Por Herbert HAAG
Con el permiso de la Editorial Herder -a quien agradecemos esta gentileza- reproducimos el prólogo del autor y las páginas conclusivas últimas (98-156) del libro de Herbert HAAG (*1915), ¿Qué Iglesia quería Jesús? (Herder, Barcelona 1998, 156 pp)
Publicado por Somos Iglesia Andalucía
Con el permiso de la Editorial Herder -a quien agradecemos esta gentileza- reproducimos el prólogo del autor y las páginas conclusivas últimas (98-156) del libro de Herbert HAAG (*1915), ¿Qué Iglesia quería Jesús? (Herder, Barcelona 1998, 156 pp)
Publicado por Somos Iglesia Andalucía
Es bien conocida la actual crisis del sacerdocio en la Iglesia católica. Cuantos esfuerzos se han hecho hasta ahora en círculos oficiales para intentar superarla han resultado ineficaces.
Los problemas relativos a la escasez de sacerdotes, las comunidades sin eucaristía, el celibato, la ordenación de mujeres, etc., determinan en gran medida, aunque no exclusivamente, la grave situación a la que nos referimos. Cada vez con mayor frecuencia vemos asumir el papel de guías o líderes parroquiales a seglares que, por no estar "ordenados", no pueden celebrar la eucaristía con sus feligreses, como sería su obligación.
Esto no planteaba problema alguno en la Iglesia primitiva, donde la celebración de la Eucaristía dependía sólo de la comunidad. Los encargados de presidir la eucaristía, de acuerdo con la comunidad, no eran "sacerdotes ordenados", sino feligreses absolutamente normales. En la actualidad los llamaríamos seglares, es decir, hombres e incluso mujeres, por lo común casados, aunque también los había solteros. Lo importante era su nombramiento por la comunidad. ¿Por qué lo que antaño fue posible no habría de serlo también hoy?
Si Jesús, como se afirma, fundó el sacerdocio de la Nueva Alianza, ¿por qué no hay de ello la menor mención durante los primeros cuatro cientos años de vida de la Iglesia? Se dice también que Jesús fundó los siete sacramentos administrados en la Iglesia católica. En más de un caso es difícil probarlo, pero en lo que atañe al sacramento del orden resulta totalmente imposible. Más bien mostró Jesús, con palabras y hechos, que no quería sacerdotes.
Ni él mismo era sacerdote ni lo fue ninguno de los "Doce", como tampoco Pablo. De igual manera es imposible atribuir a Jesús la creación del orden episcopal. Nada permite sostener que los Apóstoles, para garantizar la permanencia de su función, constituyeron a sus sucesores en obispos. El oficio de obispo es, como todos los demás oficios en la Iglesia, creación de esta última, con el desarrollo histórico que conocemos. Y así la Iglesia ha podido en todo tiempo y sigue pudiendo disponer libremente de ambas funciones, episcopal y sacerdotal, manteniéndolas, modificándolas o suprimiéndolas.
La crisis de la Iglesia perdurará mientras ésta no decida darse una nueva constitución que acabe de una vez para siempre con los dos estamentos actuales: sacerdotes y seglares, ordenados y no ordenados. Habrá de limitarse a un único "oficio", el de guiar a la comunidad y celebrar con ella la eucaristía, función que podrán desempeñar hombre o mujeres, casados o solteros. Quedarían así resueltos de un plumazo el problema de la ordenación de las mujeres y la cuestión del celibato.
A la pretensión de acabar con las "dos clases" existentes en la Iglesia suele objetarse, sobre todo, que siempre se han dado evoluciones estructurales fundantes -aunque indirectamente- en el Nuevo Testamento. El ejemplo aducido más a menudo es el del bautismo de los niños, que n aparece expresamente en el Nuevo Testamento, pero que tampoco lo contradice. Ahora bien, esa referencia a las "evoluciones estructurales" sólo puede tenerse por válida mientras tales evoluciones sean conformes a los enunciados básicos del Evangelio. Si se ponen a éste en puntos esenciales, han de considerarse ilegítimas, insostenibles y nocivas.
Esto se aplica sin duda alguna a la Iglesia "sacerdotal" o clerical. Interrogando a los testigos de los tiempos bíblicos y del cristianismo primitivo, llegamos a la conclusión clara y convincente de que episcopado y sacerdocio se desarrollaron en la Iglesia al margen de la Escritura y fueron más adelante justificados como parte del dogma. Todo parece hoy indicar que ha llegado la hora, para la Iglesia, de regresar a su ser propio y original.
FORMACION PROGRESIVA DE LA JERARQUÍA (págs. 98-156)
1. Comunidad y oficios en las cartas del Nuevo Testamento El modo concreto en que la Iglesia evolucionó hacia el establecimiento de una jerarquía ha sido ya ampliamente explicado por especialistas más competentes que el autor de este libro. El concepto de «autoridad» era ajeno a las primitivas comunidades cristianas.
Cierto que Pablo no vacilaba en zanjar con una palabra «autoritaria» algunas discusiones sobre aspectos secundarios (1Cor 11,16) Tampoco le repugnaba proponerse él mismo como ejemplo digno de imitación (1Cor 4, 16; cf. 11,1; Flp 4,9) a los ojos de sus «queridos hijos», a quienes «había engendrado por el Evangelio» (1Cor 4,14 s.; cf. Film 10), e incluso, en el peor de los casos, amenazarlos con «el palo» (1Cor 4,21).
Sin embargo, por cuanto cada comunidad encarnaba como tal la relación con Cristo, para Pablo toda la comunidad cristiana, es decir, todo el Cuerpo de Cristo, estaba obligada a un obrar común, y no a una obediencia pasiva. Así lo comprobamos con motivo de la «cena del Señor» (1Cor 11,17-34), y de la disciplina que debía reinar en la comunidad (1Cor 5,1-13).
Por eso a Pablo le parecía también evidente que, junto con los apóstoles (¡no a las órdenes de ellos!), actuaran como guías comunitarios los profetas y doctores (1Cor 12,28; cf. Efe 4,11), quienes a veces llegaron a desempeñar un papel decisivo en ciertas comunidades, por ejemplo en la de Antioquía (Act 13,1) y, como ya hemos visto (cf. supra, p. 73), en la comunidad destinataria de la Didakhé, donde a obispos y diáconos les costaba trabajo imponerse frente a los profetas y doctores. En las comunidades paulinas, también otros miembros ponían al servicio de los demás los dones que habían recibido del Espíritu, como curar, profetizar, consolar y ayudar de diversas maneras (Rom 12; 1Cor 12).
Todos los bautizados «deben estar bien persuadidos de que cada miembro del Cuerpo de Cristo tiene una especial dignidad y comparte la responsabilidad común de construir una comunidad fraterna bajo la guía del Espíritu Santo; quedan excluidos, pues, cualesquiera privilegios y discriminaciones, ya que los distintos carismas y "oficios" no entrañan en la comunidad ningún tipo de dominio, siendo en definitiva cosa de todos y controlada por todos, y entendiéndose además como "servicio" (diakonía) prestado al Señor y a los hermanos».
En la carta a los Efesios, de fines del siglo I, topamos con una enumeración algo curiosa de los «dones» de Cristo: apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros (Ef 4,11). La mirada se dirige tanto al pasado como al presente. La mención de los «pastores» indica que «a los dirigentes de la comunidad se les atribuía ya un papel de creciente importancia».
