En la Primera lectura de este XIV domingo del tiempo ordinario escuchamos una profecía dirigida a la diáspora judía, sumergida en la dura realidad de la dispersión, sobre la cual Isaías proyecta una mirada de cercanía, fe y esperanza. En el Evangelio, Jesús, además de a los doce apóstoles, instruyó e envió a un grupo numeroso de discípulos para anunciar la llegada del Reino de Dios. La Segunda lectura, tomada de la carta a los Gálatas, concluye con la síntesis principal de dicho advenimiento, que reside en la vida que ha comenzado con Cristo Crucificado y que transforma al hombre en una criatura nueva, perteneciente a Dios.
La misión dada a un grupo numeroso de los discípulos proyecta la dimensión de universalidad que connota a la naturaleza misionera de la Iglesia: todo cristiano está llamado a anunciar el Evangelio por todo el mundo, con el testimonio de su vida, palabras y obras y con las actitudes evangélicas de la fraternidad, la pobreza, la constancia, la valentía profética y la confianza en el Señor.
Pero el campo misionero se extiende hasta los extremos de la tierra y escasean “obreros” dispuestos a abrazar las exigencias del anuncio evangélico, una deficiencia que sólo podrá ser superada a través de la oración, la cual ayuda a vencer el temor y a contemplar la vocación apostólica como un don de Dios, que constituye el sustrato de la vida cristiana.
Comentario bíblico
La alegría de la misión evangelizadora
Iª Lectura: Isaías (66,10-14): Una Jerusalén nueva
I.1. La primera lectura del libro de Isaías nos habla de una restauración de Jerusalén, después del luto que implica un designio de catástrofe y de muerte. Dios mismo, bajo la fuerza de Jerusalén como madre que da a luz un pueblo nuevo, se compromete a traer la paz, la justicia y, especialmente el amor, como la forma de engendrar ese pueblo nuevo. Toda la alegría de un parto se encadena en una serie de afirmaciones teológicas sobre la ciudad de Jerusalén. Desde ella hablará Dios, desde ella se podrá experimentar la misma “maternidad de Dios” con sus hijos. Porque Dios, lo que quiere, lo que busca, es la felicidad de sus hijos.
I.2. Pero esa Jerusalén no existe, hay que crearla en todas partes, allí donde cada comunidad sea capaz de sentir la acción liberadora del proyecto divino. El profeta desconocido para nosotros (la lectura de hoy pertenece al tercer Isaías, alguien de la escuela que dejó el gran profeta y maestro del siglos VIII), siente lo más íntimo de Dios y así quiere animar a la comunidad post-exílica para crear una Jerusalén nueva.
IIª Lectura: Gálatas (6,14-18): La fuerza de la cruz
II.1. La segunda lectura viene a ser el colofón a la carta más polémica de San Pablo. Una polémica que se hace en nombre de la cruz de Cristo, por la que hemos ganado la libertad cristiana, como se ponía de manifiesto el domingo pasado. Pablo se despacha ahora, con su propia mano, para firmar la carta con una verdadera “periautología”, una confidencia personal de su vida, de su amor por Cristo y por lo que le ha llevado a ser apóstol de los paganos. La cruz, aquello que antes de su conversión era una vergüenza, como para cualquier judío, se convierte en el signo de identidad del verdadero mensaje cristiano. Los cristianos debemos “gloriarnos” en esa cruz, que no es la cruz del “sacrificio” sin sentido, sino el patíbulo del amor consumado. Allí es donde los hombres de este mundo han condenado al Señor, y allí se revela más que en ninguna otra cosa ese amor de Dios y de Jesús.
