Dejarlo todo, ganarlo todo
No sé si en otros siglos el lenguaje de Jesús en el Evangelio de hoy les resultaría duro o muy duro o normal. De lo que estoy seguro es de que hoy suena en nuestros oídos extremadamente duro. La modernidad, el desarrollo a todos los niveles está orientado básicamente a hacer más fácil la vida humana. La medicina intenta liberarnos –aunque evidentemente no podrá vencer nunca la última batalla– del dolor y del sufrimiento físico y moral. Otras tecnologías han hecho más fáciles las comunicaciones a todos los niveles. Tenemos a nuestra disposición muchas más cosas para satisfacer nuestros deseos y hacer más cómoda nuestra vida. Los que han llegado a un alto nivel de desarrollo se sienten contentos y felices. Los que no han llegado todavía, desean llegar y trabajan para conseguirlo. Y nadie se lo puede impedir. Entendemos que es un derecho de toda persona el intentar conseguir para él y para los suyos mejores niveles de vida, de bienestar, de salud... Así es nuestro mundo y es bueno que así sea.
Lo sorprendente es escuchar en medio de nosotros la voz de Jesús que nos dice que hay que dejarlo todo para ser su discípulo. Ese “dejarlo todo” no se refiere solamente a las cosas materiales. Se refiere también a las relaciones afectivas y familiares que tan necesarias son para el bienestar de la persona. Para seguir a Jesús hay que dejar atrás al marido o a la esposa, a los hijos y también –¿dónde queda el cuarto mandamiento?– al padre y a la madre. Pero no queda ahí la cosa. Además, hay que coger la cruz y ponerse en pie para seguir a Jesús. Se nos viene a la memoria la figura de Abrahán al que Dios le pide que salga de su tierra y que vaya a otra tierra apoyado apenas en la promesa y en la fe.
Dejarlo todo para seguir a Jesús
Jesús no sólo nos pide que lo dejemos todo. Hay que seguirle. Hay que dejar los lugares conocidos y familiares y lanzarse al camino, a lo nuevo, a lo desconocido. Seguirle es toda una aventura. Más si se tiene en cuenta que su vida acabó en el Calvario. Todas son palabras muy duras para nuestros oídos. Estamos acostumbrados a algodones más suaves, deseamos una vida más cómoda, más muelle. La cruz consideramos que es algo que hay que dejar abandonada en la primera esquina o en el primer rincón oscuro que encontremos. Y si para ello nos hace falta un poco de ayuda psicológica, pues se busca y ya está.
Pero la propuesta de Jesús sigue ahí. Y Jesús nos dice la verdad. Hay que dejarlo todo para empezar una vida nueva. Porque el Reino supone una ruptura con nuestro propio pasado. Hay que perderlo todo para recuperarlo todo desde otro punto de vista: desde el punto de vista del Padre, del Abbá, que nos convoca a todos a la mesa de la fraternidad. No se puede seguir enganchado al pasado y al mismo tiempo seguir a Jesús.
Hay algo que no podemos dejar por mucho que nos empeñemos: los recuerdos, las heridas, las cicatrices de los combates que nos va dejando la vida –todo eso es la cruz que cargamos con nosotros– nos acompañan siempre. Es imposible decir que comenzamos una vida nueva y que el pasado queda olvidado. Nuestra vida, lo que somos, es la acumulación de nuestras decisiones y de sus consecuencias (previstas o imprevistas, queridas o no queridas). Todo eso es lo que nos va haciendo lo que somos, lo que va rellenando con tinta indeleble el libro en blanco que fuimos cuando nacimos y dábamos nuestros primeros pasos.
Jesús nos pide que seamos valientes y agarremos esa cruz. No hay que negar nada. Pero ninguna de esas cosas de nuestro propio pasado (a veces tenebroso, a veces luminoso) nos puede impedir seguir caminando detrás de Jesús.
El amor que abarca todos y todo
Construir el Reino, seguir a Jesús no es un juego de niños. Exige compromiso, dedicación, esfuerzo. Es gracia de Dios pero a la vez exige la participación de la persona. Es tarea de personas adultas, libres y responsables. Es tarea para los que han escuchado la Palabra de Jesús, la han acogido en su corazón y llegado a poseer la verdadera sabiduría, la que da la vida, la que nos devuelve la esperanza, como nos señala la primera lectura de este domingo.