Cuanto con mayor claridad iba perfilándose el final de la era apostólica, tanto más parecía imponerse, casi por fuerza, una permanente estructura jerárquica. De ésta creemos percibir ya ciertos signos cuando en una de las últimas cartas de Pablo, la dirigida a los Filipenses, el Apóstol habla de «obispos» (epíscopoi = guardianes, inspectores) y «diáconos» (= servidores), aun si los cita después de los «santos», o sea de los fieles. En modo alguno, sin embargo, se trata aquí de oficios con carácter sagrado y menos de una jerarquía o de un orden sacerdotal. Tal era también el caso de los «ancianos» (o «presbíteros») que en las comunidades judeocristianas dirigían la Iglesia local (en Jerusalén: Act 11,30; 15,2.4.6; en Éfeso: Act 20,17).
Aquellos «ancianos», que también lo eran por su edad &endash;al menos en los comienzos &endash;mantenían idealmente en las comunidades paulinas y joánicas la continuidad de la Iglesia postapostólica con la generación de los fundadores. Ambas «instituciones» tenían un punto en común: la condición de dirigente entrañaba el ejercicio de ciertas funciones importantes para la comunidad, .
Desde luego, era inevitable que las dos «instituciones» (obispos/diáconos y presbíteros) se entremezclaran en la práctica, hasta el punto de que se hablara de «ancianos» o de «obispos» dando a esas palabras el mismo sentido (Tit 1,5-7). «De ahí podemos inferir que el autor de la carta equipara voluntariamente a los ancianos, cuya presencia al menos parcial presupone en las comunidades destinatarias, con los "obispos", para luego interpretar ambas funciones de la misma manera.
No se trata sólo de sustituir un concepto por otro. La institución de los ancianos, según los modelos judaicos, se basaba en el natural respeto debido a una persona por su avanzada edad, su experiencia y su posición social. El oficio de "anciano" era, pues, un cargo honorífico con rasgos netamente significativos. A ese grupo pertenecían los miembros de la comunidad que gozaban de consideración pública. Esto, sin embargo, se oponía al aprecio de la persona en razón de un carisma, ya que en las comunidades paulinas surgieron algunos servicios concretos por el hecho de reconocerse y utilizarse en beneficio de la Iglesia determinados carismas, talentos y dones particulares (1Cor 12,28-31).
Precisamente en ese principio descansaba la función de "obispo", que se definía por un cometido específico para el cual eran necesarias ciertas aptitudes y cualidades. Las cartas pastorales reflejan bien la tendencia paulina a favorecer este aspecto. En concreto parecen representarse el paso del orden de los "ancianos" al de los "obispos" de tal manera que, en cada caso, del grupo de los ancianos sale uno especialmente encargado de la predicación y de dirigir la comunidad, es decir, alguien apto para la función de "obispo" (1Tim 5,17). El presupuesto tácito es que cada comunidad debe tener un solo obispo como jefe responsable de la misma. Esto se desprende de la noción de la comunidad como una gran familia con un solo padre o responsable a la cabeza. Da así comienzo una evolución que necesariamente habrá de desembocar en el monoepiscopado.»
En tal sentido se expresa también Pablo en Mileto, al despedirse de los presbíteros de Éfeso: (Act 20,28). La institución de los ancianos implicaba, por otra parte, que el «episcopado» era cosa de varones, mientras que al diaconado se admitían igualmente mujeres (1Tim 3,11), esclavas inclusive; en cuanto a la «diaconisa» Febe, en cuya casa se reunía sin duda la comunidad de Céncreas (Rom 16,1 s.), es probable que también presidiera allí la eucaristía. Lo mismo puede decirse de Prisca y Aquilas con «la comunidad que se reúne en su casa» (Rom 16,3-5), de Junia (Rom 16,7) y de Ninfa «con la comunidad de su casa» (Col 4,15). Llama la atención, en cambio, que en las cartas pastorales (1 y 2Tim; Tit) no se atribuya ninguna función cultual al obispo y a los presbíteros &endash;entre aquél y éstos no había ninguna diferencia de «grado»- cuya responsabilidad, .
Otro tanto sucede con la carta de Santiago (finales del siglo 1), en la que los presbíteros se mencionan &endash;casi podríamos decirlo&endash; como una extensión incidental de la comunidad, justo aptos para visitar a los enfermos y orar sobre ellos (Sant 5,14). Quienes parecen llevar la voz cantante son más bien los «doctores» (o «maestros»).
Si por una parte nadie pone en duda que el «Pastor de Hermas» desconocía el episcopado monárquico, por otra difieren las opiniones sobre el modo de interpretar, en las cartas pastorales, el papel del obispo único como jefe de la comunidad, y tampoco se sabe con certeza si Policarpo era o no obispo monárquico de Esmirna. Aún más importante que la cuestión de los cargos eclesiásticos es para nuestro tema esta otra: en las cartas pastorales se echa ya de ver cierto distanciamiento entre los dirigentes comunitarios y la comunidad misma. , una comunidad que ha dejado también de participar en la elección e investidura de sus jefes.
2. Ignacio de Antioquía Las cartas del obispo y mártir Ignacio de Antioquía, que la investigación moderna sitúa entre los años 160 y 170, reflejan un cambio decisivo en esa evolución. Por vez primera encontramos en ellas el episcopado monárquico y la jerarquía . Esto parece ser ya entonces el orden vigente en la Iglesia. Ignacio, como obispo de Antioquía, no es caso único; según él, hay otros obispos ya «establecidos hasta en los confines [de la tierra]» (ad kph. 3, 2). «No hagáis nada sin el obispo)), sigue diciendo. El obispo representa a Cristo. Por eso los fieles han de estarle sometidos, como lo están a Cristo (Trall. 2, 1). (Esm. 9, 1). La queja de Ignacio es ésta: (Magn. 4).
El obispo, uno solo, dirige la comunidad junto con los presbíteros y diáconos. Honrarlos y someterse a ellos es igualmente un deber para los fieles. (Magn. 7, 1). El que obra sin contar con el obispo, los presbíteros y los diáconos, se encuentra «fuera del santuario» (Trall. 7,2).
En esa triple gradación &endash;obispo, presbíteros y diáconos&endash; se percibe ya netamente el papel del clero y la jerarquía frente al resto de la comunidad. El círculo no tardará en cerrarse: la eucaristía determinará en gran medida el puesto singular del obispo. Obispo y eucaristía se funden en un todo. El obispo es garante de la unidad simbolizada y realizada por la eucaristía: (Philad. 4). Cierto que, al dar por legítima una sola celebración eucarística presidida por el obispo o un representante suyo (Esm. 8, 1), únicamente se afirma la autoridad del obispo, sin que esto implique una consagración u «ordenación» sacramental. La jerarquía de obispo, presbíteros y diáconos se opone, sí, a los fieles, pero todavía no como dos «clases» separadas: laicado y clero. Los dirigentes eclesiásticos no son «clérigos».
Este cambio de que estamos hablando se produjo a principios del siglo III, como quien dice «de la noche a la mañana». (Tales cambios «repentinos» han sido frecuentes en la historia, simplemente porque los tiempos estaban ya maduros para ello.) También es verdad que no descubrimos nada de esto en los escritos de Ireneo de Lyón (ca. 200). Como lo subraya von Campenhausen, Ireneo no alude a . Con todo, no se detendría ya el proceso hacia una Iglesia en dos estamentos, ordo y plebs, clero y laicado. Así lo atestiguan Tertuliano en la Iglesia de Cartago, Hipólito en la de Roma, Clemente y Orígenes en la de Alejandría.