II.2. Por eso Pablo no puede permitir que se oculte o se disimule la cruz del evangelio. Es más, la cruz se hace evangelio, se hace buena noticia, se hace agradable noticia, porque en ella triunfa el amor sobre el odio, la libertad sobre las esclavitudes de la Ley y de los intereses del este mundo; en ella reina la armonía del amor que todo lo entrega, que todo lo tolera, que todo lo excusa, que todo lo pasa. Pablo, pues, habla desde lo que significa la cruz como fuerza de amor y de perdón. Aquí se marca el punto álgido que acredita la verdadera identidad cristiana. El que vive de la Ley, en el fondo, se encuentra solo consigo mismo; el que vive en el ámbito del evangelio, deja de estar solo para vivir "con Cristo" o "Cristo en mí". Y ¿quién es Cristo? Pablo lo revela al principio de la carta: "el que se entregó a sí mismo por nosotros, por nuestros pecados" para darnos la gracia de la salvación.
Evangelio: Lucas (10, 1-12.17-20): La alegría de anunciar el evangelio
III.1. El evangelio (Lucas 10,1ss) es todo un programa simbólico de aquello que les espera a los seguidores de Jesús: ir por pueblos, aldeas y ciudades para anunciar el evangelio. Lucas ha querido adelantar aquí lo que será la misión de la Iglesia. El “viaje” a Jerusalén es el marco adecuado para iniciar a algunos seguidores en esta tarea que Él no podrá llevar a cabo cuando llegue a Jerusalén. El evangelista lo ha interpretado muy bien, recogiendo varias tradiciones sobre la misión que en los otros evangelistas están dispersas. El número de enviados (70 ó 72) es toda una magnitud incontable, un número que expresa plenitud, porque todos los cristianos están llamados a evangelizar. Se recurre a Num 11,24-30, los setenta ancianos de Israel que ayudan a Moisés con el don del Espíritu; o también a la lista de Gn 10 sobre los pueblos de la tierra. No se debe olvidar que Jesús está atravesando el territorio de los samaritanos, un pueblo que, tan religioso como el judío, no podía ver con buenos ojos a los seguidores de un judío galileo, como era Jesús.
III.2. El conjunto de Lc 19,2-12 es de la fuente Q; sus expresiones, además, lo delatan. Eso significa que las palabras de Jesús sobre los discípulos que han de ir a anunciar el evangelio fueron vividas con radicalidad por profetas itinerantes judeocristianos, antes que Lucas lo enseñase y aplicase a su comunidad helenista. Las dificultades, en todo caso, son las mismas para unos que para otros. El evangelio, buena noticia, no es percibido de la misma manera por todos los hombres, porque es una provocación para los intereses de este mundo. El sentido de estas palabras, con su radicalidad pertinente, se muestra a los mensajeros con el saludo de la paz (Shalom). Y además debe ser desinteresado. No se puede pagar un precio por el anuncio del Reino: ¡sería un escándalo!, aunque los mensajeros deban vivir y subsistir. Y, además, se obligan a arrostrar el rechazo… sin por ello sembrar discordias u odio.
III.3. Advirtamos que no se trata de la misión de los Doce, sino de otros muchos (72). Lo que se describe en Lc 10,1 es propio de su redacción; la intencionalidad es poner de manifiesto que toda la comunidad, todos los cristianos deben ser evangelizadores. No puede ser de otra manera, debemos insistir mucho en ese aspecto del texto de hoy. El evangelio nos libera, nos salva personalmente; por eso nos obligamos a anunciarlo a nuestros hermanos, como clave de solidaridad. Resaltemos un matiz, sobre cualquier otro, en este envío de discípulos desconocidos: volvieron llenos de alegría (v. 20), “porque se le sometían los demonios”. Esta expresión quiere decir sencillamente que el mal del mundo se vence con la bondad radical del evangelio. Es uno de los temas claves del evangelio de Lucas, y nos lo hace ver con precisión en momentos bien determinados de su obra. Los discípulos de Jesús no solamente están llamados a seguirle a Él, sino a ser anunciadores del mensaje a otros. Cuando se anuncia el evangelio liberador del Señor siempre se percibe un cierto éxito, porque son muchos los hombres y mujeres que quieren ser liberados de sus angustias y de sus soledades. ¡Debemos confiar en la fuerza del evangelio!
