Verdaderamente las personas tenemos una gran capacidad para complicar hasta lo más sencillo. Y el Reino de Dios es algo muy sencillo. Por eso, a Jesús le gustaba expresarlo con ideas y comparaciones muy sencillas, que todo el mundo podía entender. Jesús no recurrió a complicados tratados ni teologías difíciles para explicar su mensaje. Su vida estuvo siempre marcada por la sencillez y la transparencia. Su forma de actuar era ya explicación de su mensaje.
Digo esto porque algo tan sencillo como una comida lo hemos terminado convirtiendo en un momento de protocolo donde hay que respetar los diversos niveles sociales. Las personas sienten que tienen derecho a un puesto u otro de acuerdo con su condición social, su nivel económico o su poder en la escala jerárquica social. No concederles ese puesto puede suponer graves afrentes, que en más de una ocasión han dado lugar a riñas y conflictos irresolubles.
Precisamente una de las comparaciones preferidas de Jesús para hablar del Reino es la comida compartida. Sentarse en torno a la mesa es una forma de expresar la fraternidad, el hecho de que todos somos hermanos y hermanas, que Dios es el padre común. Compartir la comida es un momento sagrado porque tiene mucha relación con compartir la vida y nuestro Dios es el Dios de la Vida. Tanto le gustaba a Jesús esa comparación que, al final de su vida, cuando sabía que su muerte era inminente, nos regaló la Eucaristía, una comida ritual en la que él mismo se hace presente como alimento de vida que todos compartimos.
Por eso le costaba a Jesús entender lo de las jerarquías, esa necesidad que tenemos las personas de poner a las demás personas en una escala de arriba abajo y, por supuesto, dando siempre más importancia a los de arriba que a los de abajo. No entendía Jesús esa pasión por estar entre los de arriba, por ser importante. En su perspectiva no entraban esas diferencias sino más bien lo contrario: la cercanía, la fraternidad, la igualdad, el movernos todos al mismo nivel, sin tener en cuenta ninguna de las diferencias –siempre accidentales– que nosotros solemos señalar para establecer la escala social. Los que se sientan a la misma mesa son hermanos y hermanas, iguales. De escoger un puesto se trata de escoger el último para servir a los más pobres, a los más abandonados. Ese es el mayor privilegio al que se puede aspirar: construir la fraternidad acercando a los que están lejos a la mesa familiar.
En el Evangelio de hoy, Jesús participa en un banquete y, como es natural, no entiende la lucha de los convidados por ocupar los primeros puestos. Le resulta una pasión inútil. Está convencido de que los que hacen eso se olvidan de lo más importante, pierden el tiempo y no gozan verdaderamente del banquete de la fraternidad –mucho más importante sin punto de comparación que lo que se come materialmente–. Pero este mensaje, como dice la primera lectura, se ha revelado a los humildes. Es el mensaje del amor y la misericordia de Dios que no deja a nadie fuera de su mesa, que no excluye a nadie del banquete de la vida. Conocer ese mensaje es la más alta sabiduría a la que se puede aspirar.
Ese mensaje se nos ha revelado en el mismo Jesús, en su vida y en su testimonio, en sus palabras y en sus acciones. A través suyo hemos podido entrever que nuestro Dios no es un Dios de terror ni de poder ni de furia. Con Jesús nos hemos acercado al monte Sión y hemos descubierto que el Reino es un fiesta, la fiesta de la vida y de la fraternidad y que en medio de la fiesta, como el que acoge, como padre de misericordia, está Dios mismo, el creador y mantenedor de nuestra vida.
Desgraciadamente seguimos creyendo en las categorías, en las jerarquías. Hasta en la iglesia hemos marcado diferencias entre las personas. Hay puestos reservados, autoridades y tantas otras cosas. Y a veces se nos olvida que el servicio fraterno es lo que da sentido a lo que hacemos en la Iglesia y en la sociedad, que si no servimos a los hermanos y hermanas perdemos miserablemente el tiempo y la vida que se nos ha regalado. Nos despistamos y pensamos que el objetivo de nuestra vida es ser importante, tener cargos y que nos terminen cediendo los primeros puestos y haciéndonos homenajes. ¡Necio! Cuando te mueras no te llevarás nada de eso consigo. Y lo único que te salvará será el amor que hayas compartido gratuitamente en tu vida, el amor de Dios.