3. La Iglesia se vuelve clerical En el transcurso del siglo III se consuma definitivamente la división entre clero y seglares. La Iglesia se vuelve clerical en el pleno sentido de la palabra. Por una parte existe el «presbiterado», presidido por el obispo (que puede o ser un presbítero como los demás o estar por encima de ellos), y por otra los fieles.79
Ya en el primer cuarto de siglo, san Hipólito, en su Tradición apostólica (no hace aquí al caso que Hipólito sea o no el autor original de esta obra), nos presenta la siguiente organización de la Iglesia: el obispo es sumo sacerdote, pastor, maestro y responsable de las decisiones en la comunidad. Le rodean y secundan los presbíteros. Éstos y los diáconos constituyen el clero (lat. ordo, clerus; gr. proedría). Lo que separa a todo este clero de los seglares es la celebración de la liturgia. Hay también otras categorías, pero sólo las determina su respectiva función.
El clero, en cambio, es ordenado mediante la imposición de manos en razón del papel que desempeña en la liturgia, la cual exigía una ordenación. Ésta no puede todavía compararse con la ordenación sacerdotal que hoy conocemos y que sólo aparecería en el siglo V. Tratábase no de una ordenación ad personam, o sea vinculada personalmente al que la recibía, sino ad officium, es decir, de la habilitación para ejercer un cargo u oficio específico, y duraba lo que duraba éste. La ordenación, pues, estaba estrictamente condicionada por el «cargo» y ligada a él. No era un sacramento, sino la encomienda de un oficio.
4 Sacrificio, luego sacerdote No es fruto del azar que el sacerdocio surgiera como institución desde principios del siglo III: . En efecto, la noción de la eucaristía como sacrificio estaba ya en aquel entonces firmemente arraigada, para lo cual habían bastado unos cien años. En la Iglesia primitiva, comenzando por los relatos neotestamentarios de la Ultima Cena, la celebración del ágape «con el Señor resucitado» se interpretaba obligatoriamente como memoria, es decir, a la vez recuerdo y actualización de su Pasión. A partir del siglo II, topamos ya cada vez más a menudo con la idea de que la comunidad ofrece su Señor al Padre como víctima. Cristo queda así transformado en el «sacrificio» de la Iglesia. Al desarrollo de este concepto contribuyó no poco, como antes veíamos (cf. supra, p. 96), la acusación de ateísmo de que fueron objeto los cristianos por parte del Estado romano.
Ya en la primera carta de san Clemente, se dice de los presbíteros obligados a renunciar a su ministerio (leiturgía), que habían (44, 3) y (dora, 44, 4). Se admite sin discusión que leiturgía no tiene aquí un significado cultual y que sólo se refiere al ejercicio de una función. Lo contrario sucede con la palabra «ofrendas», en la que algunos ven también o principalmente una alusión a la eucaristía.
San Justino, como hemos visto (cf. supra, p. 73), hace a su vez ciertas declaraciones que casi es forzoso interpretar en el sentido de la ulterior doctrina católica. San Ignacio de Antioquía no dice explícitamente que la eucaristía tenga carácter de sacrificio, «pero lo da bien a entender». Él mismo quisiera ser inmolado a Dios, si hubiese todavía un «altar» (thusiasterion), con lo cual presupone que la comunidad se reúne en torno a un sacrificio. En cuanto a san Clemente de Alejandría, en ninguna parte trata temáticamente de los sacramentos, incluida la eucaristía, pero de sus comentarios ocasionales se desprende que consideraba la eucaristía a un tiempo como oración, comida y sacrificio.
«Queda [...] por señalar que también Clemente relaciona con la eucaristía la idea de sacrificio.» La misma doctrina nos transmiten, por último, Tertuliano y san Cipriano, ambos de Cartago. Es curioso que Tertuliano escribiera todo un tratado sobre el bautismo y otro sobre la penitencia, pero ninguno acerca de la eucaristía. Sin embargo, a él debemos el vocabulario eucarístico más rico de la literatura cristiana, por ejemplo la expresión dominica sollemnia y en especial el nombre, ya clásico en la Iglesia, de «sacramento de la eucaristía» (eucharistiae sacramentum). La presencia real de Cristo y el sacrificio son para Tertuliano los rasgos esenciales de la eucaristía. Notemos también que, según este autor, los que presiden la eucaristía son «ancianos estimados» (probati seniores).
San Cipriano, obispo de Cartago, nos ocupará un poco más en las páginas que siguen. En lo que atañe a la eucaristía, tiene fama de ser quien subrayó con mayor fuerza su carácter de sacrificio. Mas aquí se impone cierta cautela. Como lo muestra sobre todo su LXIII carta, escrita en el año 253, la eucaristía es para él sacrificium, passio y oblatio («sacrificio», «pasión», «ofrenda»), pero siempre en el antiguo sentido de memoria o commemoratio («recuerdo», «conmemoración»). Es también dominicae passionis et nostrae redemptionis sacramentum (). La palabra sacramentum tiene aquí el significado de actualización sacramental.
Eso no nos impide reconocer, claro está, que el concepto dominante en el siglo III acerca de la eucaristía era no el de una actualización, sino el de una ofrenda del sacrificio de Jesús. Y, conforme a la mentalidad de la época, donde hay sacrificio hay sacerdote. «Primero surge la idea de una celebración típicamente cristiana del culto y sacrificio, y luego, naturalmente, la de una función y condición sacerdotal exigida por ese ministerio [...]. Así, la noción del sacerdocio se sigue, como hemos dicho, de la del sacrificio cultual.» En aquellos tiempos, sin embargo, el sacerdocio continuaba teniéndose únicamente por un «oficio» o cargo.
5. Gran viraje con Cipriano Tampoco para san Cipriano es un sacramento la ordenación sacerdotal. No obstante, tanto él como toda su época &endash;mediados del siglo III&endash; representan un importante viraje en lo relativo a las estructuras del clero. El cambio se da en tres niveles.
1. Al principio se integran en la jerarquía, junto con los obispos y presbíteros, oficios exteriores al clero propiamente dicho, como el de los «doctores» o «maestros». Éstos quedan así sometidos a la vigilancia y control del obispo,
2. En adelante es posible el «ascenso» jerárquico, pasando de un oficio inferior que antes era permanente, por ejemplo el de lector, a otro superior como el de presbítero y hasta el de obispo. La asignación provisional de un rango inferior podía obedecer a distintos motivos: edad insuficiente, tiempo de prueba, compensación económica, etcétera. El presbítero estaba en otra «categoría salarial» .
3. Esto nos lleva al tercer punto. El cargo eclesiástico se convierte en una verdadera profesión que permite ganarse el pan, dejando ya de ser, como en épocas anteriores, un oficio «paralelo», añadido a otro profano. De esta suerte la Iglesia evolucionaba hacia una organización seudoestatal No es pues de extrañar que Cipriano nos presente un panorama totalmente cambiado del clero y su relación con los laicos. En el clero queda firmemente implantado el orden jerárquico . De cara a la «tradición apostólica», hay que señalar dos transformaciones de graves consecuencias: a) En primer lugar, la posición del obispo es revalorizada al máximo.
