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sábado, 24 de julio de 2010

Voz del verbo pedir ...


XVII Domingo del Tiempo Ordinario - Ciclo C
Por A. Pronzato

Me he atrevido a hablar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza... (Gén 18,20-32).
Por el bautismo fuisteis sepultados con Cristo y habéis resucitado con él, porque habéis creído en la fuerza de Dios que lo resucitó... (Col 2,12-14).
...Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá... (Lc 11,1-13).

La novedad del regateo

Dos escenas que quedan clavadas en la memoria. El estupendo regateo entre Abrahán y Dios (primera lectura).
El concitado coloquio nocturno entre un individuo inoportuno y el amigo despertado de sobresalto a medianoche (evangelio).
Ambos tratos se desarrollan entre lo bajo y lo alto (si bien en el segundo caso se trata de un «alto» muy relativo: una ventana a pocos metros de la carretera).
Una oración de intercesión y una oración de petición. Ambas bajo el signo de la insistencia, del coraje, de la confianza, incluso de la lucha. Al final ambas son escuchadas.
Abrahán, después de una extenuante negociación durante la cual, progresivamente, haciendo un inventario más realista de la «mercancía» de que dispone para el canje, se ve obligado a reducir sensiblemente la propia oferta, y termina poniendo en el platillo de la balanza los hipotéticos «diez justos», a cambio de la salvación de Sodoma y Gomorra.
Dios acepta esa «cifra» un poco ajustada (el precio que el hombre puede pagar es siempre infinitamente desproporcionado, por defecto... Pero la copertura viene asegurada por la generosidad de Dios y luego por la fe, no por el mérito).
Tres observaciones:
-La oración audaz de Abrahán representa un cambio determinante en las relaciones entre Dios y la humanidad pecadora. Es una etapa definitiva, original, en la reflexión teológica. Lo subraya uno de los estudiosos más acreditados del antiguo testamento: Gerhard von Rad. Siempre en el ámbito de una mentalidad no individualista, sino de corresponsabilidad, apunta una sospecha: quizás también un escuálido grupo de «justos» puede tener un peso tal en la justicia de Dios que lo mueva a «indultar» a una colectividad culpable de las más grandes infamias.
«La ley de la solidaridad en el pecado tiene el propio revés en la ley de la sustitución».
Hasta ese momento las culpas de uno o de pocos eran pagadas por toda la colectividad. Ahora Abrahán se bate, con humildad, pero también con decisión, para que la inocencia de una minoría sea motivo de perdón para todos los otros pecadores.
-Abrahán no se dirige a Dios de igual a igual. No tiene ni razones ni derechos que alegar. No pretende razonar o discutir con su Señor. Se reconoce, por el contrario, «polvo y ceniza».
Su lenguaje se caracteriza por la modestia, por la emoción, incluso por la angustia. Tiene «el corazón agitado», como sugiere Lutero. Pero según se desarrolla el diálogo y Dios va reduciendo más sus exigencias, y Abrahán descubre encontrarse frente a una «justicia» dispuesta a dar espacio al perdón, el hombre se va animando más y más, por lo que se atreve a insistir una y otra vez.
Su esperanza y su audacia crecen cuanto más se encuentra frente a la gracia benévola de Yahvé, y cuanto más descubre que en Dios «la voluntad de salvar prevalece sobre la de castigar».
-En el texto del diálogo-debate preciso, no resulta que Abrahán se coloque entre los diez «justos».
Es verdad que él es un forastero. Pero no se hace ilusiones de prestar la propia inocencia como ayuda a las ciudades «enemigas» amenazadas. En la negociación con Yahvé hace valer el peso, no de las propias virtudes, sino de su«polvo y ceniza».
La fe, no la inocencia, le da la osadía de hablar con su Señor. Se permite rezar por los otros, interceder por los pecadores, sólo si dejando atrás una postura de superioridad, se solidariza uno con ellos.