Digo esto porque algo tan sencillo como una comida lo hemos terminado convirtiendo en un momento de protocolo donde hay que respetar los diversos niveles sociales. Las personas sienten que tienen derecho a un puesto u otro de acuerdo con su condición social, su nivel económico o su poder en la escala jerárquica social. No concederles ese puesto puede suponer graves afrentes, que en más de una ocasión han dado lugar a riñas y conflictos irresolubles.
El Reino es una comida compartida
Precisamente una de las comparaciones preferidas de Jesús para hablar del Reino es la comida compartida. Sentarse en torno a la mesa es una forma de expresar la fraternidad, el hecho de que todos somos hermanos y hermanas, que Dios es el padre común. Compartir la comida es un momento sagrado porque tiene mucha relación con compartir la vida y nuestro Dios es el Dios de la Vida. Tanto le gustaba a Jesús esa comparación que, al final de su vida, cuando sabía que su muerte era inminente, nos regaló la Eucaristía, una comida ritual en la que él mismo se hace presente como alimento de vida que todos compartimos.
Por eso le costaba a Jesús entender lo de las jerarquías, esa necesidad que tenemos las personas de poner a las demás personas en una escala de arriba abajo y, por supuesto, dando siempre más importancia a los de arriba que a los de abajo. No entendía Jesús esa pasión por estar entre los de arriba, por ser importante. En su perspectiva no entraban esas diferencias sino más bien lo contrario: la cercanía, la fraternidad, la igualdad, el movernos todos al mismo nivel, sin tener en cuenta ninguna de las diferencias –siempre accidentales– que nosotros solemos señalar para establecer la escala social. Los que se sientan a la misma mesa son hermanos y hermanas, iguales. De escoger un puesto se trata de escoger el último para servir a los más pobres, a los más abandonados. Ese es el mayor privilegio al que se puede aspirar: construir la fraternidad acercando a los que están lejos a la mesa familiar.
En el Evangelio de hoy, Jesús participa en un banquete y, como es natural, no entiende la lucha de los convidados por ocupar los primeros puestos. Le resulta una pasión inútil. Está convencido de que los que hacen eso se olvidan de lo más importante, pierden el tiempo y no gozan verdaderamente del banquete de la fraternidad –mucho más importante sin punto de comparación que lo que se come materialmente–. Pero este mensaje, como dice la primera lectura, se ha revelado a los humildes. Es el mensaje del amor y la misericordia de Dios que no deja a nadie fuera de su mesa, que no excluye a nadie del banquete de la vida. Conocer ese mensaje es la más alta sabiduría a la que se puede aspirar.
Aprender la verdadera sabiduría
Ese mensaje se nos ha revelado en el mismo Jesús, en su vida y en su testimonio, en sus palabras y en sus acciones. A través suyo hemos podido entrever que nuestro Dios no es un Dios de terror ni de poder ni de furia. Con Jesús nos hemos acercado al monte Sión y hemos descubierto que el Reino es un fiesta, la fiesta de la vida y de la fraternidad y que en medio de la fiesta, como el que acoge, como padre de misericordia, está Dios mismo, el creador y mantenedor de nuestra vida.
Desgraciadamente seguimos creyendo en las categorías, en las jerarquías. Hasta en la iglesia hemos marcado diferencias entre las personas. Hay puestos reservados, autoridades y tantas otras cosas. Y a veces se nos olvida que el servicio fraterno es lo que da sentido a lo que hacemos en la Iglesia y en la sociedad, que si no servimos a los hermanos y hermanas perdemos miserablemente el tiempo y la vida que se nos ha regalado. Nos despistamos y pensamos que el objetivo de nuestra vida es ser importante, tener cargos y que nos terminen cediendo los primeros puestos y haciéndonos homenajes. ¡Necio! Cuando te mueras no te llevarás nada de eso consigo. Y lo único que te salvará será el amor que hayas compartido gratuitamente en tu vida, el amor de Dios.
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