Con la palabra sacerdos, Cipriano designa siempre al obispo, es decir, al «sacerdote por excelencia», que ocupa el lugar de Cristo (sacerdos vice Christi). Como tal, es responsable de sus actos sólo ante Dios. Los obispos son los sucesores de los Apóstoles, primeros «obispos». Cipriano independiza también el estado de los presbíteros. Éstos presiden ya la eucaristía con pleno derecho, personificando así el sacerdocio levítico del Templo. El obispo transmite a los presbíteros sus prerrogativas (gracia de la elección, posesión del Espíritu, perdón de los pecados, eucaristía) y distribuye los «lotes» (kleroi) de la herencia, cuyos beneficiarios reciben por ello el nombre de «clérigos» (clerici) y, colectivamente, el de «clero» (clerus). Del clero forman parte no sólo los ministros de rango superior (obispo, presbíteros, diáconos), sino también los de grados inferiores (acólitos, lectores). Esta pertenencia no está ya determinada por la liturgia; clérigo es sin más el titular de un oficio eclesiástico.
b) Con ello se ahonda todavía más el foso existente entre clero y pueblo. El binomio clerus-plebs es frecuente en los escritos de Cipriano. Hay una neta división entre clérigos y laicos. Cuando el obispo &endash;o el presbítero que lo representa&endash; hace su entrada en la iglesia, el pueblo ha de ponerse en pie. De un «pueblo sacerdotal» se ha dado por fin el paso hacia un «pueblo de los sacerdotes».
En consecuencia, los seglares se verían condenados a una pasividad cada vez mayor. De esto nos brindan una buena ilustración las Seudoclementinas, novela del cristianismo primitivo &endash;la primera «novela» cristiana, podemos decir&endash; que data de la primera mitad del siglo lII. En ella Pedro da a Clemente, su sucesor (!), instrucciones sobre el modo de ejercer su función y sobre las respectivas obligaciones de presbíteros, diáconos, catequistas y fieles. la Iglesia se compara a un navío cuyo timonel es Cristo.
El obispo es el segundo timonel, los presbíteros constituyen la tripulación propiamente dicha, los diáconos son los remeros, y los catequistas los comisarios de a bordo. La «multitud de los hermanos», o sea los fieles, son los pasajeros. Éstos no conducen la nave, sino que son conducidos en ella; venga lo que viniere, el éxito de su viaje depende enteramente de lo que la tripulación pueda o no pueda hacer. He ahí el cuadro de la Iglesia clerical que había de perdurar a través de los siglos hasta los tiempos actuales.
Para completarlo, sólo faltaba el siguiente aviso: "Los viajeros deben mantenerse tranquilos y bien sentados en su spuestos, ya que un comportamiento desordenado pordía desequilibrar peligrosamente la nave y hacerla escorar".
6. Carácter indeleble del sacerdocio Con san Agustín (354-430) se da un nuevo paso en el modo de entender el sacerdocio, que adquiere una connotación personal. En efecto, Agustín . Aun si el sacerdote deja de serlo en cuanto a su función, subsiste el carácter impreso en él por el sacramento del orden. acaso alguien, por faltas cometidas, es depuesto de su oficio, conserva a pesar de todo el Sacramento del Señor, que recibió de una vez para siempre.
Por eso la ordenación, según san Agustín, no puede repetirse. Le ha sido conferida indeleblemente al sacerdote y pertenece ya a su «carácter». Es como la marca (character) que se imprime en la carne de esclavos, soldados y animales para denotar una inalienable relación de propiedad (esclavo - amo, soldado - emperador, ganado - pastor). ."’
Antes del siglo V, pues, no es posible hablar de un sacerdocio tal y como hoy se concibe. «De todas maneras, en los escritos de los anteriores Padres de la Iglesia no aparece el menor rastro de un "carácter indeleble" ni de un "sacramento" del orden, y quien crea haberlo encontrado es víctima de un malentendido [...] El cambio decisivo hacia esa noción absolutamente nueva del sacerdocio se produjo entre fines del siglo IV y principios del V».
Queda así demostrado que todos los cargos u «oficios» eclesiásticos son hechura de la Iglesia. Ninguno de ellos se remonta a Jesús, ni siquiera el de obispo y menos todavía el de sacerdote. La Iglesia, por tanto, sigue siendo también hoy libre de disponer de esos oficios a su guisa. La máxima diversidad se encuentra en la celebración de la eucaristía. Según las épocas y lugares, estuvo a cargo de la comunidad en bloque, de padres de familia, amas de casa, profetas, maestros, ancianos, obispos (en el sentido antiguo de la palabra), presbíteros y, a partir del siglo V, sacerdotes sacramentalmente ordenados. Durante casi cuatrocientos años no se requirió una «ordenación sacerdotal» para celebrar la eucaristía. ¿Por qué ha de ser hoy indispensable?
CONCLUSION
Resumiendo lo dicho en los capítulos que preceden, podemos retener lo siguiente: 1. En la Iglesia católica hay dos estamentos, clero y laicado, con distintos privilegios, derechos y deberes. Esta estructura eclesial no corresponde a lo que Jesús hizo y enseñó. Sus efectos, por tanto, no han sido beneficiosos para la Iglesia en el transcurso de la historia.
2. El concilio Vaticano II intentó, sí, salvar el foso existente entre clérigos y laicos, mas no logró suprimirlo. También en los documentos conciliares, los seglares aparecen como asistentes de la jerarquía, sin ninguna posibilidad de reivindicar sus derechos con eficacia.
3. Jesús rechazó el sacerdocio judío y los sacrificios cruentos de su época. Rompió las relaciones con el Templo y su culto. celebrado por sacerdotes. Anunció la ruina del Templo de Jerusalén y dio a entender que en su lugar no imaginaba ningún otro templo. Por eso fueron los sacerdotes judíos quienes le llevaron a la cruz.
4. Ni una sola palabra de Jesús permite deducir que deseara ver entre sus seguidores un nuevo sacerdocio y un nuevo culto con carácter de sacrificio. Él mismo no era sacerdote, como no lo fue ninguno de los doce apóstoles, ni Pablo. Tampoco en los restantes escritos neotestamentarios se percibe huella alguna de un nuevo sacerdocio.
5. Jesús no quiso que hubiera entre sus discípulos distintas clases o estados. «Todos sois hermanos», declara (Mt 23,8). Por ello los primeros cristianos se daban unos a otros el nombre de «hermanos» y «hermanas», teniéndose por tales.
6. En contradicción con esa consigna de Jesús, se constituyó a partir del siglo III una «jerarquía» o «autoridad sagrada», de resultas de la cual los fieles quedaron divididos en dos estamentos: clero y laicado, «ordenados» y «pueblo». La jerarquía reivindicó para sí la dirección de las comunidades y, sobre todo, la liturgia. Acrecentó más y más sus poderes hasta que el papel de los seglares quedó reducido al de meros servidores obligados a obedecer.
7. La extensión de la Iglesia por el mundo exigió cargos oficiales que, como demuestra la historia, tomaron formas muy diversas. Todos esos oficios, incluido el de obispo, son creaciones de la Iglesia misma. En su mano está, pues, conservarlos, modificarlos o suprimirlos, según lo requieran las circunstancias.
8. A partir del siglo V se hizo necesaria, para celebrar la eucaristía, la intervención de un sacerdote sacramentalmente ordenado. Desde entonces se abrió también camino la idea de que la ordenación sacerdotal imprime un «carácter» indeleble en quien la recibe. Esta doctrina, reelaborada por la teología medieval, sería elevada al rango de dogma de fe por el concilio de Trento, en el siglo XVI.
9. Durante cuatrocientos años, los «seglares» -según el término hoy utilizado- estuvieron presidiendo la eucaristía. Esto prueba que para ello no es necesario el concurso de un sacerdote que haya recibido el sacramento del orden, idea imposible de fundamentar tanto bíblica como dogmáticamente.