Todo cristiano está llamado a anunciar el Evangelio por el mundo entero, empezando por su propio entorno.
El profeta Isaías contempla a la diáspora judía, extendida a lo largo del Imperio persa y del Mediterráneo, y sueña con su reunificación en la ciudad mística de Jerusalén. Jerusalén, fuente de consolación, es paragonada con una madre de familia que reúne entorno a sí a sus hijos, con delicadeza sostiene en sus brazos al más pequeño y le alimenta con su pecho. Es el símbolo de la Iglesia, que une a los hombres entre sí, protege con especial ternura a los más débiles y se convierte en una inconfundible transmisora de paz, anunciada por los apóstoles, pero también por todos aquellos que siguiendo su testimonio, fueron llamados y enviados por el Señor para que, a lo largo de los siglos, fueran testigos de la venida del Reino de Dios y de su presencia en el mundo. Por eso, no estaría de más preguntarme a mí mismo; ¿de quién estoy dando testimonio: de mí, del Crucificado sin resurrección, del Resucitado sin cruz, de las modas de este mundo…? ¿Quiénes son los más débiles de mi época? ¿A caso no todos los hombres tienen debilidades? ¿Cómo me dirijo a ellas: con compasión, gratuidad, indiferencia, como un peso obligado…?
Todos los cristianos formamos parte de la multitud ininterrumpida de discípulos que pregonan la cercanía de ese Reino de verdad, justicia, amor y paz, por todas las naciones, culturas y ambientes. Porque la misión de evangelizar no es exclusiva de unos pocos, sino que es la vocación de todo cristiano, llamado a anunciar de hombre a hombre, el mensaje y la vida que el Hijo de Dios nos legó como el más preciado tesoro para la humanidad. Una tarea que comienza en el corazón y termina en los labios y en unos hechos, que no se limitan a marchar a un país lejano para hablar de Cristo, sino que comienzan por darlo a conocer en las plazas de nuestro barrio y entre las paredes de nuestro hogar, con el vecino, el cliente del trabajo, el emigrante sin papeles, el adolescente problemático o el anciano desamparado. Sería un buen momento para reflexionar sobre la situación actual de mi barrio, de mi ambiente de trabajo y de aquellas personas que Dios va poniendo en mi camino y preguntarme: ¿qué estoy haciendo por ellas? ¿Qué imagen de Jesús les estoy haciendo llegar?
El anuncio del Evangelio no ha de limitarse a la comunicación temerosa de una doctrina, sino que ha de transformarse en un estilo de vida que responda a las inquietudes y problemáticas de cada época
El actual empobrecido contacto auténtico con la vida exhorta a escuchar empáticamente los sentimientos del corazón, liberándose de la fragmentariedad, del consumo superfluo y de la aceleración neurótica del tiempo. Es la exhortación a cimentarse en una base sobre la cual construir la existencia personal y social, que haga frente al deterioro del concepto de familia, los conflictos étnicos e interreligiosos, la indiferencia ética, la búsqueda obsesiva de los propios intereses, la pérdida del sentido de la vida, la resistencia a tomar decisiones, el descenso de la natalidad, el aborto y la eutanasia. Porque el cristianismo no es una religión del libro, sino de la Palabra del Verbo, llamada a comunicar la novedad de Cristo a quienes consideran que se trata de una figura superada y a aquellos que apenas han oído hablar de Él o poseen una imagen deformada del mismo. Pero ¿cómo estoy anunciando el Evangelio: como un intelectual, que sabe mucha doctrina, destaca por su verborrea y se gana los aplausos de este mundo, sin más trascendencia? ¿Como aquel que se implica en la realidad social y la interpreta desde el Evangelio, ayudando al prójimo y amando al enemigo?
