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jueves, 2 de septiembre de 2010

Excesivos sabios en circulación ...y escasea la sabiduría


XXIII Domingo del Tiempo Ordinario (Lc 14. 25-33) - Ciclo C
Por A. Pronzato

- ...¿Quién conocerá tu designio, si tú no le das sabiduría enviando tu santo espíritu desde el cielo?... (Sab 9,1319).
- Querido hermano: Yo, Pablo, anciano y prisionero por Cristo Jesús, te recorriendo a Onésimo, mi hijo, a quien he engendrado en la prisión... (Flm 9-10.12-17).
- ... Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío... (Lc 14,25-33).

Ciertos maestros

El domingo pasado intentamos responder a la pregunta de si la humildad era todavía una virtud y la modestia tenía algo que hacer en el mundo en que vivimos.
Hoy podemos, inicialmente, plantear preguntas análogas respecto a la sabiduría.
Remitiéndonos al texto propuesto en la primera lectura, me parece que las preguntas no son excesivamente alentadoras. Intentemos poner algún ejemplo.
«¿Qué hombre conoce el designio de Dios? ¿Quién comprende lo que Dios quiere?». Personalmente, siento enojo hacia numerosas personas que alardean de una seguridad asombrosa acerca de la voluntad de Dios, de quien parece conocer todos los secretos, y la hacen comparecer desenvueltamente y con frecuencia por lo menos sospechosa, sobre todo cuando se trata de imponer a los otros su propia voluntad.
Estos individuos «afortunados» no se fatigan mucho para «imaginar qué quiere el Señor». Precisamente lo que ellos piensan.
Y luego están esos que no se preocupan lo más mínimo por preguntarse acerca de la voluntad de Dios, desde el momento que sospechan ya, de entrada, que no va de acuerdo con sus intereses, sus caprichos, sus operaciones no excesivamente transparentes.
Si se tiene presente la voluntad de Dios, las cuentas no salen nunca---
Y continúa el texto:
«Los pensamientos de los mortales son mezquinos y nuestros razonamientos son falibles».
No se diría esto leyendo cierta prensa, oyendo ciertas lecciones desde los púlpitos y desde las cátedras y desde las pantallas más diversas.
Los razonamientos más renqueantes (tanto del pie de la sintaxis como del de la lógica), los absurdos más evidentes se presentan con una presunción arrogante y con un tono tan perentorio que se queda uno pasmado y se congelan incluso las risotadas que merecen.
En todos los campos -incluido el eclesial- existen maestros, con títulos más bien sospechosos, que ofrecen como certezas lo que son simples balbuceos. Y cuanto más discutible es una opinión, más la presentan con una seguridad pasmosa, sin tener en cuenta la más mínima objeción, sin hacer ni siquiera una minúscula concesión al sentido común del pudor.
Si uno se arriesgase a apoyarse, un solo instante, en esas «sólidas realidades», caería en el vacío.
Los dogmatismos más bochornosos celebran triunfos inenarrables provocando preocupantes fenómenos de intolerancia y beaterías de signo contrario.
Estos supuestos maestros serían mucho más creíbles, si puntuasen sus discursos con algún «pero», «quizás», «puede ser», «me parece que..-».
O si tuviesen el coraje de reconocer «no sé», «no tengo respuesta para ese problema, porque no lo he entendido o porque no hay respuesta... ». Ofrecen, por el contrario, soluciones sin ni siquiera explicar cuál es el problema. Ellos saben todo y han descubierto todo, menos una cosa fundamental: la duda.
Sus construcciones parecerían mucho más sólidas si -como sugiera el libro de la Sabiduría- admitiesen que provienen«de una tienda terrestre».
Cuando no se invoca a Dios para que mande «su Espíritu Santo desde el cielo», sobre todo para que conceda «la sabiduría del corazón» (salmo responsorial), se engañan creyendo que amaestran sin ser antes «amestrados» y que enseñan el camino justo (el único justo) caminando por sendas tortuosas y frecuentando pensamientos «no enderezados».
Urge suplicar al Señor para que nos envíe un suplemento de sabiduría. Todos tenemos necesidad de ella. Y, particularmente, los muchos «sabios» que andan sueltos por ahí.
La sabiduría del discípulo
Una sabiduría particular, decididamente contra-corriente, es la que enseña Jesús en el evangelio.
Se coloca en la perspectiva de la elección que el discípulo ha de hacer porque le han llamado a hacerla. Y exige ponderación, clara conciencia de los riesgos y de las dificultades de la aventura (he ahí las dos parábolas: la construcción de una torre y la empresa militar).