10. El requisito previo para presidir la eucaristía debe ser, pues, no una consagración u ordenación sacramental, sino un encargo. Este cometido puede confiarse a un hombre o a una mujer, casados o célibes. Ambos por igual tienen derecho a postular cualquier oficio eclesiástico, lo que incluye automáticamente la facultad para celebrar la eucaristía.
Los problemas relativos a la escasez de sacerdotes, las comunidades sin eucaristía, el celibato, la ordenación de mujeres, etc., determinan en gran medida, aunque no exclusivamente, la grave situación a la que nos referimos. Cada vez con mayor frecuencia vemos asumir el papel de guías o líderes parroquiales a seglares que, por no estar "ordenados", no pueden celebrar la eucaristía con sus feligreses, como sería su obligación.
Esto no planteaba problema alguno en la Iglesia primitiva, donde la celebración de la Eucaristía dependía sólo de la comunidad. Los encargados de presidir la eucaristía, de acuerdo con la comunidad, no eran "sacerdotes ordenados", sino feligreses absolutamente normales. En la actualidad los llamaríamos seglares, es decir, hombres e incluso mujeres, por lo común casados, aunque también los había solteros. Lo importante era su nombramiento por la comunidad. ¿Por qué lo que antaño fue posible no habría de serlo también hoy?
Si Jesús, como se afirma, fundó el sacerdocio de la Nueva Alianza, ¿por qué no hay de ello la menor mención durante los primeros cuatro cientos años de vida de la Iglesia? Se dice también que Jesús fundó los siete sacramentos administrados en la Iglesia católica. En más de un caso es difícil probarlo, pero en lo que atañe al sacramento del orden resulta totalmente imposible. Más bien mostró Jesús, con palabras y hechos, que no quería sacerdotes.
Ni él mismo era sacerdote ni lo fue ninguno de los "Doce", como tampoco Pablo. De igual manera es imposible atribuir a Jesús la creación del orden episcopal. Nada permite sostener que los Apóstoles, para garantizar la permanencia de su función, constituyeron a sus sucesores en obispos. El oficio de obispo es, como todos los demás oficios en la Iglesia, creación de esta última, con el desarrollo histórico que conocemos. Y así la Iglesia ha podido en todo tiempo y sigue pudiendo disponer libremente de ambas funciones, episcopal y sacerdotal, manteniéndolas, modificándolas o suprimiéndolas.
La crisis de la Iglesia perdurará mientras ésta no decida darse una nueva constitución que acabe de una vez para siempre con los dos estamentos actuales: sacerdotes y seglares, ordenados y no ordenados. Habrá de limitarse a un único "oficio", el de guiar a la comunidad y celebrar con ella la eucaristía, función que podrán desempeñar hombre o mujeres, casados o solteros. Quedarían así resueltos de un plumazo el problema de la ordenación de las mujeres y la cuestión del celibato.
A la pretensión de acabar con las "dos clases" existentes en la Iglesia suele objetarse, sobre todo, que siempre se han dado evoluciones estructurales fundantes -aunque indirectamente- en el Nuevo Testamento. El ejemplo aducido más a menudo es el del bautismo de los niños, que n aparece expresamente en el Nuevo Testamento, pero que tampoco lo contradice. Ahora bien, esa referencia a las "evoluciones estructurales" sólo puede tenerse por válida mientras tales evoluciones sean conformes a los enunciados básicos del Evangelio. Si se ponen a éste en puntos esenciales, han de considerarse ilegítimas, insostenibles y nocivas.
Esto se aplica sin duda alguna a la Iglesia "sacerdotal" o clerical. Interrogando a los testigos de los tiempos bíblicos y del cristianismo primitivo, llegamos a la conclusión clara y convincente de que episcopado y sacerdocio se desarrollaron en la Iglesia al margen de la Escritura y fueron más adelante justificados como parte del dogma. Todo parece hoy indicar que ha llegado la hora, para la Iglesia, de regresar a su ser propio y original.
FORMACION PROGRESIVA DE LA JERARQUÍA (págs. 98-156)
1. Comunidad y oficios en las cartas del Nuevo Testamento El modo concreto en que la Iglesia evolucionó hacia el establecimiento de una jerarquía ha sido ya ampliamente explicado por especialistas más competentes que el autor de este libro. El concepto de «autoridad» era ajeno a las primitivas comunidades cristianas.
Cierto que Pablo no vacilaba en zanjar con una palabra «autoritaria» algunas discusiones sobre aspectos secundarios (1Cor 11,16) Tampoco le repugnaba proponerse él mismo como ejemplo digno de imitación (1Cor 4, 16; cf. 11,1; Flp 4,9) a los ojos de sus «queridos hijos», a quienes «había engendrado por el Evangelio» (1Cor 4,14 s.; cf. Film 10), e incluso, en el peor de los casos, amenazarlos con «el palo» (1Cor 4,21).
Sin embargo, por cuanto cada comunidad encarnaba como tal la relación con Cristo, para Pablo toda la comunidad cristiana, es decir, todo el Cuerpo de Cristo, estaba obligada a un obrar común, y no a una obediencia pasiva. Así lo comprobamos con motivo de la «cena del Señor» (1Cor 11,17-34), y de la disciplina que debía reinar en la comunidad (1Cor 5,1-13).
Por eso a Pablo le parecía también evidente que, junto con los apóstoles (¡no a las órdenes de ellos!), actuaran como guías comunitarios los profetas y doctores (1Cor 12,28; cf. Efe 4,11), quienes a veces llegaron a desempeñar un papel decisivo en ciertas comunidades, por ejemplo en la de Antioquía (Act 13,1) y, como ya hemos visto (cf. supra, p. 73), en la comunidad destinataria de la Didakhé, donde a obispos y diáconos les costaba trabajo imponerse frente a los profetas y doctores. En las comunidades paulinas, también otros miembros ponían al servicio de los demás los dones que habían recibido del Espíritu, como curar, profetizar, consolar y ayudar de diversas maneras (Rom 12; 1Cor 12).
Todos los bautizados «deben estar bien persuadidos de que cada miembro del Cuerpo de Cristo tiene una especial dignidad y comparte la responsabilidad común de construir una comunidad fraterna bajo la guía del Espíritu Santo; quedan excluidos, pues, cualesquiera privilegios y discriminaciones, ya que los distintos carismas y "oficios" no entrañan en la comunidad ningún tipo de dominio, siendo en definitiva cosa de todos y controlada por todos, y entendiéndose además como "servicio" (diakonía) prestado al Señor y a los hermanos».
En la carta a los Efesios, de fines del siglo I, topamos con una enumeración algo curiosa de los «dones» de Cristo: apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros (Ef 4,11). La mirada se dirige tanto al pasado como al presente. La mención de los «pastores» indica que «a los dirigentes de la comunidad se les atribuía ya un papel de creciente importancia».
Cuanto con mayor claridad iba perfilándose el final de la era apostólica, tanto más parecía imponerse, casi por fuerza, una permanente estructura jerárquica. De ésta creemos percibir ya ciertos signos cuando en una de las últimas cartas de Pablo, la dirigida a los Filipenses, el Apóstol habla de «obispos» (epíscopoi = guardianes, inspectores) y «diáconos» (= servidores), aun si los cita después de los «santos», o sea de los fieles. En modo alguno, sin embargo, se trata aquí de oficios con carácter sagrado y menos de una jerarquía o de un orden sacerdotal. Tal era también el caso de los «ancianos» (o «presbíteros») que en las comunidades judeocristianas dirigían la Iglesia local (en Jerusalén: Act 11,30; 15,2.4.6; en Éfeso: Act 20,17).