Más allá de la tibieza, la comodidad, el desánimo o la tentación de ocultar sus creencias, el cristiano ha de partir de sus conocimientos y experiencias, interrogándose en qué consiste su esperanza, qué tiene que ofrecer al mundo y lo que no puede ofrecerle, comprometiéndose a partir de sus propias raíces y despreocupándose de las seguridades terrestres, para poner su fuerza en Dios, quien le da potestad para afrontar las situaciones más difíciles, superando el respeto humano ante el qué pensarán o dirán. Pero ¿me fío realmente de Dios, de que me protege en todo momento, o por el contrario, me da vergüenza decir que soy cristiano, por miedo a que me insulten o me consideren un anticuado o un ignorante?
El fin de la misión radica en alcanzar la unión con Dios a través del seguimiento de Cristo.
¿Cuál ha de ser el fin de la misión? Aquellos 72, símbolo de todos los cristianos esparcidos por el mundo, se sienten dichosos con la misión realizada y le cuentan a Jesús sus proezas misioneras. Éste les hace ver que las hazañas misioneras sólo obtienen su valor en la búsqueda del verdadero fin de la existencia, que radica en nuestro destino eterno con el Dios de la vida, que da sentido a los éxitos apostólicos y a las adversidades de la misión cristiana. Porque, como nos enseña San Pablo en la Segunda lectura, la existencia cristiana se fundamenta en el apropiarse de la vida de Cristo en su realidad histórica, especialmente en el misterio de la cruz, hasta el punto de transformar al cristiano en una nueva creatura, que se manifiesta a los demás como pertenencia de Dios. Una realidad que me invita a interrogarme: ¿estoy buscando a Dios en mi misión, le descubro en el rostro de aquellos con los que convivo, o por el contrario me estoy buscando a mí mismo, dejándome llevar por el deseo de los reconocimientos sociales? ¿Qué significa para mí la cruz? ¿Huyo de ella?
El rechazo ante la llegada del Reino exige la recuperación del carácter personalista de la experiencia cristiana y la constancia en el anuncio del mismo.
Es la experiencia ardua y gozosa del cristiano, quien no predica realidades sensiblemente atractivas, sino la llegada del Reino de Dios, en medio de un mundo a menudo reacio a los valores evangélicos, que antepone su confianza en los medios humanos a la fuerza misteriosa de Dios. Un Reino de Dios que está dentro de cada hombre que descubre su razón de ser y el móvil de sus acciones en el amor a Dios y al prójimo, estableciendo una unión con Dios, que se proyecte a cualquier circunstancia de su vida, sin olvidar que sólo Él puede calmar la sed del sin sentido y curar la enfermedad del pecado.
No faltan las ciudades que no escuchan a los cristianos, enviados “como corderos en medio de lobos”. Saludar no significa alejarnos de las realidades humanas, sino pararnos y descentrarnos de la meta propuesta y del camino comenzado, de esta vida de Dios en nosotros y de ese vivir nuestro de Dios. El cristiano ha de ser un caminante que prepare el lugar por donde el Señor ha de pasar, suscitando una adhesión libre a la paz que nace del corazón que busca en paz, transformando el mundo según el Evangelio y convirtiendo a la fe profesada en una vida alimentada por la fraternidad. No tenemos que buscar nuevas emociones, sino vivir en la casa de Dios permanentemente, rechazando aquellas ideologías que se oponen al Evangelio, para zambullirnos en las maravillas que Dios puede realizar en cada ser humano, transformando su vida y su realidad social, hasta hacerle salir de sí mismo para llevar a los demás la alegría que nace del corazón.
El alejamiento del cristianismo de muchos se debe en parte a la ausencia del anuncio evangélico de una manera creíble, capaz de responder al anhelo de plenitud que se encuentra en todo ser y que no se puede saciar con conceptos ni valores, sino con el encuentro con un gran amor, una persona o un acontecimiento, que defina radicalmente la vida y la reconduzca hacia un horizonte de libertad. Nuestro presente demanda la recuperación del carácter personalista de la experiencia cristiana, manteniendo vivas ciertas preguntas que es preciso que cada generación se vuelva a hacer y no dé por resueltas: ¿quién eres? ¿Por qué cosas te afanas? ¿Persigues cosas que pasan o a Aquél que no pasa?
