El teólogo Joxe Arregi acaba de comunicar que abandona la Orden Franciscana y la comunidad del santuario de Arantzazu tras su conflicto abierto con el obispo José Ignacio Munilla. En este desgraciado asunto se han juntado el tema de la fe con otros temas mucho más mundanos.
Todo comenzó por el nombramiento episcopal pese al criterio en contra de la gran mayoría de su diócesis. No pasa desapercibida la magnitud de esta disconformidad pública y generalizada porque no tiene parangón histórico en ninguna diócesis del Estado. Lo normal es que de una terna enviada a Roma se nombre obispo a uno de sus integrantes. O, a lo sumo, que propongan una nueva terna.
Lo que ha pasado aquí ha sido una desautorización, en toda regla, a la comunidad eclesial guipuzcoana, algo parecido al nombramiento en la persona de Mario Iceta. Recordemos que cada comunidad eclesial nombraba a sus obispos hasta que los abusos del poder civil, que se recrudecieron en los años de plomo del franquismo, aconsejaron que el Papa fuese la última palabra en los nombramientos.
La Iglesia actual no está para ser conocida por semejantes despropósitos ante la tarea ingente de evangelización que tiene por delante, como luz y esperanza para este mundo posmoderno que pretende acartonarnos el corazón. Pero a la manera del Maestro, que mostró el camino a base de comprensión, acogida, misericordia y ejemplo, dejando claro que solo por los hechos nos conocerán si somos sus testigos. Aquí reside la radicalidad evangélica.
No parece que Arregi, doctor en Teología por el Instituto Católico de París y profesor en las facultades de Teología de Vitoria-Gasteiz y Deusto, tuviese, que se sepa, asuntos pendientes con Doctrina de la Fe.
El silencio impuesto era disciplinario y ajeno a motivos doctrinales y heréticos que justificasen de este obispo comentarios como “Debéis callar del todo a Arregi, os exijo que lo hagáis”, o que Arregi “era agua sucia que contamina a todos”, llegando a pedir al provincial franciscano que le destinaran a América, a trabajar junto a los pobres “como medida de gracia” (como si los pobres fueran ese lugar al que enviar a los díscolos).
Por su parte, Arregi muestra dudas sobre la ortodoxia del obispo, afirmando que “si la fe de la Iglesia es el Catecismo tal como monseñor Munilla lo entiende y explica, admito sin reservas que soy hereje”.
De verdad que no sé en qué bases se va a apoyar Munilla para conseguir que los predilectos del Evangelio vean en la iglesia guipuzcoana la práctica de la Buena Noticia. Empezó declarando que los diputados que apoyen la reciente ley del aborto “estarán en situación de complicidad de asesinato”, sin extenderla al rey por su imprescindible firma en el BOE. Tampoco ha utilizado sus duras palabras para las iniciativas legales del PP en materia del aborto cuando gobernaba Aznar.
Lo que el obispo nos muestra son unas maneras episcopales y un lenguaje de otros tiempos impropio del Evangelio, mientras calla cuando otros que se dicen cristianos, escandalizan de verdad desde las cúpulas de poder económico y político, encantados con la realidad de una Iglesia Estado. Y ahora, el affaire con Arregi. Mucho para tan poco tiempo.
Y sobre otros asuntos más mundanos pero enroscados con este feo asunto, mientras Juan Pablo II reconocía en la Asamblea de la ONU (1995) que
“los particularismos étnico culturales son casi como una necesidad impetuosa de identidad y de supervivencia, una especie de contrapeso a las tendencias homologadoras”,
la Conferencia Episcopal lo entendió a la primera en el caso de España, pero su reflexión le llevó a opinar las palabras del Papa de manera bien distinta cuando se trata de Euskadi o Catalunya:
“el nacionalismo degenera en una ideología y un proyecto político excluyente, incapaz de reconocer y proteger los derechos de los ciudadanos y tentado de las aspiraciones totalitarias” (2005).
Lo cierto es que las diócesis vascas siguen perteneciendo al arzobispado de Burgos mientras los obispos vascos, al menos hasta ahora, escribían cartas pastorales conjuntas con el arzobispado de Pamplona; muy buenas, por cierto.
Como cristiano que intento comportarme, estoy deseando que Arregi encuentre la paz en su nueva condición de “simple franciscano sin hábito” que no abandona el sacerdocio. Y que Munilla ponga en práctica, cuanto antes, el último punto de su comunicado de la prensa en que desautorizaba las palabras de Arregi, a principios del verano: “realidad en la Caridad y en la Verdad, el ideal de la comunión a la que Cristo nos ha llamado”. Caridad y verdad; casi nada.