Aquellos «ancianos», que también lo eran por su edad &endash;al menos en los comienzos &endash;mantenían idealmente en las comunidades paulinas y joánicas la continuidad de la Iglesia postapostólica con la generación de los fundadores. Ambas «instituciones» tenían un punto en común: la condición de dirigente entrañaba el ejercicio de ciertas funciones importantes para la comunidad, .
Desde luego, era inevitable que las dos «instituciones» (obispos/diáconos y presbíteros) se entremezclaran en la práctica, hasta el punto de que se hablara de «ancianos» o de «obispos» dando a esas palabras el mismo sentido (Tit 1,5-7). «De ahí podemos inferir que el autor de la carta equipara voluntariamente a los ancianos, cuya presencia al menos parcial presupone en las comunidades destinatarias, con los "obispos", para luego interpretar ambas funciones de la misma manera.
No se trata sólo de sustituir un concepto por otro. La institución de los ancianos, según los modelos judaicos, se basaba en el natural respeto debido a una persona por su avanzada edad, su experiencia y su posición social. El oficio de "anciano" era, pues, un cargo honorífico con rasgos netamente significativos. A ese grupo pertenecían los miembros de la comunidad que gozaban de consideración pública. Esto, sin embargo, se oponía al aprecio de la persona en razón de un carisma, ya que en las comunidades paulinas surgieron algunos servicios concretos por el hecho de reconocerse y utilizarse en beneficio de la Iglesia determinados carismas, talentos y dones particulares (1Cor 12,28-31).
Precisamente en ese principio descansaba la función de "obispo", que se definía por un cometido específico para el cual eran necesarias ciertas aptitudes y cualidades. Las cartas pastorales reflejan bien la tendencia paulina a favorecer este aspecto. En concreto parecen representarse el paso del orden de los "ancianos" al de los "obispos" de tal manera que, en cada caso, del grupo de los ancianos sale uno especialmente encargado de la predicación y de dirigir la comunidad, es decir, alguien apto para la función de "obispo" (1Tim 5,17). El presupuesto tácito es que cada comunidad debe tener un solo obispo como jefe responsable de la misma. Esto se desprende de la noción de la comunidad como una gran familia con un solo padre o responsable a la cabeza. Da así comienzo una evolución que necesariamente habrá de desembocar en el monoepiscopado.»
En tal sentido se expresa también Pablo en Mileto, al despedirse de los presbíteros de Éfeso: (Act 20,28). La institución de los ancianos implicaba, por otra parte, que el «episcopado» era cosa de varones, mientras que al diaconado se admitían igualmente mujeres (1Tim 3,11), esclavas inclusive; en cuanto a la «diaconisa» Febe, en cuya casa se reunía sin duda la comunidad de Céncreas (Rom 16,1 s.), es probable que también presidiera allí la eucaristía. Lo mismo puede decirse de Prisca y Aquilas con «la comunidad que se reúne en su casa» (Rom 16,3-5), de Junia (Rom 16,7) y de Ninfa «con la comunidad de su casa» (Col 4,15). Llama la atención, en cambio, que en las cartas pastorales (1 y 2Tim; Tit) no se atribuya ninguna función cultual al obispo y a los presbíteros &endash;entre aquél y éstos no había ninguna diferencia de «grado»- cuya responsabilidad, .
Otro tanto sucede con la carta de Santiago (finales del siglo 1), en la que los presbíteros se mencionan &endash;casi podríamos decirlo&endash; como una extensión incidental de la comunidad, justo aptos para visitar a los enfermos y orar sobre ellos (Sant 5,14). Quienes parecen llevar la voz cantante son más bien los «doctores» (o «maestros»).
Si por una parte nadie pone en duda que el «Pastor de Hermas» desconocía el episcopado monárquico, por otra difieren las opiniones sobre el modo de interpretar, en las cartas pastorales, el papel del obispo único como jefe de la comunidad, y tampoco se sabe con certeza si Policarpo era o no obispo monárquico de Esmirna. Aún más importante que la cuestión de los cargos eclesiásticos es para nuestro tema esta otra: en las cartas pastorales se echa ya de ver cierto distanciamiento entre los dirigentes comunitarios y la comunidad misma. , una comunidad que ha dejado también de participar en la elección e investidura de sus jefes.
2. Ignacio de Antioquía Las cartas del obispo y mártir Ignacio de Antioquía, que la investigación moderna sitúa entre los años 160 y 170, reflejan un cambio decisivo en esa evolución. Por vez primera encontramos en ellas el episcopado monárquico y la jerarquía . Esto parece ser ya entonces el orden vigente en la Iglesia. Ignacio, como obispo de Antioquía, no es caso único; según él, hay otros obispos ya «establecidos hasta en los confines [de la tierra]» (ad kph. 3, 2). «No hagáis nada sin el obispo)), sigue diciendo. El obispo representa a Cristo. Por eso los fieles han de estarle sometidos, como lo están a Cristo (Trall. 2, 1). (Esm. 9, 1). La queja de Ignacio es ésta: (Magn. 4).
El obispo, uno solo, dirige la comunidad junto con los presbíteros y diáconos. Honrarlos y someterse a ellos es igualmente un deber para los fieles. (Magn. 7, 1). El que obra sin contar con el obispo, los presbíteros y los diáconos, se encuentra «fuera del santuario» (Trall. 7,2).
En esa triple gradación &endash;obispo, presbíteros y diáconos&endash; se percibe ya netamente el papel del clero y la jerarquía frente al resto de la comunidad. El círculo no tardará en cerrarse: la eucaristía determinará en gran medida el puesto singular del obispo. Obispo y eucaristía se funden en un todo. El obispo es garante de la unidad simbolizada y realizada por la eucaristía: (Philad. 4). Cierto que, al dar por legítima una sola celebración eucarística presidida por el obispo o un representante suyo (Esm. 8, 1), únicamente se afirma la autoridad del obispo, sin que esto implique una consagración u «ordenación» sacramental. La jerarquía de obispo, presbíteros y diáconos se opone, sí, a los fieles, pero todavía no como dos «clases» separadas: laicado y clero. Los dirigentes eclesiásticos no son «clérigos».
Este cambio de que estamos hablando se produjo a principios del siglo III, como quien dice «de la noche a la mañana». (Tales cambios «repentinos» han sido frecuentes en la historia, simplemente porque los tiempos estaban ya maduros para ello.) También es verdad que no descubrimos nada de esto en los escritos de Ireneo de Lyón (ca. 200). Como lo subraya von Campenhausen, Ireneo no alude a . Con todo, no se detendría ya el proceso hacia una Iglesia en dos estamentos, ordo y plebs, clero y laicado. Así lo atestiguan Tertuliano en la Iglesia de Cartago, Hipólito en la de Roma, Clemente y Orígenes en la de Alejandría.