Hna. Ascensión Matas
Misionera de Santo Domingo
La misión dada a un grupo numeroso de los discípulos proyecta la dimensión de universalidad que connota a la naturaleza misionera de la Iglesia: todo cristiano está llamado a anunciar el Evangelio por todo el mundo, con el testimonio de su vida, palabras y obras y con las actitudes evangélicas de la fraternidad, la pobreza, la constancia, la valentía profética y la confianza en el Señor.
Pero el campo misionero se extiende hasta los extremos de la tierra y escasean “obreros” dispuestos a abrazar las exigencias del anuncio evangélico, una deficiencia que sólo podrá ser superada a través de la oración, la cual ayuda a vencer el temor y a contemplar la vocación apostólica como un don de Dios, que constituye el sustrato de la vida cristiana.
Comentario bíblico
La alegría de la misión evangelizadora
Iª Lectura: Isaías (66,10-14): Una Jerusalén nueva
I.1. La primera lectura del libro de Isaías nos habla de una restauración de Jerusalén, después del luto que implica un designio de catástrofe y de muerte. Dios mismo, bajo la fuerza de Jerusalén como madre que da a luz un pueblo nuevo, se compromete a traer la paz, la justicia y, especialmente el amor, como la forma de engendrar ese pueblo nuevo. Toda la alegría de un parto se encadena en una serie de afirmaciones teológicas sobre la ciudad de Jerusalén. Desde ella hablará Dios, desde ella se podrá experimentar la misma “maternidad de Dios” con sus hijos. Porque Dios, lo que quiere, lo que busca, es la felicidad de sus hijos.
I.2. Pero esa Jerusalén no existe, hay que crearla en todas partes, allí donde cada comunidad sea capaz de sentir la acción liberadora del proyecto divino. El profeta desconocido para nosotros (la lectura de hoy pertenece al tercer Isaías, alguien de la escuela que dejó el gran profeta y maestro del siglos VIII), siente lo más íntimo de Dios y así quiere animar a la comunidad post-exílica para crear una Jerusalén nueva.
IIª Lectura: Gálatas (6,14-18): La fuerza de la cruz
II.1. La segunda lectura viene a ser el colofón a la carta más polémica de San Pablo. Una polémica que se hace en nombre de la cruz de Cristo, por la que hemos ganado la libertad cristiana, como se ponía de manifiesto el domingo pasado. Pablo se despacha ahora, con su propia mano, para firmar la carta con una verdadera “periautología”, una confidencia personal de su vida, de su amor por Cristo y por lo que le ha llevado a ser apóstol de los paganos. La cruz, aquello que antes de su conversión era una vergüenza, como para cualquier judío, se convierte en el signo de identidad del verdadero mensaje cristiano. Los cristianos debemos “gloriarnos” en esa cruz, que no es la cruz del “sacrificio” sin sentido, sino el patíbulo del amor consumado. Allí es donde los hombres de este mundo han condenado al Señor, y allí se revela más que en ninguna otra cosa ese amor de Dios y de Jesús.
II.2. Por eso Pablo no puede permitir que se oculte o se disimule la cruz del evangelio. Es más, la cruz se hace evangelio, se hace buena noticia, se hace agradable noticia, porque en ella triunfa el amor sobre el odio, la libertad sobre las esclavitudes de la Ley y de los intereses del este mundo; en ella reina la armonía del amor que todo lo entrega, que todo lo tolera, que todo lo excusa, que todo lo pasa. Pablo, pues, habla desde lo que significa la cruz como fuerza de amor y de perdón. Aquí se marca el punto álgido que acredita la verdadera identidad cristiana. El que vive de la Ley, en el fondo, se encuentra solo consigo mismo; el que vive en el ámbito del evangelio, deja de estar solo para vivir "con Cristo" o "Cristo en mí". Y ¿quién es Cristo? Pablo lo revela al principio de la carta: "el que se entregó a sí mismo por nosotros, por nuestros pecados" para darnos la gracia de la salvación.