Por Gabriel Mª Otalora
Publicado por Fe Adulta
Todo comenzó por el nombramiento episcopal pese al criterio en contra de la gran mayoría de su diócesis. No pasa desapercibida la magnitud de esta disconformidad pública y generalizada porque no tiene parangón histórico en ninguna diócesis del Estado. Lo normal es que de una terna enviada a Roma se nombre obispo a uno de sus integrantes. O, a lo sumo, que propongan una nueva terna.
Lo que ha pasado aquí ha sido una desautorización, en toda regla, a la comunidad eclesial guipuzcoana, algo parecido al nombramiento en la persona de Mario Iceta. Recordemos que cada comunidad eclesial nombraba a sus obispos hasta que los abusos del poder civil, que se recrudecieron en los años de plomo del franquismo, aconsejaron que el Papa fuese la última palabra en los nombramientos.
La Iglesia actual no está para ser conocida por semejantes despropósitos ante la tarea ingente de evangelización que tiene por delante, como luz y esperanza para este mundo posmoderno que pretende acartonarnos el corazón. Pero a la manera del Maestro, que mostró el camino a base de comprensión, acogida, misericordia y ejemplo, dejando claro que solo por los hechos nos conocerán si somos sus testigos. Aquí reside la radicalidad evangélica.
No parece que Arregi, doctor en Teología por el Instituto Católico de París y profesor en las facultades de Teología de Vitoria-Gasteiz y Deusto, tuviese, que se sepa, asuntos pendientes con Doctrina de la Fe.
El silencio impuesto era disciplinario y ajeno a motivos doctrinales y heréticos que justificasen de este obispo comentarios como “Debéis callar del todo a Arregi, os exijo que lo hagáis”, o que Arregi “era agua sucia que contamina a todos”, llegando a pedir al provincial franciscano que le destinaran a América, a trabajar junto a los pobres “como medida de gracia” (como si los pobres fueran ese lugar al que enviar a los díscolos).
Por su parte, Arregi muestra dudas sobre la ortodoxia del obispo, afirmando que “si la fe de la Iglesia es el Catecismo tal como monseñor Munilla lo entiende y explica, admito sin reservas que soy hereje”.
De verdad que no sé en qué bases se va a apoyar Munilla para conseguir que los predilectos del Evangelio vean en la iglesia guipuzcoana la práctica de la Buena Noticia. Empezó declarando que los diputados que apoyen la reciente ley del aborto “estarán en situación de complicidad de asesinato”, sin extenderla al rey por su imprescindible firma en el BOE. Tampoco ha utilizado sus duras palabras para las iniciativas legales del PP en materia del aborto cuando gobernaba Aznar.
Lo que el obispo nos muestra son unas maneras episcopales y un lenguaje de otros tiempos impropio del Evangelio, mientras calla cuando otros que se dicen cristianos, escandalizan de verdad desde las cúpulas de poder económico y político, encantados con la realidad de una Iglesia Estado. Y ahora, el affaire con Arregi. Mucho para tan poco tiempo.
Y sobre otros asuntos más mundanos pero enroscados con este feo asunto, mientras Juan Pablo II reconocía en la Asamblea de la ONU (1995) que
“los particularismos étnico culturales son casi como una necesidad impetuosa de identidad y de supervivencia, una especie de contrapeso a las tendencias homologadoras”,
la Conferencia Episcopal lo entendió a la primera en el caso de España, pero su reflexión le llevó a opinar las palabras del Papa de manera bien distinta cuando se trata de Euskadi o Catalunya:
“el nacionalismo degenera en una ideología y un proyecto político excluyente, incapaz de reconocer y proteger los derechos de los ciudadanos y tentado de las aspiraciones totalitarias” (2005).
Lo cierto es que las diócesis vascas siguen perteneciendo al arzobispado de Burgos mientras los obispos vascos, al menos hasta ahora, escribían cartas pastorales conjuntas con el arzobispado de Pamplona; muy buenas, por cierto.
Como cristiano que intento comportarme, estoy deseando que Arregi encuentre la paz en su nueva condición de “simple franciscano sin hábito” que no abandona el sacerdocio. Y que Munilla ponga en práctica, cuanto antes, el último punto de su comunicado de la prensa en que desautorizaba las palabras de Arregi, a principios del verano: “realidad en la Caridad y en la Verdad, el ideal de la comunión a la que Cristo nos ha llamado”. Caridad y verdad; casi nada.
Por Gabriel Mª Otalora
Publicado por Fe Adulta
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