3. La Iglesia se vuelve clerical En el transcurso del siglo III se consuma definitivamente la división entre clero y seglares. La Iglesia se vuelve clerical en el pleno sentido de la palabra. Por una parte existe el «presbiterado», presidido por el obispo (que puede o ser un presbítero como los demás o estar por encima de ellos), y por otra los fieles.79
Ya en el primer cuarto de siglo, san Hipólito, en su Tradición apostólica (no hace aquí al caso que Hipólito sea o no el autor original de esta obra), nos presenta la siguiente organización de la Iglesia: el obispo es sumo sacerdote, pastor, maestro y responsable de las decisiones en la comunidad. Le rodean y secundan los presbíteros. Éstos y los diáconos constituyen el clero (lat. ordo, clerus; gr. proedría). Lo que separa a todo este clero de los seglares es la celebración de la liturgia. Hay también otras categorías, pero sólo las determina su respectiva función.
El clero, en cambio, es ordenado mediante la imposición de manos en razón del papel que desempeña en la liturgia, la cual exigía una ordenación. Ésta no puede todavía compararse con la ordenación sacerdotal que hoy conocemos y que sólo aparecería en el siglo V. Tratábase no de una ordenación ad personam, o sea vinculada personalmente al que la recibía, sino ad officium, es decir, de la habilitación para ejercer un cargo u oficio específico, y duraba lo que duraba éste. La ordenación, pues, estaba estrictamente condicionada por el «cargo» y ligada a él. No era un sacramento, sino la encomienda de un oficio.
4 Sacrificio, luego sacerdote No es fruto del azar que el sacerdocio surgiera como institución desde principios del siglo III: . En efecto, la noción de la eucaristía como sacrificio estaba ya en aquel entonces firmemente arraigada, para lo cual habían bastado unos cien años. En la Iglesia primitiva, comenzando por los relatos neotestamentarios de la Ultima Cena, la celebración del ágape «con el Señor resucitado» se interpretaba obligatoriamente como memoria, es decir, a la vez recuerdo y actualización de su Pasión. A partir del siglo II, topamos ya cada vez más a menudo con la idea de que la comunidad ofrece su Señor al Padre como víctima. Cristo queda así transformado en el «sacrificio» de la Iglesia. Al desarrollo de este concepto contribuyó no poco, como antes veíamos (cf. supra, p. 96), la acusación de ateísmo de que fueron objeto los cristianos por parte del Estado romano.
Ya en la primera carta de san Clemente, se dice de los presbíteros obligados a renunciar a su ministerio (leiturgía), que habían (44, 3) y (dora, 44, 4). Se admite sin discusión que leiturgía no tiene aquí un significado cultual y que sólo se refiere al ejercicio de una función. Lo contrario sucede con la palabra «ofrendas», en la que algunos ven también o principalmente una alusión a la eucaristía.
San Justino, como hemos visto (cf. supra, p. 73), hace a su vez ciertas declaraciones que casi es forzoso interpretar en el sentido de la ulterior doctrina católica. San Ignacio de Antioquía no dice explícitamente que la eucaristía tenga carácter de sacrificio, «pero lo da bien a entender». Él mismo quisiera ser inmolado a Dios, si hubiese todavía un «altar» (thusiasterion), con lo cual presupone que la comunidad se reúne en torno a un sacrificio. En cuanto a san Clemente de Alejandría, en ninguna parte trata temáticamente de los sacramentos, incluida la eucaristía, pero de sus comentarios ocasionales se desprende que consideraba la eucaristía a un tiempo como oración, comida y sacrificio.
«Queda [...] por señalar que también Clemente relaciona con la eucaristía la idea de sacrificio.» La misma doctrina nos transmiten, por último, Tertuliano y san Cipriano, ambos de Cartago. Es curioso que Tertuliano escribiera todo un tratado sobre el bautismo y otro sobre la penitencia, pero ninguno acerca de la eucaristía. Sin embargo, a él debemos el vocabulario eucarístico más rico de la literatura cristiana, por ejemplo la expresión dominica sollemnia y en especial el nombre, ya clásico en la Iglesia, de «sacramento de la eucaristía» (eucharistiae sacramentum). La presencia real de Cristo y el sacrificio son para Tertuliano los rasgos esenciales de la eucaristía. Notemos también que, según este autor, los que presiden la eucaristía son «ancianos estimados» (probati seniores).
San Cipriano, obispo de Cartago, nos ocupará un poco más en las páginas que siguen. En lo que atañe a la eucaristía, tiene fama de ser quien subrayó con mayor fuerza su carácter de sacrificio. Mas aquí se impone cierta cautela. Como lo muestra sobre todo su LXIII carta, escrita en el año 253, la eucaristía es para él sacrificium, passio y oblatio («sacrificio», «pasión», «ofrenda»), pero siempre en el antiguo sentido de memoria o commemoratio («recuerdo», «conmemoración»). Es también dominicae passionis et nostrae redemptionis sacramentum (). La palabra sacramentum tiene aquí el significado de actualización sacramental.
Eso no nos impide reconocer, claro está, que el concepto dominante en el siglo III acerca de la eucaristía era no el de una actualización, sino el de una ofrenda del sacrificio de Jesús. Y, conforme a la mentalidad de la época, donde hay sacrificio hay sacerdote. «Primero surge la idea de una celebración típicamente cristiana del culto y sacrificio, y luego, naturalmente, la de una función y condición sacerdotal exigida por ese ministerio [...]. Así, la noción del sacerdocio se sigue, como hemos dicho, de la del sacrificio cultual.» En aquellos tiempos, sin embargo, el sacerdocio continuaba teniéndose únicamente por un «oficio» o cargo.
5. Gran viraje con Cipriano Tampoco para san Cipriano es un sacramento la ordenación sacerdotal. No obstante, tanto él como toda su época &endash;mediados del siglo III&endash; representan un importante viraje en lo relativo a las estructuras del clero. El cambio se da en tres niveles.
1. Al principio se integran en la jerarquía, junto con los obispos y presbíteros, oficios exteriores al clero propiamente dicho, como el de los «doctores» o «maestros». Éstos quedan así sometidos a la vigilancia y control del obispo,
2. En adelante es posible el «ascenso» jerárquico, pasando de un oficio inferior que antes era permanente, por ejemplo el de lector, a otro superior como el de presbítero y hasta el de obispo. La asignación provisional de un rango inferior podía obedecer a distintos motivos: edad insuficiente, tiempo de prueba, compensación económica, etcétera. El presbítero estaba en otra «categoría salarial» .
3. Esto nos lleva al tercer punto. El cargo eclesiástico se convierte en una verdadera profesión que permite ganarse el pan, dejando ya de ser, como en épocas anteriores, un oficio «paralelo», añadido a otro profano. De esta suerte la Iglesia evolucionaba hacia una organización seudoestatal No es pues de extrañar que Cipriano nos presente un panorama totalmente cambiado del clero y su relación con los laicos. En el clero queda firmemente implantado el orden jerárquico . De cara a la «tradición apostólica», hay que señalar dos transformaciones de graves consecuencias: a) En primer lugar, la posición del obispo es revalorizada al máximo.
Con la palabra sacerdos, Cipriano designa siempre al obispo, es decir, al «sacerdote por excelencia», que ocupa el lugar de Cristo (sacerdos vice Christi). Como tal, es responsable de sus actos sólo ante Dios. Los obispos son los sucesores de los Apóstoles, primeros «obispos». Cipriano independiza también el estado de los presbíteros. Éstos presiden ya la eucaristía con pleno derecho, personificando así el sacerdocio levítico del Templo. El obispo transmite a los presbíteros sus prerrogativas (gracia de la elección, posesión del Espíritu, perdón de los pecados, eucaristía) y distribuye los «lotes» (kleroi) de la herencia, cuyos beneficiarios reciben por ello el nombre de «clérigos» (clerici) y, colectivamente, el de «clero» (clerus). Del clero forman parte no sólo los ministros de rango superior (obispo, presbíteros, diáconos), sino también los de grados inferiores (acólitos, lectores). Esta pertenencia no está ya determinada por la liturgia; clérigo es sin más el titular de un oficio eclesiástico.
b) Con ello se ahonda todavía más el foso existente entre clero y pueblo. El binomio clerus-plebs es frecuente en los escritos de Cipriano. Hay una neta división entre clérigos y laicos. Cuando el obispo &endash;o el presbítero que lo representa&endash; hace su entrada en la iglesia, el pueblo ha de ponerse en pie. De un «pueblo sacerdotal» se ha dado por fin el paso hacia un «pueblo de los sacerdotes».
