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sábado, 21 de agosto de 2010

Comentario al Evangelio del Domingo 22 de Agosto del 2010


El Reino, regalo y compromiso

Sin duda que lo más importante del texto evangélico de este domingo es el anuncio de Jesús de que la buena nueva de la salvación no se dirige de forma exclusiva a los hijos de Israel sino que está abierta a todos los pueblos de la tierra. Pero junto a este anuncio tan importante para todos nosotros hay otro que no conviene olvidar y que está al principio del texto.
Hay que volver a leer el texto y ver de dónde surge el anuncio de Jesús de que la salvación es para todos los pueblos. No lo dice Jesús como un discurso programático ni como una catequesis. Ese anuncio forma parte de la respuesta de Jesús a uno que le hace una pregunta concreta, muy concreta: “Señor, ¿serán pocos los que se salven?” La respuesta de Jesús va en dos direcciones. Por una parte, le deja claro al que le pregunta que hay que esforzarse. Por otra, que nadie está exento de ese esfuerzo.


Los judíos, portadores de la promesa

Sin duda, el que hacía la pregunta era judío. Como judío, tenía conciencia de que la promesa la había recibido desde antiguo el pueblo de Israel. A los patriarcas Abrahán, Isaac y Jacob se había dirigido en primer lugar Dios mismo para prometerles que su descendencia iba a ser más numerosa que la arena de las playas marinas. La promesa se había ido concretando en la entrega de la Tierra Prometida, en la monarquía de David. El salvador vendría de la familia del rey David. Y, aunque tanto la monarquía como el pueblo habían sido infieles a la Alianza, la promesa se había mantenido. Por los profetas la Palabra de Dios había seguido llegando al pueblo y los judíos tenían plena conciencia de ser el pueblo elegido. Tenían –eso pensaban– un cierto derecho sobre los demás pueblos. Si los “otros” querían acceder a la salvación, tendrían que pasar primero por la conversión al judaísmo, por cumplir la ley.
Pero en su respuesta Jesús deja claro que tener el sello de “ser judío” no es ninguna garantía de que la salvación se vaya a regalar. Hay que esforzarse por entrar por la puerta estrecha. El Reino de Dios es de los esforzados, dirá Jesús en otro texto evangélico. No vale decir que somos del mismo pueblo, ni que hemos comido y bebido con el Señor. Traducido a términos más actuales: no vale decir que hemos ido a misa los domingos y que hemos recibido los sacramentos. Lo que vale es la entrega personal y el compromiso por construir el Reino, por crear fraternidad, por reunir a los hijos e hijas de Dios en torno a la mesa común, por abrir las manos para crear fraternidad y renunciar al odio, la violencia y todo lo que cree división y ruptura entre las personas, las familias y los pueblos.
La salvación no se consigue, pues, con un certificado de haber cumplido una serie de requisitos rituales (llámense sacramentos, cumplimiento de normas...). La salvación es fruto del compromiso personal por colaborar en la obra del Reino. La salvación es fruto de la gracia de Dios que trabaja en nosotros y nos convierte en criaturas nuevas. La salvación es dejarnos transformar por el amor de Dios. La salvación es dejarnos llenar por el amor de Dios pero no se produce sin nuestro consentimiento y nuestra colaboración. La salvación es don que hay que acoger activamente, es compromiso que transforma nuestra vida y da frutos para la vida del mundo.


La salvación es para todos los pueblos

Por eso, porque no podía ser de otra manera, la salvación, la nueva Alianza que trae Jesús, está abierta a todos los pueblos. Porque todos somos hijos del Padre y a todos se dirige su amor. No vale ponerse a la cola con el carnet de identidad o el pasaporte reclamando un supuesto derecho a tener un puesto en la mesa del Reino. Las palabras de Jesús, que para los judíos pudieron ser casi ofensivas, para nosotros, para el resto de la humanidad, son un anuncio de esperanza y de vida. Así lo entendieron los apóstoles, poco después de la muerte de Jesús, cuando, ante las pretensiones de algunos que pensaban que para hacerse discípulos de Jesús los no judíos primero debían convertirse al judaísmo, determinaron que para ser cristiano no había que ser judío, que la nueva alianza en Jesús había abolido la anterior con sus leyes y sus ritos.
Tampoco era nada nuevo. Ya lo habían anunciado los profetas en muchas ocasiones. Así lo podemos ver en el texto de Isaías que se lee en la primera lectura. Todos nosotros estamos convocados. El Reino es para todos. Pero conviene también que todos nos esforcemos, que pongamos toda la carne en el asador, que nos comprometamos. El Reino está ahí pero lo tenemos que ir construyendo día a día, creando familia, dando esperanza, compartiendo con los hermanos lo que tenemos. Hasta, como dice la segunda lectura de la carta a los Hebreos, dejándonos corregir, fortaleciendo nuestras rodillas y caminando juntos por la senda del Reino, la que nos lleva a todos, sin excepción, sin excluir a nadie, a la mesa común de los hijos en torno al Padre.

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