Evangelio: Lucas (10, 1-12.17-20): La alegría de anunciar el evangelio
III.1. El evangelio (Lucas 10,1ss) es todo un programa simbólico de aquello que les espera a los seguidores de Jesús: ir por pueblos, aldeas y ciudades para anunciar el evangelio. Lucas ha querido adelantar aquí lo que será la misión de la Iglesia. El “viaje” a Jerusalén es el marco adecuado para iniciar a algunos seguidores en esta tarea que Él no podrá llevar a cabo cuando llegue a Jerusalén. El evangelista lo ha interpretado muy bien, recogiendo varias tradiciones sobre la misión que en los otros evangelistas están dispersas. El número de enviados (70 ó 72) es toda una magnitud incontable, un número que expresa plenitud, porque todos los cristianos están llamados a evangelizar. Se recurre a Num 11,24-30, los setenta ancianos de Israel que ayudan a Moisés con el don del Espíritu; o también a la lista de Gn 10 sobre los pueblos de la tierra. No se debe olvidar que Jesús está atravesando el territorio de los samaritanos, un pueblo que, tan religioso como el judío, no podía ver con buenos ojos a los seguidores de un judío galileo, como era Jesús.
III.2. El conjunto de Lc 19,2-12 es de la fuente Q; sus expresiones, además, lo delatan. Eso significa que las palabras de Jesús sobre los discípulos que han de ir a anunciar el evangelio fueron vividas con radicalidad por profetas itinerantes judeocristianos, antes que Lucas lo enseñase y aplicase a su comunidad helenista. Las dificultades, en todo caso, son las mismas para unos que para otros. El evangelio, buena noticia, no es percibido de la misma manera por todos los hombres, porque es una provocación para los intereses de este mundo. El sentido de estas palabras, con su radicalidad pertinente, se muestra a los mensajeros con el saludo de la paz (Shalom). Y además debe ser desinteresado. No se puede pagar un precio por el anuncio del Reino: ¡sería un escándalo!, aunque los mensajeros deban vivir y subsistir. Y, además, se obligan a arrostrar el rechazo… sin por ello sembrar discordias u odio.
III.3. Advirtamos que no se trata de la misión de los Doce, sino de otros muchos (72). Lo que se describe en Lc 10,1 es propio de su redacción; la intencionalidad es poner de manifiesto que toda la comunidad, todos los cristianos deben ser evangelizadores. No puede ser de otra manera, debemos insistir mucho en ese aspecto del texto de hoy. El evangelio nos libera, nos salva personalmente; por eso nos obligamos a anunciarlo a nuestros hermanos, como clave de solidaridad. Resaltemos un matiz, sobre cualquier otro, en este envío de discípulos desconocidos: volvieron llenos de alegría (v. 20), “porque se le sometían los demonios”. Esta expresión quiere decir sencillamente que el mal del mundo se vence con la bondad radical del evangelio. Es uno de los temas claves del evangelio de Lucas, y nos lo hace ver con precisión en momentos bien determinados de su obra. Los discípulos de Jesús no solamente están llamados a seguirle a Él, sino a ser anunciadores del mensaje a otros. Cuando se anuncia el evangelio liberador del Señor siempre se percibe un cierto éxito, porque son muchos los hombres y mujeres que quieren ser liberados de sus angustias y de sus soledades. ¡Debemos confiar en la fuerza del evangelio!
Fray Miguel de Burgos Núñez
Lector y Doctor en Teología. Licenciado en Sagrada Escritura
Lector y Doctor en Teología. Licenciado en Sagrada Escritura
Pautas para la homilía
Todo cristiano está llamado a anunciar el Evangelio por el mundo entero, empezando por su propio entorno.
