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jueves, 9 de septiembre de 2010

XXIV Domingo del Tiempo Ordinario (Lc 15, 1-32) - Ciclo C: La debilidad de Dios



- ... Y el Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo (Ex 32,7-11.13-14).
- ...Y por eso se compadeció de mí: para que en mí, el primero, mostrara Cristo toda su paciencia, y pudiera ser modelo de todos los que creerán en él... (1 Tim 1,1217).
- ...Deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido, y lo hemos encontrado (Lc 15,1-32).

Celebración de la misericordia

Hoy es muy fácil hallar el tema unitario en la liturgia de la palabra: se trata de una celebración de la misericordia de Dios.

-Yahvé, bajo la apremiante y angustiosa petición de Moisés, perdona al pueblo infiel e idólatra (primera lectura).

-Pablo, en la apertura del escrito dirigido a Timoteo (segunda lectura), interpreta toda su propia aventura a la luz de la misericordia divina: Cristo ha tenido con él misericordia, cuando todavía era «un blasfemo, un perseguidor y un violento», y, porque «se fió de él», le ha llamado a ser anunciador de un evangelio de misericordia («podéis fiaros y aceptar sin reserva lo que os digo: que Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero»).

-Jesús, en el evangelio de Lucas, aparece como instrumento de la misericordia de Dios, porque va a buscar y a recuperar lo que estaba perdido («ese acoge a los pecadores y come con ellos», murmuraban escandalizados escribas y fariseos), y revela, a través de las tres parábolas del capítulo 15, el verdadero rostro del Padre (un rostro... materno) y su incurable debilidad frente al «pecador arrepentido».

No es posible, obviamente, poner de relieve, de una manera adecuada, toda la riqueza de estos textos. Por eso, nos limitamos a ofrecer algunas pistas de lectura.


Contrastes


El texto del Exodo está todo él montado sobre el contraste.

-Al amor fiel de Dios se contrapone la ligereza, la superficialidad, la facilidad para la traición de «su» pueblo, que se deja atrapar por lo efímero, seducir por el ídolo, y elige la remuneración inmediata: el becerro de oro, precisamente.

-El pueblo infiel pierde la memoria de los compromisos apenas asumidos en la Alianza. Sin embargo Dios es «el que se acuerda». Y Moisés en su audaz plegaria de intercesión, se acoge precisamente a esta memoria de Dios: «Acuérdate de tus siervos Abrahán, Isaac y Jacob...». O sea, acuérdate de la ininterrumpida historia de fidelidad que has escrito, y que no puede hacerse añicos precisamente ahora.

La Virgen, en el Magnificat, cantará a un Dios que, en vez de recordarse de las culpas, se acuerda «de su misericordia» (Lc 1,54).

-Moisés hace una increíble apuesta: el pueblo que él «sacó de Egipto» (¿pero no era Yahvé quien lo sacó de Egipto? En el lenguaje de un Dios encolerizado «mi pueblo» se ha convertido sorprendentemente en «tu pueblo»...) padece un mal irremediable: «dura cerviz». Y entonces Moisés sospecha que la ira de Dios no puede ser lo mejor para la cabeza dura de aquella gente. Sólo la misericordia (esto es, la debilidad, el corazón, o mejor, las entrañas maternales) puede resultar más fuerte que la «dura cerviz».

Moisés acude, no a la fuerza, sino a la «debilidad» de Dios para vencer la testarudez de un pueblo pervertido.


Alejamiento

Un elemento común a todas las lecturas es el alejamiento.

-El pueblo se aleja pronto de la adoración del único Señor («...pronto se han desviado del camino que yo les había señalado», se lamenta Yahvé).

-Saulo se ha alejado convirtiéndose en «blasfemo». El mismo incluso reconoce que ha estado -aunque sin saberlo- «lejano de la fe». Había puesto su celo «perseguidor» y «violento» al servicio de la causa de Dios (para que algunos sostengan que la historia no se repite...). Sólo que aquella no era más que una imagen deformada de Dios. Descubrirá el verdadero rostro de Dios cuando experimente su misericordia.

-La oveja se extravía después de haberse alejado del redil.

-Y luego está la mujer que pierde una de sus diez monedas.

-Finalmente ahí está el hijo pródigo que se ha alejado de la casa paterna.

