se limitan a interponerse entre los combatientes para evitar que se sigan matando. O simplemente cuentan y anotan en sus informes las violaciones al alto el fuego pero sin intervenir ni siquiera ante la muerte de inocentes. A veces son ellos mismos causa de mayores conflictos.
Podría seguir enumerando críticas a sus actuaciones. Pero si echamos una mirada a nuestra historia, los “cascos azules” son uno de los mayores pasos dados por la humanidad en el camino de la paz. Es la transformación de los ejércitos. Es hacer de las lanzas podaderas y de las espadas arados. Es un gran paso adelante en la dirección correcta. Es motivo para dar gracias a Dios.
Y para preguntarnos qué podemos hacer nosotros para ser mensajeros del anuncio evangélico de la paz y del Reino.
Pues algo así es lo que nos dice el Evangelio de hoy. Jesús quiere anunciar el reino de Dios. Y eso se concreta en un anuncio sencillo: el anuncio de la paz. Los discípulos de Jesús son enviados a anunciar el Reino, son enviados a anunciar la paz. En la práctica es lo mismo una cosa que otra. Porque la verdadera paz no es sólo la ausencia de guerra sino la justicia y la fraternidad vividas y experimentadas. Y la justicia y la fraternidad tienen mucho que ver con el Reino de Dios.
Anunciar la paz, anunciar el Reino
Hay en el Evangelio prácticamente un paralelo entre la primera parte donde Jesús les pide a los discípulos que anuncien la paz y la segunda en que se habla del Reino de Dios. En la primera parte se dice que deben desear la paz y que si los de la casa no la reciben, la paz volverá a los discípulos. En la segunda se habla de la cercanía del Reino. Si nadie acoge el mensaje, los discípulos se deberán ir a otro lugar pero recordándoles a sus oyentes que el Reino está cerca.
La paz y el Reino se anuncian de la misma manera: en sencillez, en simplicidad (como ovejas en medio de lobos), en pobreza de medios (ni talega, ni alforja, ni sandalias). Sólo hay que llevar las manos abiertas y regalar el mensaje, compartiendo lo que se tiene: el cansancio, la vida, la comida, la esperanza, el amor... Y entonces “vuestros huesos florecerán como un prado”, como dice la primera lectura del profeta Isaías. Entonces descubriremos que hacer de este mundo un lugar mejor para vivir –sin marginaciones de ningún tipo, sin excluir a nadie, sin odio, sin violencia– no es tan difícil. Basta con salir de la coraza defensiva de que nos solemos cubrir y abrir la mano al hermano. A partir de ahí la paz y el Reino se harán presentes en nuestras vidas. Y brotará la alabanza al Dios de la paz y de la vida.
Testigos de Jesús
Un pequeño detalle: anunciar la paz y el Reino tiene poco que ver con anunciarnos a nosotros mismos. No se trata de ser nosotros el mensaje sino los mensajeros. Es importante. Como dice Pablo en la segunda lectura, “Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de Jesucristo”. La verdadera paz nos viene regalada cuando abrimos nuestras manos al don de Dios. Cuando anunciamos a Jesús con nuestras obras y con nuestras palabras –siempre mejor más de lo primero que de lo segundo–, entonces se produce el milagro de la paz. Y el Reino se hace presente en nuestras vidas. Y se abre un resquicio para superar la violencia fratricida, esa amenaza de muerte permanente para la humanidad a lo largo de su historia.
Los cascos azules de la ONU no son exactamente mensajeros de la paz evangélica. No resuelven de verdad los conflictos. No restablecen la justicia. A veces, muchas veces, se limitan a interponerse entre los combatientes para evitar que se sigan matando. O simplemente cuentan y anotan en sus informes las violaciones al alto el fuego pero sin intervenir ni siquiera ante la muerte de inocentes. A veces son ellos mismos causa de mayores conflictos.
Podría seguir enumerando críticas a sus actuaciones. Pero si echamos una mirada a nuestra historia, los “cascos azules” son uno de los mayores pasos dados por la humanidad en el camino de la paz. Es la transformación de los ejércitos. Es hacer de las lanzas podaderas y de las espadas arados. Es un gran paso adelante en la dirección correcta. Es motivo para dar gracias a Dios.
Y para preguntarnos qué podemos hacer nosotros para ser mensajeros del anuncio evangélico de la paz y del Reino.
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