“¿Y quién es mi prójimo?”. Lucas 10:29. En el Reino, no hay nadie que no es tu prójimo.
Por Nathan Stone, S.J.
Por Nathan Stone, S.J.
Hay preguntas ingenuas, que se formulan para suscitar información. Estas nacen de una curiosidad sincera. Son las preguntas de los niños, “¿por qué...?”. Hay también pregunta retóricas, las que son declaraciones invertidas. “¿Para qué tenemos bandera?”, por ejemplo. No necesitan respuestas, pues, ¿para qué contestar, si todos saben la respuesta?
Existe además otra especie de pregunta, la insidiosa y mal intencionada, cuya ironía clava como un cuchillazo por la espalda. Éstas son las capciosas. Pretenden silenciar y amenazar, lanzar la piedra y esconder la mano. “Estamos preguntando, no más”. “Conteste, pues”... “¿y el diálogo?”.
Así es el caso del doctor de la Ley, cuando pregunta a Jesús, “¿y quién es mi prójimo?”. El doctor desea distanciarse, calcular los costos colaterales del famoso prójimo. En este mundo estrecho y dividido, se requiere una cierta definición sobre quiénes hay que contar como cercanos, y quienes descontar como quienes no cuentan para nada.
Su lógica es así: “¿Dónde pongo la línea?”. “¿Quiénes son mis amigos, y quiénes mis enemigos?”. “¿Quién pertenece a mi bando, y quiénes son de la pandilla de la otra esquina?”. “¿Hasta dónde llega mi responsabilidad?”. “¿Me quedo con mi secta, mi curso, mi patrulla?”. “¿Mi movimiento, mi club, mi comunidad?”. “¿El uniforme, la camiseta, la onda?”. “¿Mi barrio, mi región, mi nación?”. “Y, los demás, hasta luego”. El amor es para un grupo selecto. Si no, parece chacota.
Jesús no se deja silenciar. La pregunta del doctor es mezquina. El Maestro responde con una historia. “Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó”...
Y ahí está el pobre doctor de la Ley, obligado a meditar al enemigo cercano, un samaritano. Este supuesto traidor se conmueve por el dolor ajeno, y venda las heridas de un hijo de Israel, abandonado por los suyos. Los esquemas y presupuestos del doctor han caído en manos de un santo ladrón. Le han despojado de todo. Ha tenido que considerar lo inconcebible, imaginarse lo impensable, sopesar lo imposible.
Ahora, cierra los ojos y trata de no imaginártelo. Un chileno muestra compasión a un argentino. Un tutsi recibe a un hutu en su casa. Un vietnamita consuela a un soldado del tío Sam. Un negro de Soweto le salva la vida a un afrikáner. Un dalit ofrece protección a un brahmán. Un evangélico socorre a un católico. Un comunista defiende a un hacendado. Un palestino le tiende la mano a un israelí. Uno de tu colegio le presta dos-cincuenta a uno de mi colegio. Con enemigos como éstos, ¿para qué quiero amigos?
¿Cuál de estos se portó como un cercano? La pregunta no es capciosa, esta vez, sino socrática. El tono del Maestro es de ironía cariñosa, “¿cómo puedes preguntar eso?”. El pobre desamparado doctor, contesta mirando hacia abajo, malherido en el debate, pero rescatado por el amor de Jesús que alcanza a todos, incluyendo a él. En el Reino, no hay nadie que no es tu prójimo.
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Nathan Stone, S.J. Sacerdote jesuita, magíster en literatura y teólogo.
Existe además otra especie de pregunta, la insidiosa y mal intencionada, cuya ironía clava como un cuchillazo por la espalda. Éstas son las capciosas. Pretenden silenciar y amenazar, lanzar la piedra y esconder la mano. “Estamos preguntando, no más”. “Conteste, pues”... “¿y el diálogo?”.
Así es el caso del doctor de la Ley, cuando pregunta a Jesús, “¿y quién es mi prójimo?”. El doctor desea distanciarse, calcular los costos colaterales del famoso prójimo. En este mundo estrecho y dividido, se requiere una cierta definición sobre quiénes hay que contar como cercanos, y quienes descontar como quienes no cuentan para nada.
Su lógica es así: “¿Dónde pongo la línea?”. “¿Quiénes son mis amigos, y quiénes mis enemigos?”. “¿Quién pertenece a mi bando, y quiénes son de la pandilla de la otra esquina?”. “¿Hasta dónde llega mi responsabilidad?”. “¿Me quedo con mi secta, mi curso, mi patrulla?”. “¿Mi movimiento, mi club, mi comunidad?”. “¿El uniforme, la camiseta, la onda?”. “¿Mi barrio, mi región, mi nación?”. “Y, los demás, hasta luego”. El amor es para un grupo selecto. Si no, parece chacota.
Jesús no se deja silenciar. La pregunta del doctor es mezquina. El Maestro responde con una historia. “Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó”...
Y ahí está el pobre doctor de la Ley, obligado a meditar al enemigo cercano, un samaritano. Este supuesto traidor se conmueve por el dolor ajeno, y venda las heridas de un hijo de Israel, abandonado por los suyos. Los esquemas y presupuestos del doctor han caído en manos de un santo ladrón. Le han despojado de todo. Ha tenido que considerar lo inconcebible, imaginarse lo impensable, sopesar lo imposible.
Ahora, cierra los ojos y trata de no imaginártelo. Un chileno muestra compasión a un argentino. Un tutsi recibe a un hutu en su casa. Un vietnamita consuela a un soldado del tío Sam. Un negro de Soweto le salva la vida a un afrikáner. Un dalit ofrece protección a un brahmán. Un evangélico socorre a un católico. Un comunista defiende a un hacendado. Un palestino le tiende la mano a un israelí. Uno de tu colegio le presta dos-cincuenta a uno de mi colegio. Con enemigos como éstos, ¿para qué quiero amigos?
¿Cuál de estos se portó como un cercano? La pregunta no es capciosa, esta vez, sino socrática. El tono del Maestro es de ironía cariñosa, “¿cómo puedes preguntar eso?”. El pobre desamparado doctor, contesta mirando hacia abajo, malherido en el debate, pero rescatado por el amor de Jesús que alcanza a todos, incluyendo a él. En el Reino, no hay nadie que no es tu prójimo.
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Nathan Stone, S.J. Sacerdote jesuita, magíster en literatura y teólogo.
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