Después, en el camino del seguimiento se descubren unas relaciones más profundas que las de la carne y la sangre. El Reino nos hace hermanos e hijos, hermanas e hijas, con un Padre común, con una familia a la que cuidar y atender, con un amor que no es exclusivo ni excluyente sino que se abre a todos, incluidos los marginados y los esclavos, como muestra el texto de la carta de Pablo a Filemón.
Al que sigue a Jesús de verdad, dejándolo todo, el corazón se le agranda hasta que se le hace tan grande como el mundo. Ese es el momento paradójico en que habiéndolo dejado todo lo vuelve a ganar todo.
Lo sorprendente es escuchar en medio de nosotros la voz de Jesús que nos dice que hay que dejarlo todo para ser su discípulo. Ese “dejarlo todo” no se refiere solamente a las cosas materiales. Se refiere también a las relaciones afectivas y familiares que tan necesarias son para el bienestar de la persona. Para seguir a Jesús hay que dejar atrás al marido o a la esposa, a los hijos y también –¿dónde queda el cuarto mandamiento?– al padre y a la madre. Pero no queda ahí la cosa. Además, hay que coger la cruz y ponerse en pie para seguir a Jesús. Se nos viene a la memoria la figura de Abrahán al que Dios le pide que salga de su tierra y que vaya a otra tierra apoyado apenas en la promesa y en la fe.
Dejarlo todo para seguir a Jesús
Jesús no sólo nos pide que lo dejemos todo. Hay que seguirle. Hay que dejar los lugares conocidos y familiares y lanzarse al camino, a lo nuevo, a lo desconocido. Seguirle es toda una aventura. Más si se tiene en cuenta que su vida acabó en el Calvario. Todas son palabras muy duras para nuestros oídos. Estamos acostumbrados a algodones más suaves, deseamos una vida más cómoda, más muelle. La cruz consideramos que es algo que hay que dejar abandonada en la primera esquina o en el primer rincón oscuro que encontremos. Y si para ello nos hace falta un poco de ayuda psicológica, pues se busca y ya está.
Pero la propuesta de Jesús sigue ahí. Y Jesús nos dice la verdad. Hay que dejarlo todo para empezar una vida nueva. Porque el Reino supone una ruptura con nuestro propio pasado. Hay que perderlo todo para recuperarlo todo desde otro punto de vista: desde el punto de vista del Padre, del Abbá, que nos convoca a todos a la mesa de la fraternidad. No se puede seguir enganchado al pasado y al mismo tiempo seguir a Jesús.
Hay algo que no podemos dejar por mucho que nos empeñemos: los recuerdos, las heridas, las cicatrices de los combates que nos va dejando la vida –todo eso es la cruz que cargamos con nosotros– nos acompañan siempre. Es imposible decir que comenzamos una vida nueva y que el pasado queda olvidado. Nuestra vida, lo que somos, es la acumulación de nuestras decisiones y de sus consecuencias (previstas o imprevistas, queridas o no queridas). Todo eso es lo que nos va haciendo lo que somos, lo que va rellenando con tinta indeleble el libro en blanco que fuimos cuando nacimos y dábamos nuestros primeros pasos.
Jesús nos pide que seamos valientes y agarremos esa cruz. No hay que negar nada. Pero ninguna de esas cosas de nuestro propio pasado (a veces tenebroso, a veces luminoso) nos puede impedir seguir caminando detrás de Jesús.
El amor que abarca todos y todo
Construir el Reino, seguir a Jesús no es un juego de niños. Exige compromiso, dedicación, esfuerzo. Es gracia de Dios pero a la vez exige la participación de la persona. Es tarea de personas adultas, libres y responsables. Es tarea para los que han escuchado la Palabra de Jesús, la han acogido en su corazón y llegado a poseer la verdadera sabiduría, la que da la vida, la que nos devuelve la esperanza, como nos señala la primera lectura de este domingo.
Después, en el camino del seguimiento se descubren unas relaciones más profundas que las de la carne y la sangre. El Reino nos hace hermanos e hijos, hermanas e hijas, con un Padre común, con una familia a la que cuidar y atender, con un amor que no es exclusivo ni excluyente sino que se abre a todos, incluidos los marginados y los esclavos, como muestra el texto de la carta de Pablo a Filemón.
Al que sigue a Jesús de verdad, dejándolo todo, el corazón se le agranda hasta que se le hace tan grande como el mundo. Ese es el momento paradójico en que habiéndolo dejado todo lo vuelve a ganar todo.
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