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sábado, 31 de julio de 2010

Un test de confianza de Ignacio de Loyola



Hoy celebramos la fiesta de San Ignacio de Loyola. Hay un episodio en su vida, cuando decide embarcarse a Tierra Santa para seguir incluso “in situ” a Jesús de Nazaret que es muy revelador, pues él mismo, en la radicalidad de su seguimiento se hace un test del grado de su confianza en Dios. Una pregunta muy pertinente para el mundo en que vivimos hoy-

Lo cuento así en mi novela histórica El caballero de las dos banderas:

Pero lo que obsesionaba por entonces al peregrino era embarcarse cuanto antes hacia Tierra Santa. Con frecuencia se le veía en el puerto sentando en los cordelares perdiendo su mirada más allá de las jarcias y velámenes y preguntando a marineros y contramaestres si alguna nave zarparía pronto y podría llevarle a Italia, donde sacar el necesario salvoconducto para Jerusalén.

Un día le dijo Íñigo a Isabel:

–¡Mañana parto rumbo a Italia, Isabel!

–¿Qué decís? ¿Acaso tenéis ya pasaje?

–Si, lo acabo de concertar con un bergantín armado, que zarpa en seguida.

–¿Un bergantín? De ninguna manera, Íñigo. Eso es una locura. No lo consentiremos. No iréis sino en un navío mayor.

Íñigo cedió ante las insistencias de Isabel. Y, azares de la vida o mano de la Providencia, sucedió que el bergantín apenas salido de puerto, zozobró y se hundió con toda su tripulación y sus pasajeros.

Mientras esperaba algún otro barco, no faltaban algunos conocidos que se le ofrecían para acompañarle en el viaje, pero él se negaba una y otra vez.” Y aunque se le ofrecían algunas compañías, –relata– no quiso ir sino solo; que toda su cosa era tener a solo Dios por refugio. Y así un día a unos que le mucho instaban, porque no sabía lengua italiana ni latina, para que tomase una compañía, diciéndole cuánto le ayudaría, y loándosela mucho, él dijo que, aunque fuese hijo o hermano del duque de Cardona, no iría en su compañía; porque él deseaba tener tres virtudes: caridad y fe y esperanza; y llevando un compañero, cuando tuviese hambre, esperaría ayuda dél; y cuando cayese, que le ayudaría a levantar; y así también se confiara dél y le tendría afición por estos respectos; y que esta confianza y afición y esperanza la quería tener en solo Dios. Y esto, que decía de esta manera, lo sentía así en su corazón. Y con estos pensamientos él tenía deseos de embarcarse, no solamente solo, mas sin ninguna provisión. Y empezando a negociar la embarcación, alcanzó del maestro de la nave que le llevase de valde, pues que no tenía dineros, mas con tal condición, que había de meter en la nave algún biscocho para mantenerse, y que de otra manera de ningún modo del mundo le recibirían”.

Aquí se le volvió a presentar el problema de los escrúpulos. Si llevaba el “biscocho” o alimento consigo, ¿dónde quedaba la confianza en Dios? De modo que se determinó a acudir al confesor.

–Mi deseo es seguir a nuestro Serñor, padre –le dijo–, y hacer todo a mayor gloria de Dios. Pero si llevo conmigo mantenimiento, no pondré en Él mi confianza.

El confesor le miró sonriendo.

–Dejaos de escrúpulos. Yo os autorizo que pidáis lo necesario y lo llevéis con vos, como os ha exigido el maestro de la nave.

Aquella misma tarde se dirigió a una señora que solía socorrerle y le pidió que le diera para alimentarse durante el viaje. Esta, con extrañeza, le preguntó:

–¿Pero hacia dónde os queréis embarcar, hombre de Dios?

Íñigo dudó. “Si digo Jerusalén, me va a dar vanagloria”, por lo que respondió:

–A Italia y Roma voy, señora mía.

La dama frunció el ceño.

–¿A Roma queréis ir? ¡Pues los que van allí no sé como vienen!

Y explica Íñigo:”Queriendo decir que se aprovechaban en Roma poco de cosas de espíritu”. Es decir que ya no gozaba por entonces Roma fama de ser precisamente un espejo de virtudes cristianas.

A mi rubio caballero le quedaba tal temor a la vanagloria que ocultaba su nombre, la familia a la que pertenecía y la tierra de donde procedía, cuando alguien se lo preguntaba. Otra avispada mujer, a la que pidió ayuda para el viaje, le miró las manos y la distinción que siempre conservaría en su rostro y le espetó:

–Cierto que parecéis un mal hombre, cuando así andáis por el mundo. Mejor fuera tornaros a casa, en vez de ir vagando por ahí como un perdido.

–Bien decís, buena señora, que no soy otra cosa–respondió Íñigo.

La mujer quedó tan impactada con la respuesta que le dio pan, vino y otras cosas para el viaje.

De modo que al final se hizo con su biscocho y se presentó en el puerto, que no era más que una playa con un embarcadero, dispuesto a zarpar en torno al día de san José. “Mas hallándose en la playa con cinco o seis blancas, de las que le habían dado pidiendo por las puertas (porque de esta manera solía vivir), las dejó en un banco que halló allí junto a la playa”.

Así, sin blanca, desde cubierta contempló cómo se empequeñecían las casas de Barcelona, donde había permanecido poco más de veinte días, intentando buscar inútilmente personas espirituales con las que conversar. Un ansia que se le apaciguó desde entonces. Se pasaba el día “en continua oración, ora sobre cubierta, o en los sitios más bajos y solitarios de la nave” y se limitaba a una sola refección, la del medio día, quedándose todas las noches sin cenar. Así lo comprobó con sus propios ojos el mozo del quince años Gabriel Perpiña, que con los años llegaría a ordenarse de presbítero. A veces se metía en la sentina con un calor sofocante, mientras fuera los soldados borrachos alborotaban toda la noche. Cuando estos callaban, subía a cubierta y miraba las estrellas o la luna rielando sobre las olas, mientras su alma se perdía, al cerrar sus ojos, en un mar más anchuroso aún.

(De El caballero de las dos banderas, ed. Mz. Roca)

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