No es una decisión que pueda ser tomada a la ligera, en un momento de euforia. Hace falta seriedad, inteligencia, capacidad de adoptar un programa comprometido a largo plazo, disponibilidad para la fatiga, aceptación de la cruz, determinación para llegar hasta el fondo.
Sobre todo, de entrada, la elección debe expresar una preferencia absoluta y concorde con Cristo y con las exigencias del Reino. Aunque se precise -como es obligado- que en el lenguaje de Lucas «odiar» (traducción frecuente) es «posponer» (como traduce el texto litúrgico), permanece el hecho de que el discurso de Jesús resulta más bien duro y su sabiduría ciertamente no es apta para legitimar perspectivas de comodidad.
Hay que subrayar de manera especial la frase programática que guía todo el discurso: «El que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío».
Aquí es cuestión de una revisión total de la escala de valores. La prioridad del ser sobre el tener está fuera de discusión. Como también, después, la disponibilidad para entrar en la lógica loca del amor y de la donación, ahondando los cálculos egoístas y las reservas dictadas por el deseo de «administrar» prudentemente la propia vida.
La decisión fundamental de seguir a Cristo excluye las medias tintas, los compromisos, las excusas cómodas, las veleidades, las tácticas. La sabiduría (¿excesivamente tímida?) de Pablo.
Alguno encuentra ciertamente motivo para replicar a la esquela dirigida por Pablo a Filemón (segunda lectura) en la que lo invita a recobrar con amor, ya no como esclavo sino como «hermano querido», al siervo Onésimo que se había escapado.
Parece que aquellas líneas legitimen, implícitamente, la esclavitud, o al menos no afronten de raíz ese grave y peliagudo problema. ¿Pablo excesivamente diplomático y de todos modos preocupado sólo por resolver un caso que le preocupa, sin coraje para considerar la cuestión globalmente?
No es mi tarea hacer de defensor de oficio de Pablo «prisionero». Y no es esta la sede más apta. Será suficiente esclarecer la situación concreta.
-El apóstol escribe de su puño y letra esas pocas líneas entre finales del 63 y principio del 64, mientras está prisionero en Roma (no se trata de una encarcelación propiamente dicha: con terminología moderna se diría que estaba en régimen de «arresto domiciliario»).
En esta situación particular ve que llega a casa un esclavo: Onésimo (nombre bastante común y que significa «útil», así como un perro se llama «Fiel»). Este le cuenta su propia historia. Un percance complicado por el hecho de que ha huido de Colosas, donde estaba en casa de Filemón, un amigo querido de Pablo.
El «prisionero» lo escucha con benevolencia y vivo interés. Lo retiene junto a sí durante un poco de tiempo, aceptando sus preciosos servicios, lo instruye y lo prepara para el bautismo. Lo considera ya como un hijo.
Después, en la primera ocasión, reexpide el esclavo al amo, con una afectuosa carta de recomendación.
Pablo sabe que puede contar con la honestidad y la madera cristiana de Filemón. Este renunciará a cualquier venganza, tanto más cuanto que se encuentra ante uno igual a él, un hermano gracias al bautismo.
Pablo no arriesga la suerte de Onésimo. El se arriesga (con más que suficientes márgenes de seguridad) porque Filemón es un hombre y un cristiano. Ahí está todo.
-Queda abierto el problema sobre la postura de Pablo frente a la institución de la esclavitud. Aunque nunca la contestó abiertamente, en otras cartas ha afirmado claramente la igualdad fundamental de todos los hombres ante Dios y ha proclamado la abolición de todas las discriminaciones y de todas las fronteras (Gál 3, 38).
Es verdad que su discurso queda radicado en el terreno cristiano, sin pasar al político.
-Pablo no ataca la estructura. Prefiere coger la injusticia en la raíz: en el corazón del hombre.
No afronta el problema desde las alturas, sino desde abajo, en las profundidades. Y se arriesga a esperar mucho tiempo.
El apóstol hace su apuesta en el terreno específico de la fe cristiana. Pero él mismo no habría soñado en condenar o mirar con sospecha a quien hubiese hecho una elección distinta (con tal que sea compatible con la lógica del amor).
Cuando se trata de la libertad y de la dignidad del hombre, la lucha puede conducirse por distintos frentes.
La única elección equivocada es la «neutralidad».
El único compromiso imperdonable es el no comprometerse. La única posición intolerable es la indiferencia.
Teniendo en cuenta esta particular posición adoptada por Pablo, podemos concluir que una forma específica de sabiduría cristiana consiste en ser padecidos de fraternidad.

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