-Pero no basta: tenemos también al hijo mayor que está «lejano», aunque jamás haya dejado la casa y el trabajo. Su fidelidad, en efecto, es puramente formal; su obediencia está privada de alegría y de amor; su corazón se manifiesta mezquino, incapaz de perdonar, de aceptar al hermano que se ha equivocado («ese hijo tuyo...»). Lo rechaza, se lo endilga al padre, él no lo reconoce. Y el padre se lo remite, no como su hijo, sino como hermano que ha de amar: «este hermano tuyo...»). Por consiguiente también él se ha alejado, es más, permanece obstinadamente lejano, porque es extraño a la misericordia del padre.

Quizás los lejanos más irrecuperables son los que, irreprensibles, frecuentan la casa y se estacionan en ella, pero rechazan, con desdén, abandonar los rígidos esquemas de un código de comportamiento formal, y se niegan a «entrar» en la lógica loca de la misericordia («se indignó y se negaba a entrar...»).

La verdadera traición es la de aquel que permanece sin dar el paso decisivo: superar el umbral de la observancia exterior y penetrar en el centro de la casa: allí donde late el corazón de un padre, y se da la experiencia sublime de gustar el perdón: «Danos, Padre, la alegría del perdón». Un perdón que hay que recibir y que hay que dar.

Qué contraste estridente entre la arrogante reivindicación del hijo mayor («sin desobedecer nunca una orden tuya») y la humilde confesión de Pablo que se reconoce «el primero» entre los pecadores.

Quien no admite tener necesidad de perdón, además de no experimentar «la alegría del perdón», jamás será capaz de perdonar.



Búsqueda

Entre la lejanía y la vuelta-conversión está de por medio una apasionada búsqueda. Advertimos un extraordinario movimiento -además del de la «fuga»- en los textos de este domingo.

Moisés da pasos en favor de aquella raza de «dura cerviz».

El Señor, el primero, se mueve en dirección de Pablo (no lo espera, va a «alcanzarlo», como lo reconocerá el interesado mismo en Flp 3,12), llamándolo al ministerio a través del descubrimiento-revelación del verdadero rostro de Dios.

El pastor va a la búsqueda ansiosa de la oveja perdida.

La mujer se empeña («enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado...») para encontrar la moneda que se ha perdido. Solamente el padre de la última parábola parece que se limita a esperar.

Pero no es así. También él se ha movido, aunque aparentemente ha permanecido en casa.

Ha recuperado al hijo a través de la nostalgia, el deseo, la espera vigilante y trepidante («cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y echando a correr...»).

La conversión es cuestión de pasos. No sólo los pasos del que vuelve. Antes están aquellos, incansables, de quien ama y consiguientemente de quien asume la iniciativa, busca pacientemente, frecuenta los lugares de la perdición (a costa de escandalizar, como hace Cristo, a los bienpensantes, que luego son aquellos, ironía de las palabras, que siempre piensan mal...), patea todos los caminos, no se resigna a la lejanía de nadie. Esos pasos obedecen al ritmo impuesto por el corazón.


Fiesta

Las tres parábolas del «hallazgo» terminan con una explosión de alegría incontenible.

La fiesta es la conclusión de las tres aventuras.

La conversión y el perdón desembocan, no en una penitencia punitiva, en una sala oscura en donde están puestos en fila rostros sombríos y amonestadores, frías máscaras, sino en un clima festivo.

Pero es importante que todos se sientan implicados en esta fiesta: «Alegraos conmigo... ».

La búsqueda puede emprenderla uno solo. Pero la alegría del encuentro ha de ser compartida por todos, sin reservas.

La única fiesta que queda suspendida es la última. Frente a los refunfuños del hijo «todo, casa y trabajo y cumplimiento de los reglamentos», los preparativos del padre se interrumpen, se suspenden los bailes, cesa la música.

Un corazón seco logra apagar todo.

El ha sido un diligente ejecutor de órdenes.

Pero ahora que sobre la partitura paterna está la música del perdón y de la misericordia, él logra emitir sólo la nota desentonada, la del escándalo (está escandalizado, primero por las malas compañías de las prostitutas con quienes ha andado su hermano, pero sobre todo, por la debilidad del padre), la nota que tiene el poder de estropear la armonía y suspender la ejecución.

La música sólo volverá a sonar si él, el lejano, logra pasar aquel umbral, o sea, logra «entrar» en la fiesta.

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