El profeta Isaías contempla a la diáspora judía, extendida a lo largo del Imperio persa y del Mediterráneo, y sueña con su reunificación en la ciudad mística de Jerusalén. Jerusalén, fuente de consolación, es paragonada con una madre de familia que reúne entorno a sí a sus hijos, con delicadeza sostiene en sus brazos al más pequeño y le alimenta con su pecho. Es el símbolo de la Iglesia, que une a los hombres entre sí, protege con especial ternura a los más débiles y se convierte en una inconfundible transmisora de paz, anunciada por los apóstoles, pero también por todos aquellos que siguiendo su testimonio, fueron llamados y enviados por el Señor para que, a lo largo de los siglos, fueran testigos de la venida del Reino de Dios y de su presencia en el mundo. Por eso, no estaría de más preguntarme a mí mismo; ¿de quién estoy dando testimonio: de mí, del Crucificado sin resurrección, del Resucitado sin cruz, de las modas de este mundo…? ¿Quiénes son los más débiles de mi época? ¿A caso no todos los hombres tienen debilidades? ¿Cómo me dirijo a ellas: con compasión, gratuidad, indiferencia, como un peso obligado…?
Todos los cristianos formamos parte de la multitud ininterrumpida de discípulos que pregonan la cercanía de ese Reino de verdad, justicia, amor y paz, por todas las naciones, culturas y ambientes. Porque la misión de evangelizar no es exclusiva de unos pocos, sino que es la vocación de todo cristiano, llamado a anunciar de hombre a hombre, el mensaje y la vida que el Hijo de Dios nos legó como el más preciado tesoro para la humanidad. Una tarea que comienza en el corazón y termina en los labios y en unos hechos, que no se limitan a marchar a un país lejano para hablar de Cristo, sino que comienzan por darlo a conocer en las plazas de nuestro barrio y entre las paredes de nuestro hogar, con el vecino, el cliente del trabajo, el emigrante sin papeles, el adolescente problemático o el anciano desamparado. Sería un buen momento para reflexionar sobre la situación actual de mi barrio, de mi ambiente de trabajo y de aquellas personas que Dios va poniendo en mi camino y preguntarme: ¿qué estoy haciendo por ellas? ¿Qué imagen de Jesús les estoy haciendo llegar?
El anuncio del Evangelio no ha de limitarse a la comunicación temerosa de una doctrina, sino que ha de transformarse en un estilo de vida que responda a las inquietudes y problemáticas de cada época
El actual empobrecido contacto auténtico con la vida exhorta a escuchar empáticamente los sentimientos del corazón, liberándose de la fragmentariedad, del consumo superfluo y de la aceleración neurótica del tiempo. Es la exhortación a cimentarse en una base sobre la cual construir la existencia personal y social, que haga frente al deterioro del concepto de familia, los conflictos étnicos e interreligiosos, la indiferencia ética, la búsqueda obsesiva de los propios intereses, la pérdida del sentido de la vida, la resistencia a tomar decisiones, el descenso de la natalidad, el aborto y la eutanasia. Porque el cristianismo no es una religión del libro, sino de la Palabra del Verbo, llamada a comunicar la novedad de Cristo a quienes consideran que se trata de una figura superada y a aquellos que apenas han oído hablar de Él o poseen una imagen deformada del mismo. Pero ¿cómo estoy anunciando el Evangelio: como un intelectual, que sabe mucha doctrina, destaca por su verborrea y se gana los aplausos de este mundo, sin más trascendencia? ¿Como aquel que se implica en la realidad social y la interpreta desde el Evangelio, ayudando al prójimo y amando al enemigo?
Más allá de la tibieza, la comodidad, el desánimo o la tentación de ocultar sus creencias, el cristiano ha de partir de sus conocimientos y experiencias, interrogándose en qué consiste su esperanza, qué tiene que ofrecer al mundo y lo que no puede ofrecerle, comprometiéndose a partir de sus propias raíces y despreocupándose de las seguridades terrestres, para poner su fuerza en Dios, quien le da potestad para afrontar las situaciones más difíciles, superando el respeto humano ante el qué pensarán o dirán. Pero ¿me fío realmente de Dios, de que me protege en todo momento, o por el contrario, me da vergüenza decir que soy cristiano, por miedo a que me insulten o me consideren un anticuado o un ignorante?
