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domingo, 5 de septiembre de 2010

Teresa de Calcuta: uso y abuso “espiritual” de una vida “samaritana”


Por José Ignacio Calleja*

Cuando el jueves, 26 de Agosto, leí que se celebraba el centenario del nacimiento de la Madre Teresa de Calcuta, me entretuve pensativo en esta mujer y lo que representaba. Cualquier persona de buena voluntad se muestra admirada por alguien que vive y muere de este modo. Ella, y las mujeres religiosas que la han seguido, las Misioneras de la Caridad, se vacían “entre los pobres del mundo, entre los enfermos y abandonados en la miseria más extrema”. Me preguntaba por su vida y por la sencillez de las palabras que la acompañaron. Simplemente, el amor, puesto a disposición de quienes no tienen nada, ni siquiera un hogar en que refugiarse y ser queridos. Nada.

El amor más gratuito posible entregado a algunos. Porque ésta es la primera dificultad, sólo podemos llegar a algunos, y en la dificultad, la tentación: “Total, ¿para qué?”. Ésta es la primera grandeza de una mujer así, ¡y hay muchas! Nunca calculan primero lo que no pueden hacer, sino lo que sí está a su alcance dar. Sin engañarse sobre la realidad de la miseria, pero, ante todo, hacer ya lo que está en su mano para curar. Digo, ante todo, y no “sólo”.

He leído que la Madre Teresa decía que “debes reaccionar con amor por el pobre más pobre, porque es la única oportunidad de hacerlo en la única vida que tienes”. Expresa su fe en Dios y un corazón en extremo bondadoso, porque esa misma razón es la que muchas veces nos provoca el olvido del mal ajeno: “Total, ¿para qué?”, si detrás de él, hay otro, y otro, y otro. Y además, si sólo se vive una vez, y el desgarro interior que te provoca el amor a los pobres te consume en la única vida que tienes. Por eso decía que, en el caso de Teresa de Calcuta y tantos otros, “primero es la fe en Dios y, (o en su defecto), la fe en la dignidad de cada persona como algo “único”, que me concierne de manera total. Me conmociona y me hace reaccionar.

En sencillo, tras la compasión el pensamiento: nadie es digno en solitario. La miseria padecida por otros es mi responsabilidad y, su mejora, una condición imprescindible del respeto que exijo y merezco como persona. La consecuencia cae por su propio peso. Para el creyente, el amor nunca es perder la vida, sino ganarla; nunca es en vano, sino que siempre es dicha y logro; y para el que cree en la dignidad humana con pasión “religiosa”, ya que no puede hacerlo en Dios, la vida digna de cada uno es incondicionalmente necesaria para afirmar la propia dignidad y sus derechos anejos.

Los dos caminos humanos niegan el valor de una dignidad en solitario, con derechos a la medida de mi vida privilegiada, y sin responsabilidad alguna hacia los más pobres de la tierra. Esta última es una ideología muy extendida, pero es un cuento del liberalismo solitario; un cuento, por cierto, del que participamos la mayoría; yo, también; y un error, no para negar, y disolvernos en un colectivismo moral totalitario, sino que pide dotar de condiciones reales la “vida digna” para cada uno.

Decía que el “santo” realiza ante la miseria de otros, primero, lo que ya está en su mano hacer; y añadía, “no sólo”. El lector con mínimo sentido crítico ya sabe que estoy pensando, como él, en la dimensión social de los problemas humanos. Por más vueltas que le demos, la miseria y las víctimas los son por comportamientos humanos muy injustos y abusivos, que hechos leyes, instituciones y estructuras, nos condicionan como un pecado, en lenguaje religioso, y como una malla social incompatible con la dignidad. No hay dignidad humana posible en esas condiciones de hambre, miseria y muerte, sobre todo de los niños, y no hay dignidad humana posible para quienes vivimos con los ojos cerrados a esas relaciones de injusticia económica internacional, y no hay dignidad posible para quienes justifican su posición privilegiada en “es lo mío”, “es cosa de los mercados”, “me lo merezco”, “no está en mi mano arreglarlo”, “mi consumo, les beneficia”, “el mundo es como es, y todo requiere su tiempo”.

En algún lugar he leído o he escrito —¡yo qué sé!— que la estrategia cultural más perversa ante lo que conocemos como situaciones de miseria, es esta triple línea defensiva: “yo qué sé, acerca del mundo”; y cuando sé algo del mundo de la injusticia, “yo qué puedo hacer”; y cuando descubro que algo sí puedo, “yo no tengo la culpa”. Ya sabía yo que terminaría echando un sermón, ¡con todo lo que esto incomoda a los sabios y entendidos del mundo!, o sea, a los que, como yo, queremos resolver la miseria del mundo, pero arriesgando poco; o para mucho otros, nada; el puro cinismo de: “es la dignidad, la dignidad… los derechos, los derechos… una vida digna, una vida digna”. Y con la boca pequeña, “para mí y los míos”. Pues esto es lo que hay, y me lo recordaba Teresa de Calcuta, con la inconsistencia “política” de su meditación, ¡hay que reconocerlo y rectificar!, pero con la verdad incuestionable de mirar la vida de todos, desde los ojos de la victimas más olvidadas del mundo. Pero, ¿hay otro lugar para mirar y ver lo imprescindible? No.

(Fuente: Religión Digital, 31/08/2010)

* José Ignacio Calleja es sacerdote y profesor de Moral Social Cristiana en Vitoria.

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