El uno no viene de la tierra
La negociación de Abrahán se interrumpe al llegar a diez. Por debajo de ese número, ya tan exiguo, no se atreve a bajar. Desde un punto de vista humano, con aquellos «diez justos», piensa que ha tocado fondo.
La aritmética de los hombres, aunque osada e incluso temeraria, no logra alcanzar aún algo (¡alguien!) por debajo de ese número.
Y, sin embargo, se deberá llegar al uno. Pero ya no será cuestión de contabilidad y de lógica de los hombres. Será Dios mismo quien realice esa operación imposible. El Hijo de Dios será el uno, el único inocente, que expiará y obtendrá la salvación para la «multitud».
Nos lo recuerda san Pablo (segunda lectura): «Estabais muertos por vuestros pecados...; pero Dios os dio vida en Cristo, perdonándoos todos los pecados. Borró el protocolo que nos condenaba con sus cláusulas y era contrario a nosotros; lo quitó de en medio, clavándolo en la cruz».
La negociación, iniciada por Abrahán, entre lo bajo y lo alto, se concluye, más allá de cualquier expectativa, en el Calvario. Solamente la cruz es la que permite anular totalmente la distancia, colmar el déficit, y cambiar las condiciones desfavorables en condiciones increíblemente favorables para la humanidad.
(Surge la sospecha de que Dios haya esperado durante mucho tiempo antes de que Abrahán localizara en la tierra diez justos. Abrahán debe reconocer que sobre la tierra no existe un solo «justo». Y entonces Dios provee para mandar aquí abajo uno que no se encuentra en medio de los hombres...).
El peso de los hijos
La perspectiva del evangelio sobre la oración cambia radicalmente. No se trata ya de apelar -como Abrahán- al «juez de la tierra», sino a un Dios que es Padre, es más Abbá (papá).
Es Cristo mismo quien nos autoriza a dirigirnos hacia lo alto con esta palabra-clave que abre de par en par todas las puertas, incluso más inaccesibles, y legitima las aspiraciones más imposibles.
Y no se trata ya de poner sobre la balanza el peso de los «justos», sino nuestra condición de «hijos».
El miedo se supera definitivamente a través de este nuevo clima de confianza y de amor que caracteriza las relaciones entre los dos polos extremos.
El «Padre nuestro» se convierte en la oración tipo de los hijos que «osan» pedir todo al Padre para la realización de su Reino y para cuanto afecta a su vida precaria de aquí abajo.
Piden y se comprometen al mismo tiempo.
El hijo, en efecto, no es alguien que se limita a «esperar», sino alguien que colabora.
No hay nada de lo que pedimos en esa oración y en las otras oraciones que nos dispense de actuar. Dios nos escucha, ciertamente. Pero pretende que también los hijos lo «escuchen».

La oración nos permite «escuchar» lo que Dios espera de nosotros: exactamente las mismas cosas que pedimos a él.
La catequesis de Lucas sobre la oración constituye una urgente invitación a la confianza y... a la insistencia, con la certeza de ser escuchados.
Basta precisar que Dios nos escucha, pero no en los tiempos y en los modos que fijamos nosotros.
Una seguridad de fondo: «... Vuestro Padre celestial dará el Espíritu santo a los que se lo piden».
Entonces, el Espíritu es principio de libertad y de imprevisibilidad. Dios nos escucha ciertamente. Pero a su modo. O sea, según su generosidad infinita de Padre, no a nuestro modo, que siempre es reductivo respecto a los proyectos divinos.
Para ventaja nuestra el Padre no nos toma con frecuencia la palabra al pie de la letra.
La oración oída es la oración que nos transforma, que nos hace entrar, bajo el impulso del Espíritu, en el proyecto de Dios, que nos injerta en su acción.
Personalmente, prefiero un Dios que me sorprende a un Dios que me contenta.
Me fío más de sus «respuestas» que de mis «preguntas», de su don que de mis peticiones.

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