El fin de la misión radica en alcanzar la unión con Dios a través del seguimiento de Cristo.
¿Cuál ha de ser el fin de la misión? Aquellos 72, símbolo de todos los cristianos esparcidos por el mundo, se sienten dichosos con la misión realizada y le cuentan a Jesús sus proezas misioneras. Éste les hace ver que las hazañas misioneras sólo obtienen su valor en la búsqueda del verdadero fin de la existencia, que radica en nuestro destino eterno con el Dios de la vida, que da sentido a los éxitos apostólicos y a las adversidades de la misión cristiana. Porque, como nos enseña San Pablo en la Segunda lectura, la existencia cristiana se fundamenta en el apropiarse de la vida de Cristo en su realidad histórica, especialmente en el misterio de la cruz, hasta el punto de transformar al cristiano en una nueva creatura, que se manifiesta a los demás como pertenencia de Dios. Una realidad que me invita a interrogarme: ¿estoy buscando a Dios en mi misión, le descubro en el rostro de aquellos con los que convivo, o por el contrario me estoy buscando a mí mismo, dejándome llevar por el deseo de los reconocimientos sociales? ¿Qué significa para mí la cruz? ¿Huyo de ella?
El rechazo ante la llegada del Reino exige la recuperación del carácter personalista de la experiencia cristiana y la constancia en el anuncio del mismo.
Es la experiencia ardua y gozosa del cristiano, quien no predica realidades sensiblemente atractivas, sino la llegada del Reino de Dios, en medio de un mundo a menudo reacio a los valores evangélicos, que antepone su confianza en los medios humanos a la fuerza misteriosa de Dios. Un Reino de Dios que está dentro de cada hombre que descubre su razón de ser y el móvil de sus acciones en el amor a Dios y al prójimo, estableciendo una unión con Dios, que se proyecte a cualquier circunstancia de su vida, sin olvidar que sólo Él puede calmar la sed del sin sentido y curar la enfermedad del pecado.
No faltan las ciudades que no escuchan a los cristianos, enviados “como corderos en medio de lobos”. Saludar no significa alejarnos de las realidades humanas, sino pararnos y descentrarnos de la meta propuesta y del camino comenzado, de esta vida de Dios en nosotros y de ese vivir nuestro de Dios. El cristiano ha de ser un caminante que prepare el lugar por donde el Señor ha de pasar, suscitando una adhesión libre a la paz que nace del corazón que busca en paz, transformando el mundo según el Evangelio y convirtiendo a la fe profesada en una vida alimentada por la fraternidad. No tenemos que buscar nuevas emociones, sino vivir en la casa de Dios permanentemente, rechazando aquellas ideologías que se oponen al Evangelio, para zambullirnos en las maravillas que Dios puede realizar en cada ser humano, transformando su vida y su realidad social, hasta hacerle salir de sí mismo para llevar a los demás la alegría que nace del corazón.
El alejamiento del cristianismo de muchos se debe en parte a la ausencia del anuncio evangélico de una manera creíble, capaz de responder al anhelo de plenitud que se encuentra en todo ser y que no se puede saciar con conceptos ni valores, sino con el encuentro con un gran amor, una persona o un acontecimiento, que defina radicalmente la vida y la reconduzca hacia un horizonte de libertad. Nuestro presente demanda la recuperación del carácter personalista de la experiencia cristiana, manteniendo vivas ciertas preguntas que es preciso que cada generación se vuelva a hacer y no dé por resueltas: ¿quién eres? ¿Por qué cosas te afanas? ¿Persigues cosas que pasan o a Aquél que no pasa?
Hna. Ascensión Matas
Misionera de Santo Domingo
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