En consecuencia, los seglares se verían condenados a una pasividad cada vez mayor. De esto nos brindan una buena ilustración las Seudoclementinas, novela del cristianismo primitivo &endash;la primera «novela» cristiana, podemos decir&endash; que data de la primera mitad del siglo lII. En ella Pedro da a Clemente, su sucesor (!), instrucciones sobre el modo de ejercer su función y sobre las respectivas obligaciones de presbíteros, diáconos, catequistas y fieles. la Iglesia se compara a un navío cuyo timonel es Cristo.
El obispo es el segundo timonel, los presbíteros constituyen la tripulación propiamente dicha, los diáconos son los remeros, y los catequistas los comisarios de a bordo. La «multitud de los hermanos», o sea los fieles, son los pasajeros. Éstos no conducen la nave, sino que son conducidos en ella; venga lo que viniere, el éxito de su viaje depende enteramente de lo que la tripulación pueda o no pueda hacer. He ahí el cuadro de la Iglesia clerical que había de perdurar a través de los siglos hasta los tiempos actuales.
Para completarlo, sólo faltaba el siguiente aviso: "Los viajeros deben mantenerse tranquilos y bien sentados en su spuestos, ya que un comportamiento desordenado pordía desequilibrar peligrosamente la nave y hacerla escorar".
6. Carácter indeleble del sacerdocio Con san Agustín (354-430) se da un nuevo paso en el modo de entender el sacerdocio, que adquiere una connotación personal. En efecto, Agustín . Aun si el sacerdote deja de serlo en cuanto a su función, subsiste el carácter impreso en él por el sacramento del orden. acaso alguien, por faltas cometidas, es depuesto de su oficio, conserva a pesar de todo el Sacramento del Señor, que recibió de una vez para siempre.
Por eso la ordenación, según san Agustín, no puede repetirse. Le ha sido conferida indeleblemente al sacerdote y pertenece ya a su «carácter». Es como la marca (character) que se imprime en la carne de esclavos, soldados y animales para denotar una inalienable relación de propiedad (esclavo - amo, soldado - emperador, ganado - pastor). ."’
Antes del siglo V, pues, no es posible hablar de un sacerdocio tal y como hoy se concibe. «De todas maneras, en los escritos de los anteriores Padres de la Iglesia no aparece el menor rastro de un "carácter indeleble" ni de un "sacramento" del orden, y quien crea haberlo encontrado es víctima de un malentendido [...] El cambio decisivo hacia esa noción absolutamente nueva del sacerdocio se produjo entre fines del siglo IV y principios del V».
Queda así demostrado que todos los cargos u «oficios» eclesiásticos son hechura de la Iglesia. Ninguno de ellos se remonta a Jesús, ni siquiera el de obispo y menos todavía el de sacerdote. La Iglesia, por tanto, sigue siendo también hoy libre de disponer de esos oficios a su guisa. La máxima diversidad se encuentra en la celebración de la eucaristía. Según las épocas y lugares, estuvo a cargo de la comunidad en bloque, de padres de familia, amas de casa, profetas, maestros, ancianos, obispos (en el sentido antiguo de la palabra), presbíteros y, a partir del siglo V, sacerdotes sacramentalmente ordenados. Durante casi cuatrocientos años no se requirió una «ordenación sacerdotal» para celebrar la eucaristía. ¿Por qué ha de ser hoy indispensable?
CONCLUSION
Resumiendo lo dicho en los capítulos que preceden, podemos retener lo siguiente: 1. En la Iglesia católica hay dos estamentos, clero y laicado, con distintos privilegios, derechos y deberes. Esta estructura eclesial no corresponde a lo que Jesús hizo y enseñó. Sus efectos, por tanto, no han sido beneficiosos para la Iglesia en el transcurso de la historia.
2. El concilio Vaticano II intentó, sí, salvar el foso existente entre clérigos y laicos, mas no logró suprimirlo. También en los documentos conciliares, los seglares aparecen como asistentes de la jerarquía, sin ninguna posibilidad de reivindicar sus derechos con eficacia.
3. Jesús rechazó el sacerdocio judío y los sacrificios cruentos de su época. Rompió las relaciones con el Templo y su culto. celebrado por sacerdotes. Anunció la ruina del Templo de Jerusalén y dio a entender que en su lugar no imaginaba ningún otro templo. Por eso fueron los sacerdotes judíos quienes le llevaron a la cruz.
4. Ni una sola palabra de Jesús permite deducir que deseara ver entre sus seguidores un nuevo sacerdocio y un nuevo culto con carácter de sacrificio. Él mismo no era sacerdote, como no lo fue ninguno de los doce apóstoles, ni Pablo. Tampoco en los restantes escritos neotestamentarios se percibe huella alguna de un nuevo sacerdocio.
5. Jesús no quiso que hubiera entre sus discípulos distintas clases o estados. «Todos sois hermanos», declara (Mt 23,8). Por ello los primeros cristianos se daban unos a otros el nombre de «hermanos» y «hermanas», teniéndose por tales.
6. En contradicción con esa consigna de Jesús, se constituyó a partir del siglo III una «jerarquía» o «autoridad sagrada», de resultas de la cual los fieles quedaron divididos en dos estamentos: clero y laicado, «ordenados» y «pueblo». La jerarquía reivindicó para sí la dirección de las comunidades y, sobre todo, la liturgia. Acrecentó más y más sus poderes hasta que el papel de los seglares quedó reducido al de meros servidores obligados a obedecer.
7. La extensión de la Iglesia por el mundo exigió cargos oficiales que, como demuestra la historia, tomaron formas muy diversas. Todos esos oficios, incluido el de obispo, son creaciones de la Iglesia misma. En su mano está, pues, conservarlos, modificarlos o suprimirlos, según lo requieran las circunstancias.
8. A partir del siglo V se hizo necesaria, para celebrar la eucaristía, la intervención de un sacerdote sacramentalmente ordenado. Desde entonces se abrió también camino la idea de que la ordenación sacerdotal imprime un «carácter» indeleble en quien la recibe. Esta doctrina, reelaborada por la teología medieval, sería elevada al rango de dogma de fe por el concilio de Trento, en el siglo XVI.
9. Durante cuatrocientos años, los «seglares» -según el término hoy utilizado- estuvieron presidiendo la eucaristía. Esto prueba que para ello no es necesario el concurso de un sacerdote que haya recibido el sacramento del orden, idea imposible de fundamentar tanto bíblica como dogmáticamente.
10. El requisito previo para presidir la eucaristía debe ser, pues, no una consagración u ordenación sacramental, sino un encargo. Este cometido puede confiarse a un hombre o a una mujer, casados o célibes. Ambos por igual tienen derecho a postular cualquier oficio eclesiástico, lo que incluye automáticamente la facultad para celebrar la eucaristía.
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