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jueves, 12 de agosto de 2010

Comentario al Evangelio del Domingo 15 de Agosto del 2010

Por Fernando Torres Pérez cmf

El sueño de Dios, el sueño de María

Llega agosto y celebramos la asunción de la virgen María. Sí, de aquélla humilde doncella nazarena. La que se esposó con José y tuvo un hijo, de nombre Jesús, que salió por los caminos predicando del Reino de Dios, alimentando la esperanza de los pobres, acompañando a los enfermos, enfrentándose a los poderosos. Su hijo, de nombre Jesús, murió en la cruz, ajusticiado por las autoridades religiosas y políticas de su tiempo. Se mensaje era demasiado revolucionario. En nombre de la paz, en nombre de la estabilidad, en nombre del bien común, se tomaron decisiones difíciles: eliminarlo. Luego, salieron los discípulos de Jesús –primero las discípulas– y dijeron que había resucitado. Y aquel fuego de esperanza y de vida siguió alentando por todo el mundo.
Hoy celebramos a María, la madre de Jesús. Las lecturas nos traen los ecos de aquel sueño de liberación y de esperanza que, acumulado durante años, encontró su expresión en la devoción cristiana a María. La lectura del Apocalipsis sitúa a María, a la mujer, en un escenario cósmico. En la batalla entre el bien y el mal Dios está representado por una mujer vestida de sol, con la luna a sus pies y coronada por doce estrellas –¿alguien pensó que las doce estrellas de la bandera de la Unión Europea simbolizaban a las naciones miembro? Pues se equivocó–. Es María, es la madre que da a luz un hijo, es la que alumbra la esperanza, la fuerza de Dios que barrerá el poder del dragón. Con él se establecerá el reinado de Dios, se vencerá a la muerte, se terminará con la opresión y la injusticia.


Un canto de esperanza

Todo esto no es muy diferente de lo que dice el cántico que el evangelista Lucas puso en labios de María. Ese cántico, denominado su primera palabra en latín: “Magnificat”, es parte de la oración diaria de la Iglesia Católica. Para entenderlo bien hay que ponerlo en su contexto. Ahí resalta más la fuerza de la fe y de la esperanza que se expresa en ese cántico. El evangelista no lo sitúa en un momento de exaltación litúrgica. Forma parte de la oración de dos mujeres que se encuentran y que se saben embarazadas. Para las dos ha sido un pequeño-gran milagro esa presencia de nueva vida en sus vientres. Lo que era estéril ha quedado preñado de vida. Donde no había nada ahora hay esperanza. Por eso canta María y, podemos suponer, canta Isabel con ella: “Proclama mi alma la grandeza del Señor”.
Pero no se queda el cántico en un himno de alabanza a Dios. Se habla de la acción de Dios en la historia. Las dos mujeres están llenas de fe y convencidas de que sus hijos, ese torrente de vida en medio de la esterilidad, van a suponer un salto en la historia, el comienzo de una nueva etapa, marcada para la presencia y la acción salvadora y liberadora de Dios.
Es una acción que tiene resultados concretos: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. Vale la pena repetirlo para recordar y tener muy presente que la salvación de Dios no sólo tiene consecuencias para la intimidad de la persona. También tiene consecuencias para las relaciones sociales y económicas. La salvación de Dios restablece la justicia en las relaciones humanas.


Un canto revolucionario

Quizá esa sea la razón por la que en los años 60-70 hubo algún país muy católico él donde las autoridades censuraron una canción que tenía por letra el texto del “Magnificat”. Aquella gente entendió que el texto era verdaderamente revolucionario, desestabilizador, provocador. Por eso lo censuraron. No se podía permitir que aquello se dijese ni cantase so pena de poner en peligro el orden social –ese orden social donde los de siempre estaban arriba y los de abajo deberían seguir, como siempre, abajo–.
Hoy no estamos para muchas revoluciones. Pero el Magnificat sigue ahí. Dos mil años después sigue expresando el viejo sueño de la humanidad. Es también, aunque a veces nos cueste reconocerlo, el sueño de Dios. Fue el sueño de María. Hoy debería ser nuestro sueño, nuestro ideal. Alabamos a Dios y creamos fraternidad. Rompemos distancias en la sociedad y creamos una sociedad igualitaria donde los poderosos se caen de sus tronos y quedan a la misma altura que los de abajo, donde a los hambrientos se les colma de bienes y a los ricos se les despide vacíos –aunque sólo sea por un poco de dieta les hará bien para su salud–.
Hoy celebramos la esperanza con María. Nos alegramos. Todavía no es realidad todo lo que dice el Magnificat pero estamos trabajando en ello. Y Dios está con nosotros. Y no dejará de estar con nosotros. Estamos llenos de esperanza, de vida y de sueños. Porque el Poderoso va a hacer obras grandes por nosotros. Como lo hizo con María.

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